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Enrique Vila-Matas: "Yo quería ser escritor en París para tener una chimenea propia"

A razón de las Olimpiadas de París 2024, todas las referencias culturales sobre esta icónica ciudad se han activado. Que este evento deportivo sea razón suficiente para que La República converse con uno de los mayores escritores en actividad en el mundo hoy: el catalán Enrique Vila-Matas, autor de Paris no se acaba nunca, una de sus novelas más queridas por sus lectores.

—Este es un libro escrito en estado de felicidad.

—Más que a un estado de felicidad, lo asocio a un repentino deseo de contarles “algo de mí” a los lectores, pues hasta entonces me había caracterizado por mi incondicional respeto a la ficción.

—¿Empiezas a poner más de ti?

—No es que me dijera: “Pues mira, ahora voy a poner más biografía en mi obra”. No, nada de eso. Decidir algo así equivale a acabar descubriendo la imposibilidad de la escritura. Todo eso de “los personajes de carne y hueso”, por favor… Para mí, plenamente de acuerdo con Nabokov, la biografía de un escritor solo puede ser la historia de su estilo.

—¿Cuánto has cambiado desde entonces?

—Pues, por ejemplo, que en el libro de París creí que iba a contar “algo de mi” y, unos años después, en una entrevista, le confesé a Rodrigo Fresán que yo creía que escribir equivalía a empezar a conocerse a uno mismo y, sin embargo, con el paso del tiempo, había comprendido que nunca sabría quién soy, y todo a causa de haber escrito. Pero es que lo veo como lo mejor que me podía pasar. Tal vez la felicidad, la verdadera felicidad, el mejor premio de todos, sea simplemente esto: que a la larga no haya nada de mí, ni en mi vida ni en los libros, me parece muy coherente con lo que decía el otro día Manuel Vicent: “Qué más da si todos vamos hacia el anonimato”.

—¿Como si se llegara a un estado de libertad existencial?

No, simplemente es que sospecho que solo puede ser horrible saber quién es uno. A mí al menos me parece que no me conviene nada saberlo.

—El humor y la ironía estuvieron a la orden.

—La ironía recorre todo el libro. Me río a fondo y con alegría del joven que fui, de las confusiones, los errores. Lichtenberg dice que el filósofo exagera, grita, en tanto que no ha descubierto todavía el núcleo de su confusión. Pues eso. En lugar de gritar, en París no se acaba nunca preferí ironizar.

—¿Hacen falta más antihéroes o personajes protagónicos que no se tomen tan en serio?

—Hay gente que conozco, escritores sobre todo, que se ríen de todo el mundo, menos curiosamente de ellos mismos.

—En París ¿te diste cuenta de que podías ser el escritor que podías ser y no el que querías ser (la figura de Hemingway es inalcanzable)?

—A Hemingway solo le tenía envidia. Por los leños que decía que tenía que ir a buscar para alimentar su chimenea. Con el tiempo veo que en realidad yo quería ser escritor en París para tener una chimenea propia. Y ahora que lo recuerdo: el otro día quedé hipnotizado al ver una fotografía de una de las chimeneas que Stevenson hizo construir para darle un cierto sabor escocés a su casa de Samoa.

—¿Y ahora tienes una chimenea propia?

—Ahora que lo preguntas, acabo de acordarme de un cuento genial de Melville. “Yo y mi chimenea”. Ahí tenemos a un viejo granjero al que la familia y todo el mundo le pide que derribe la inmensa chimenea y remodele la casa con un sentido práctico y económico. Pero él se opone a la destrucción de lo más esencial de su finca, porque “sin ese gran fuego la casa perdería su espíritu”. Al final del relato, le veremos montando guardia ante su vieja chimenea cubierta de musgo: “Porque eso es algo decidido entre yo y mi chimenea: que yo y ella nunca nos rendiremos”.

Vila-Matas con Laure Adler, biógrafa de M. Duras (Aviñón, julio de 2024).

—La novela parte de una conferencia que brinda el narrador sobre sus dos años que vivió en París a mediados de los setenta. Ahí cuenta que Margarite Duras, la gran autora, fue su casera. ¿Sientes que París no se acaba nunca es un aterrizaje forzoso, y a la vez festivo, del mundo literario?

—Muy festivo, sí. Y a la larga muy impresionante cuando uno, años después de aquellos días de París, se dedica a leer a Duras a fondo y descubre la extraordinaria fe que tenía en ella misma, así como su búsqueda de una lengua rota, suelta y, como dice su biógrafa Laure Adler, de una lengua más respirada que escrita, de una lengua que ella llama “chalada”, inventada, que embrolla, que inventa. Duras, un genio. Es curioso, la huella de su escritura me llegó mucho después de su muerte. Un gran amigo de ella, el argentino Raúl Escari, me contó que una noche acabó como un mendigo durmiendo en un banco del Boulevard Sebastopol, y en la madrugada se le apareció Duras, muerta hacía ya tiempo, ordenándole enérgicamente que abandonara el banco.

—¿Qué obstáculo has debido sortear para ser el escritor que eres?

—Mi lema desde que empezara a escribir ha sido no traicionarme nunca a mí mismo. Y esto lo he llevado a rajatabla, como si fuera el personaje con chimenea de Melville. Como decía alguien al final de El mal de Montano: “Con Praga nunca podrán”. Puede que lo marginal sea el espacio natural de mi escritura, pero es que tengo la impresión de que ¡precisamente me muevo en el espacio natural y hasta central de la escritura! En cuanto a los obstáculos, han sido innumerables. Me divertiría mucho pasando revista a todos ellos. Pero es que siento total pasión por la escritura y ninguna por los ajustes de cuentas.

—El mejor ajuste de cuentas es tu reconocimiento mundial.

—Como dice Madeleine Moore en mi novela Montevideo, no se trata de combatir a tope a los imbéciles, porque imbéciles los hay en todos los círculos, se trata de oír lo que dicen y entenderlos y luego crearnos un mundo en el que los idiotas no entren.

—¿Cuál es el peligro que corre la escritura literaria hoy?

—Que se empobrezcan la imaginación y la memoria. Respecto a esta última, sorprende la falta de conexión de muchas novedades con la historia de la literatura, con los libros que nos han venido acompañando, los dignos de ser releídos (los clásicos) y los contemporáneos inspirados con talento en esa tradición.

—Ya no hay humor, ¿no?

—En las redes sociales, por ejemplo, es escandalosa la ausencia casi general de ironía. Hay una barbaridad de bárbaros que no saben ni lo qué es la ironía. Y el humor que más circula es grueso, tosco, estúpido. Quedan algunos lectores, eso hay que agradecerlo. Los lectores, decía ya Flaubert, “no son tan tontos como parece. Tontos en materia de Arte solo lo son el gobierno, los críticos ‘autorizados’, en fin, todos los que ostentan alguna forma de Poder, porque el poder es esencialmente estúpido”.

—¿El poder disminuye al creador?

Hay días en que no solo el Poder, todo el mundo trabaja para disminuir al creador.

—¿Sirve la bohemia literaria? Es un mito.

Eso es un mito que carece de contexto. Si acaso un bohemio de ahora es Trump, por ejemplo, y todos los imitadores de aquellos despeinados emperadores romanos (Calígula, Nerón, etc.). Cada vez más la política forma parte de la “cultura del entretenimiento”.

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