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La revuelta de Fidel

La televisión transmitía en vivo los sucesos. Era el 5 de agosto de 1994: un verano cargante, de calor y carencias. Aunque los apagones se habían nivelado un tanto, en la conciencia pesaban los puñetazos de las 12 y hasta casi 24 horas de apagones diarios; la paralización completa del transporte; la falta de alimentos, de prácticamente todo.

Era un verano (en verdad, unos veranos), que muchos han querido olvidar. Quizá, en aquel momento, uno de los mayores traumas para la población de Cuba fue pasar de una bonanza económica, durante la década de 1980, a una crisis tan terrible en solo cuestión de días, sin un respiro, sin un margen a nada.

De las bodegas con un fuerte abastecimiento, comercios llenos, viajes a la playa o fines de semana en hoteles con el salario propio, se pasó al trágico reverso de la moneda con el desplome de la Unión Soviética y del campo socialista. Y, en medio de la agonía, llegó aquel 5 de agosto.

Descontando sus dos primeros años, era la primera vez que en la Revolución se generaba una protesta con signo opuesto a ella; pero con la diferencia de que en 1994 a la calle no salieron los representantes de una oligarquía, plegada a los Estados Unidos; sino, en su mayoría, personas golpeadas por la desesperación.

Con el tiempo, alrededor de esos hechos se ha creado toda una gran teoría, combinada con anecdotarios; que, curiosamente, se anuncia de objetiva y hace ver los lados de una realidad, mientas soslaya otros, no menos importantes. Según esas reflexiones, las penurias económicas y, por consiguiente, el origen de las manifestaciones no era tanto por el derrumbe socialista y de un estrangulamiento a ultranza por parte del Gobierno de Estados Unidos, y sí expresión de «las represiones y falta de libertades democráticas de la dictadura castrista».

Según esos criterios —y este es un detalle reiterado en los últimos años—, el estallido se extendió por toda La Habana bajo el grito de libertad. Sin embargo, lo que no han explicado esos mismos estudiosos es por qué ese clamor, aun cuando se haya emitido, no se escuchó o no lo recuerdan personas que vivieron los hechos desde las puertas y ventanas de sus casas en Centro Habana o La Habana Vieja, los escenarios principales del evento.

Tampoco aclaran cuál fue la razón por la que habitantes de otros lugares de la capital se enteraron de los sucesos por la televisión o por el comentario de los vecinos. Pero lo que menos esclarecen es la causa por la que un hombre, con su sola presencia, fue capaz de diluir la protesta y los que hacían unos minutos gritaban: «¡Abajo Fidel!», al verlo se callaron o empezaron a corear: «¡Viva Fidel!».

La argumentación más socorrida es que el Líder cubano inspiró miedo, una tesis simplista y, por demás, irrespetuosa hacia las personas que dicen representar. Porque, en verdad, las razones eran más profundas y algunas muy firmes. Por encima de todo estaba el prestigio moral que Fidel se había ganado a lo largo de esos años, conviviendo con su pueblo y estando al lado de él en los momentos más difíciles.

Digan lo que digan; pero no era miedo, señoras y señores. Era respeto y hasta cariño, no busquen más. Un respeto y un cariño asumido en el día a día; en la capacidad de escuchar, de unir, de dialogar, de preguntar, de borrar las distancias que emanan de las jerarquías y el ejercicio del poder. De reír y, también, de llorar al lado de los más humildes.

El 5 de agosto dejó muchas lecciones. Una de ellas es que las zonas incómodas de Cuba le pertenecen a la Revolución. Otra enseñanza es que la fuerza de un ejemplo puede más que otros poderes, por muy fuertes que estos parezcan.

Fidel era consciente de esas dos ideas. Por eso una manifestación en contra de la Revolución se convirtió en una revuelta a favor suyo. Y ahí está uno de los legados de aquel verano duro, agónico. Triste, si se quiere por las escenas de familiares marchándose en balsas. Pero también un verano de luz; cuando la vanguardia de un pueblo, junto a su líder, supo conjurar el peligro mayor de una intervención militar contra Cuba. No lo olvidemos.

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