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Hipertrejos

Por LUIS BARRERA LINARES Un narrador con vida de novela lineal Varias veces le manifesté a Oswaldo Trejo mi impresión de que su obra narrativa era todo lo contrario de su vida, rica en anécdotas muy atractivas para un narrador. Ante la dificultad para catalogar algunos de sus escritos dentro de las posibilidades genéricas que […]

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Por LUIS BARRERA LINARES

Un narrador con vida de novela lineal

Varias veces le manifesté a Oswaldo Trejo mi impresión de que su obra narrativa era todo lo contrario de su vida, rica en anécdotas muy atractivas para un narrador. Ante la dificultad para catalogar algunos de sus escritos dentro de las posibilidades genéricas que ofrece la preceptiva literaria clásica (cuento, poesía, novela, ensayo, crítica, teatro, narrativa, lírica…), le señalé la posibilidad de que habláramos simplemente de textos y de él como textor.

La propuesta le pareció humorística, por cuanto tenía que ver con la tendencia de la  crítica a categorizar los productos estéticos y a suponer como “raras” aquellas muestras que se salen de lo convencional y lo normado por la tradición. Por ejemplo, nada podría ser más ajeno a las convenciones de lo narrativo que aquello que autores como Trejo (y sus congéneres o sus editores) consideran en el renglón de los cuentos y las novelas. Claro, esto en el ámbito de cierto despropósito según el cual las categorías literarias obedecen a los esquemas supuestamente rígidos e inamovibles, inmodificables,  heredados de la preceptiva griega.

De cualquier manera, me señalaba Oswaldo que de no ser tan “fea” la palabra textor, sería una salida posible cuando los críticos no supieran cómo catalogarlo. Hoy, a más de tres décadas de aquella entrevista de 1993, rememoro la anécdota y debo recordar que el asunto principal de la conversación se relacionaba con las peripecias metodológicas a las que debe acudir un analista, cuando intenta ajustar los textos trejianos a las normas de lo que se considera propio de los esquemas narrativos ortodoxos: secuencias en orden vertical, linealidad, episodios, relaciones causa-efecto, principio, conflicto, cierre, etc.

Por muy necesario, útil y práctico que sea dicho procedimiento, sobre todo para labores docentes relacionadas con la literatura, no es sencillo catalogar algunos textos de Trejo dentro de camisas de fuerza. Eso lo hace distinto en el marco de la literatura venezolana: el quiebre radical de una tradición narrativa (o poética, si se quiere ampliar esto). En ese sentido, nunca he dudado acerca de la originalidad de su propuesta. No es la única, pero posiblemente sí podría ser la más radical y consecuente, sobre todo a partir de su novela Andén lejano (1968), con la que marca un hito en nuestra literatura que muy poco ha sido estudiado en el ámbito hispano.

Todo lo contrario de su obra, como persona-personaje, Trejo y su biografía constituyen una novela con piernas, pero de corte lineal, convencional: su vida estuvo marcada por una atractiva hilera de anécdotas y peripecias que perfectamente podían ser la base fundamental de una narración de muchas páginas y harto humor.

Y esa historia muy bien pudiera comenzar con el hecho de que provenía de la “rama pobre” (lo dice Oscar Rodríguez Ortiz, 1994: 185) de una de esas familias merideñas vinculadas con la literatura, la política y la cultura nacional, los Febres Cordero. No olvidemos el nombre completo de nuestro personaje: José Oswaldo Trejo Febres (nacido en la población de Ejido, un diez de junio de 1924).

Tanto peso han tenido esos apellidos en nuestro acontecer cultural que algunos descendientes se los endosan como una indisoluble forma compuesta (Febres-Cordero), no importa de qué ramificación provengan. Como para que todos tengamos conocimiento de un origen que obviamente es una “credencial” simbólica (literaria y cultural).

El caso es que no fue precisamente el hijo directo de José Oswaldo Trejo Cortés  y Elvia Alcira Febres Gonzalo quien hiciera gala de esta prosapia para ganar un puesto en la literatura nacional. Por el contrario, su nombre en el campo de batalla, como diría Pierre Bordieau, siempre fue Oswaldo Trejo. Y tan particulares han sido sus diversos textos que Lourdes Sifontes Greco los denomina simplemente Trejos. Excelente jugada a la hora de categorizar su escritura.

“Acepto que no me entienda alguien cuyo contacto con la lectura no ha sido suficiente, pero no que un ‘licenciado en Letras’ me diga lo mismo. ¿Para qué ha sido entonces diplomado por una universidad?”. Es la respuesta que obtuve cuando en otra entrevista le pregunté si no temía que su obra dejará de trascender por difícil e incomprensible para el público lector.

Agreguemos además que ese pícaro personaje de nuestra imaginaria novela desempeñó los más diversos y hasta contrapuestos oficios:

1938. Ha llegado a Caracas con su hermana Dora y su madre. El padre había fallecido en 1936 y las condiciones económicas apremiaban. El personaje deviene en empleado matutino de un almacén de telas y vespertino encolador de sobres y bolsas para farmacias y ferreterías. “Me impresionó profundamente la capital, la sentía demasiado grande, aunque apenas era una ciudad de doscientos mil habitantes”, le declararía a Maritza Jiménez en 1988.  Por enfermedad de la madre, se impone muy pronto un obligado retorno a Mérida.

1939. Regreso a la capital. Vida comunitaria, en compañía de madre y hermana, en sectores populares caraqueños. Desempeño en otras ocupaciones menores.

1941. Combina la actividad de policía de tráfico con los cursos nocturnos de la Escuela de Artes Plásticas, donde, desnudo,  hace de modelo para pintores. Bromea diciendo que, ante la guapura de aquel guía de tránsito que además era modelo, los autos conducidos por damas colisionaban.

1943. “Ascenso” a fiscal de la cochinera del Instituto de Experimentación de Agricultura y Zootecnia (Ministerio de Agricultura y Cría) y, más adelante, empleado del lactuario de aquella  dependencia. Después será ayudante de la oficina de Bienes Nacionales y oficial de la Dirección de Administración del mismo despacho, hasta 1945.

1947. Nuevo escenario: ingresa a la American International Underwriter, empresa de seguros de la que llegará a ser  vicepresidente.

1954. Cambio de traje: marcha a Italia, donde realiza cursos en la Universidad de Perugia; viaja por Grecia, España y Francia.

1957. Diferente piel: de regreso al país, ingresa al mundo de la publicidad, en la empresa ARS, donde comparte funciones con el escritor cubano Alejo Carpentier.

1958. Modificación de rol: se inicia en la diplomacia. Primer secretario de la Embajada de Brasil. De allí pasará a Bogotá (1960), para luego volver a Caracas, y finalmente alcanzará el rango de embajador, antes de retirarse de la Cancillería.

No voy a referirme a la actividad posterior ni a los diversos cargos públicos que luego de esa fecha ocuparía el personaje en el sector de la cultura venezolana. Baste con evocar una escena casi de película del cine mexicano de los años cincuenta: el humilde vigilante de tránsito y fiscal de cochineras devino en embajador y en gerente de importantes instituciones del Estado, aparte de merecer en 1988 el Premio Nacional de Literatura. Tampoco aludiré otra vez a su obra, por cuanto se trata de información suficientemente reportada en otros trabajos. Apenas he intentado mostrar las razones para que su propia vida fuera la base de una magnífica narración lineal, ordenadita, fácilmente legible para cualquier tipo de lector: el personaje asume un papel diferente en cada capítulo, actúa, se mueve, sin salirse de lo convencional.

Creo haber leído en alguna parte que fue Giovanni Papini quien dijo o escribió que, si un hombre cualquiera supiera narrar su propia vida en detalles y matices, podría llegar a escribir la mejor de las novelas. Me pregunto entonces por el motivo para que nos hayamos quedado sin una autobiografía de Oswaldo Trejo. Gracias a la gentileza del autor, apenas llegué a leer uno de los famosos cuadernos de su diario. Solo con esa referencia y por las diversas conversaciones informales que sostuve con él, puedo afirmar que esa autobiografía hubiera constituido un caudal infinito de expresiones de parodia, humor e ironía: narraba su vida con la pericia y gracia de un auténtico juglar. Si algo admiro en los escritores, es precisamente la posibilidad de la parodia, la ironía y el humor libre de ataduras socioestéticas y de prejuicios que suelen emparentar lo literario con lo formal, lo serio, lo rígido, lo rebuscado y (a veces solamente) lo sublime, cuando no lo aburrido.

No escribas lo que puedes manifestar oralmente

Creo entonces que Trejo fue uno de nuestros más enjundiosos y sardónicos humoristas orales y que su obra (todavía aparentemente inexplicable, “incomprensible” para muchos) no fue sino una manera genial de burlarse de la propia literatura. Es más que conocida aquella expresión suya según la cual no tiene mucho sentido “escribir lo que se puede expresar oralmente”. Lo manifestaba para parodiar a los narradores que nos complacemos en relatar historias evidentes, asignándole un peso fundamental a lo anecdótico. “… el lector… tiene miedo de lo que no conoce, de que le rompan las estructuras a las que está acostumbrado” —decía.

Sin embargo, no fue Trejo el escritor que acude al camino más fácil de hacer de su propia vida una novela. La oralizaba con diversos salpicones humorísticos y eso le parecía suficiente para no tomarse el trabajo de escribirla. Excusa fabulosa para una metanovela cuyo argumento principal sea la vida misma del personaje que se niega a escribirla y que, por el contrario, dedica su escritura a mofarse de lo que otros escriben, aquellos que aspiran a “ser originales”, sin darse cuenta de que durante siglos se han venido repitiendo las mismas historias y temáticas, apenas versionándolas de modo distinto en cada época.

Igual que algunos de sus textos aluden frecuentemente a la facilidad de escribir como lo hacen o han hecho otros (ver, por ejemplo, el relato  “Horas escondido en las palabras”, en el libro homónimo, 1994), se burlaba de aquella escritura que, según él, sólo insistía en repetir esquemas narrativos harto utilizados en la historia de la literatura. “Yo no creo que exista texto ni obra de arte difícil. Si no se entiende es por falta de información, que no puede venir sino de los propios hechos de la cultura”.

Cada vez que en el Concurso de Cuentos de El Nacional se premiaba algún texto que le pareciera excesivamente convencional, arremetía amablemente contra lo que él consideraba “un desperdicio de tinta, neuronas y nalgas”. Incluso, cuando, en el reconocido certamen Juan Rulfo, se premió en París el cuento “Tan desnuda como una piedra” (1989), de Salvador Garmendia, escritor admirado y reconocido por él, Oswaldo no vaciló en su comentario sarcástico infaltable: “Un excelente cuento viejo”. Se supo que más de una vez rechazó humorísticamente libros que otros escritores deseaban obsequiarle. Con la más sincera de las sonrisas, sencillamente les expresaba: “Fulano, no me lo regales, porque no lo voy a leer”. Rasgo que habla de una personalidad única.

En alguna ocasión, cuando coordinaba la Sección de Talleres Literarios del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, nos mostró la primera página de una novela (cuyo título y autor he olvidado). En un tono absolutamente pedagógico, nos dijo (a un grupo de talleristas, en 1980): “Puedo admirar mucho a un escritor, pero me parece un acto de flojera escritural que tenga más de quince ques  relativos en la primera página de una novela”. Varios de mis compañeros talleristas se quedaron mudos, la mayoría por no tener muy claro a lo que aludía con aquello de “ques relativos”.  Y es que, dentro del caudal de conocimientos que escondía, Oswaldo era un conocedor incuestionable de la gramática de nuestra lengua. Por eso podía darse el lujo de violentarla con plena conciencia cada vez que se le antojaba.

En efecto, su “venganza” contra el “que relativo” y la ratificación de tan firme convicción no tardarían demasiado: en 1990 saldría publicada su novela Metástasis del verbo, en cuyas páginas iniciales no es posible localizar ni un solo que relativo, más allá de una partícula de forma similar que se cuela, pero con carácter interrogativo. De más está recordar que en ese caso se trata de una novela donde precisamente los verbos conjugados “hacen metástasis” hasta desaparecer. En cuanto a categoría gramatical, Trejo consideraba al verbo como una especie de cáncer para la narración, por aquello de los acontecimientos o acciones que le son inherentes, al menos en su definición restrictiva y más convencional.

Con esto he querido ratificar que las peripecias lingüísticas de Trejo no eran ni producto del azar ni simple manifestación de descontento. Nunca le escuché aceptar que tuviera recetas o fórmulas preconcebidas para el desarrollo de sus obras, más bien lo negaba: “No planifico ningún texto; no hago borrador general, porque nada es preconcebido, ni como mínimo adelanto de planos, de situaciones de entrada y salida de personajes…”. Si analizamos minuciosamente los títulos que van desde Textos de un texto con Teresas  (1978) hasta Mientras octubre afuera (1996), no hay duda de que (conscientemente) manejaba unos criterios muy definidos de (des)organización textual. Unos parámetros que lo empujaban indefectiblemente hacia la posibilidad de transgredir no sólo las relaciones lineales de la narrativa clásica, el orden de las secuencias, la organización vertical de los acontecimientos, la anécdota evidente, sino también las normas básicas de la gramática y la morfología del español.

En ese sentido, junto a otros escritores venezolanos como Guillermo Meneses y Enrique Bernardo Núñez, posiblemente esté Trejo entre quienes se adelantaron a las posibilidades que posteriormente ha ofrecido ese fenómeno de la textualidad contemporánea que se denomina el hipertexto.

Hipertexto e hipertrejos

Resumo lo que caracteriza un hipertexto: recurso en el que no podemos hablar de un principio y un cierre ni de un conjunto de secuencias organizadas (o mentalmente organizables) linealmente. Puede aparentar caos en la distribución de sus partes y genera recurrentes conexiones (que se denominan hipervínculos o enlaces) entre unas y otras (presentes o ausentes). La ficción hipertextual convierte al lector en un “autor” que va elaborando su propio camino de abordaje del texto, navega a través de él. Se trata del mecanismo de lectura sugerido, por ejemplo, por la estructura de Rayuela (Cortázar, 1963) o en algunos cuentos de Jorge Luis Borges.

Los hipertextos no tienen un orden preestablecido, sólo ofrecen de entrada una primera y posible versión, que de hecho puede ser modificada por el lector en su avance. Cada parte puede remitir a otra y otra y otra; además de estimular asociaciones entre lo gráfico, lo acústico y lo icónico en general.

La escritura hipertextual rompe las convenciones de la organicidad y coherencia del texto clásico, de las palabras ordenaditas en las que la relación causa-efecto parece un imperativo. Tampoco hay jerarquías posibles entre sus componentes: cada segmento tiene la misma importancia. Aquí pierden todo su sentido de tradición escritural las nociones de párrafo, período, signos de puntuación, reglas gramaticales, etc. En el hipertexto no podemos esperar principio ni cierre, aunque los tenga. Sencillamente, ofrece al lector unos componentes predeterminados por quien ha sido lo que la teoría denomina el autor concreto del texto, un autor inicial proponente de una porción de escritura que servirá a cada lector para (re)formular su propia versión.

La noción del hipertexto, ya muy desarrollada y ajustada de acuerdo con el avance de la informática y la literatura electrónica, guarda hoy una relación estrecha con el lenguaje propio de la red y las implicaciones prácticas para su manejo y sus rasgos comunicacionales.

Lo relevante para mi propósito tiene que ver con la relación entre determinada escritura artística, aparentemente caótica, y el advenimiento posterior de la literatura virtual que actualmente circula a través de Internet. En ese nivel ubico una posible explicación para buena parte de la  “extraña”, “curiosa”, “desubicada” obra de Oswaldo Trejo. Algunos de sus relatos concentran en su diseño buena parte de los rasgos que he descrito para caracterizar el hipertexto. De por sí resistente a la categorización ortodoxa, pero ahora muy en consonancia con cierto tipo de discurso literario virtual.

Lo primero que podría anotar es que ciertos textos trejianos (¿trejunos, trejísticos, trejosos, trejidos?)  no marcan diferencia alguna entre la supuesta realidad y la ficción. Ni siquiera ocurre eso en la que ha sido considerada su novela más lineal y, si se quiere, más ortodoxa, También los hombres son ciudades (1962). Algunos entornos de sus obras son similares a ciertos contextos virtuales, en los que los límites entre lo presuntamente real y lo ficcional se difuminan hasta el punto de aparecer indiferenciados. Considero esta como la característica fundamental de su primer libro de narraciones breves: Cuentos de la primera esquina (1948).

Dicho rasgo es también típico de un texto breve posterior, en el que deseo detenerme: “Memorándum para cuando vuelva Dante”, del libro Al trajo trejo troja trujo treja traje trejo (1980).

Visualmente, el “Memorándum…” aparece estructurado en una especie de texto inicial que sirve de “introducción” y nueve partes adicionales subtituladas siempre con los mismos componentes formales, pero reorganizados de manera diferente en cada caso.

En el conjunto no hay ni comienzo ni final posible. Su totalidad parece más bien constituida por una serie de enlaces que van remitiendo a otros: hipervínculos. Cada enlace ofrece al lector una posibilidad de iniciar el camino probable hacia la construcción de una “escalera” que le sirva para armar su propio memorando. En cada porción de texto (son en total diez), la distribución de las palabras ofrece la posibilidad de unas tachaduras cuya inclusión u omisión muy bien pueden dar lugar a distintas versiones.

Veamos primero un fragmento del texto introductorio del relato, para luego enumerar lo que parece el titular de cada una de las partes restantes:

Fragmento:

(Dante) Como te llames, con nombres entrando y saliendo de tu nombre, eras blanco en abanico, desplegado. Como lo llamen, era el centro de todas las esperas. Como vayan a llamarte, eras reconfortante haber y topes de llegadas.

Y era alrededor bastante despejado hacia el que iban individuos ganando unos escalones; algunos se desprendían de los escalones, cayendo abajo para recomenzar yendo a pararse detrás de aquellos individuos que en sendas filas, por lados opuestos, ya traspasaban horizontes, viniendo lentamente, nutriendo la aglomeración formada ante dos puertas impidiéndoles la entrada, por urgidos, forcejeando afuera, obedeciendo al mismo juego con sus leyes seguidos también por los que estaban adentro, de saludarse, abrazarse, conversar, si se conocían entre sí” (1980: p. 43, cursivas nuestras).

Subtítulos del texto que son posibles titulares para un hiperlector (añado las barras):

Nunca habían estado en lo inesperado / viendo unos escalones / atestado de urgidos (p. 45). (…)

En inesperado estado, unos / lo nunca habías/ atestado de urgidos / ¡viendo escalones! (p. 47) (…)

Unos habían… / inesperado en estado urgidos. / ¡lo nunca viendo escalones atestados! (p. 51) (…)

¡Nunca unos… / Estado de urgidos en lo inesperado / Viendo escalones atestados / habías… (p. 54). (…)

¡Estado atestado de urgidos, / Viendo lo nunca en unos escalones! / Inesperado, habían… (p.55). (…)

¡Viendo urgidos, lo nunca!: / unos en estado de inesperado. / habías… / ¡Escalones atestados! (p. 58). (…)

Lo inesperado de unos, / Habían estado viendo…/ En atestados escalones, / ¡Nunca urgidos! (p. 61). (…)

Urgidos viendo lo nunca de habías. / ¡Inesperado en estado! / Unos escalones atestados (p. 65). (…)

Escalones… / ¿Habían?… Nunca unos. / ¿Atestados en lo inesperado? / ¡Urgidos de estado, viendo! (p. 69).

De esta “desorganizada organización” se podría inferir una construcción premeditada de cada titular posterior a la introducción. No es azarosa la selección de las distintas combinaciones de haber /escalones / ver / atestados / urgidos / inesperados. Como no es azarosa la selección que hacemos como lectores cuando manipulamos un hipertexto en la red, de acuerdo con nuestro interés, curiosidad o conocimiento previo.

Cada presunto titular guarda una conexión, está enlazado con ese texto inicial que sirve de introducción. Adicionalmente, el principal hipervínculo del conjunto es la palabra escalones, que aparece reiterada. Y ella obviamente remite no solo al autor aludido, “presente” en el texto (Dante Alighieri: “(Dante) Como te llames…”), sino también a su obra fundamental, no mencionada directamente (La divina comedia), que a su vez podría ser gráficamente configurada como una simulación hipertextual ausente en el texto, pero recuperable por el lector que la conoce.

Si se tratara de un auténtico hipertexto, se podría clicar en cada parte separada por las barras (como si fueran “palabras clave”: haber /escalones / ver / atestados / urgidos / inesperados) y ello conectaría con otros fragmentos del mismo texto donde hay algún elemento que semánticamente se relacione con ellas.

No aparece a lo largo del conjunto ninguna segmentación que nos permita diferenciar lo ficticio de lo no ficticio. Como en la realidad virtual, esa convención es impensable en estos casos. Y es obvia la presencia de transgresiones gramaticales presentes en cada titular (ej.: “atestados de urgidos”, “lo nunca habías”, “Urgidos de estado”, etc.), además de las evidentes repeticiones.

De modo que la teoría del hipertexto explicaría lo que parece una obra  no solamente paródica y original (que sin duda lo es), sino también caprichosa y arbitraria, sin normas aparentes de organización (que no lo es). Se trata de un conjunto de recursos que de hecho ofrece el idioma en toda su plenitud. Y si la literatura es un artificio cuya base fundamental es la exploración lingüística, pues nada más razonable que algunos escritores se hayan adelantado a lo que ahora viene a convertirse en una práctica cotidiana, principalmente con el advenimiento de los recursos propios de la Internet.

Hipertextor para hiperlectores

Si Oswaldo Trejo viviera, para explicar su escritura, me habría atrevido a proponerle una  nueva palabra que seguramente le habría resultado mucho más “fea” que aquella de “textor” (autor de textos), pero que, a mi juicio, remite a la clave fundamental de su acercamiento al lenguaje literario: hipertextor.

A despecho de quienes creyeron (o todavía creen) que las categorías estéticas y los principios que las han sustentado son eternas, inamovibles, inmodificables, fijas, rígidas, ya no es posible pensar que algo no sea posible. Todo lo es en el mundo virtual.

Así pues, en honor a uno de los autores venezolanos que, antes de la existencia del Internet, logró vislumbrar los extremos más insospechados del hipertexto, concluyo diciendo que detrás de buena parte de algunos “hipertrejos” subyace la clave para explicar ese tipo de literatura difusa, que se niega a la categorización canónica, que huye de las teóricas camisas de fuerza a las que a veces acude la crítica. Aunque parezca lo contrario, es escritura cuyo foco principal de atención es un lector entrenado, dispuesto a aceptar el reto, quien, mediante esfuerzo propio, va construyendo su ruta a través del texto. Por eso se habla de “navegación”. ¿Que no es escritura “popular”, “fácil”, “digerible de un tirón”? Cierto, pero lectores habrá que quieran inmiscuirse en sus propuestas, sin ahogarse en alta mar.

No se trata de entrar en polémicas sobre quienes escriben para alimentar sus egos, su biografía, su manera de concebir el hecho estético en función de sus egotecas. Lo hacen de la manera convencional y esa es su opción, tan válida como cualquiera. Mas no es el caso de autores/as como Trejo, ya que estos últimos apuntan a la paciencia de quien leerá; le proponen un reto que puede o no asumirse: a partir de unos indicios, construir su propio texto.  Son modos diferentes de concebir el hecho literario y ya.

El camino asumido por los menos convencionales no es particularmente el tipo de escritura más usual, pero serviría para explicar la razón fundamental por la cual Trejo no se dedicó a narrarnos su historia de vida y lecturas, que —como hemos dicho al comienzo— bastante aportaba para la posibilidad de una novela lineal, organizada en fáciles y amenas secuencias, anecdótica y atractiva como historia. No obstante, también a algunas personas podría interesarles asumir el rol de hiperlectores. Si la palabra es el barro del artesano devenido en escritor, ¿por qué no experimentar con ella nuevas formas y estrujarla con juegos de imaginación?

Sería un interesante experimento digitalizar algunas obras trejianas para ponerlas a circular en la red, no como textos fijos (en pdf), congelados, rígidos, sino como hipertextos. Esto implicaría convertir en realidad hipertextual lo que para él fue una propuesta generada dentro de la propia escritura convencional.

La textura contemporánea ha roto los límites de la palabra para asociarse con la imagen, el sonido y los íconos en general. También está poniendo en riesgo la sacralización de los autores y dando más protagonismo a quien lee. He ahí dos de los misterios que nos ha enseñado la ciberliteratura, a la que, sin proponérselo, ya se adelantaba Trejo con sus “experimentos”.


Algunas referencias

Barrera Linares, L. (1994). Los trajines de Trejo (entrevista). En El traje narrativo de Trejo. Caracas: La Casa de Bello (pp. 131-138).

Barrera Linares, L. (2018). Habla pública, internet y otros enredos literarios. Caracas: Equinoccio (segunda edición, digital).

Borràs Castanyer, L. (Edit., 2005). Textualidades electrónicas. Nuevos escenarios para la literatura. Barcelona: UOC.

Chartier, R. (2018) Libros y lecturas. Los desafíos del mundo digital. Revista de Estudios Sociales, 64, 199-124.

Jiménez, M. ( 9 de octubre de 1988). Oswaldo Trejo: Dejo el MBA para seguir escribiendo. El Nacional, C/1. [entrevista con el autor].

Sifontes Greco, L. (1992). Preludio para tres Trejos. Prólogo de la compilación Tres textos Tres. Caracas: Monte Ávila Editores.

Trejo, Oswaldo (1980). Al trajo trejo troja trujo treja traje trejo. Caracas: Monte Ávila Editores.

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