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Cataluña, desde 1492: el enemigo eterno de España para centralizar el poder en Madrid

Abc.es 

Antonio de Nebrija estaba convencido de que la unidad de España lograda por los Reyes Católicos a finales del siglo XV, tras el descubrimiento de América, duraría «muchos siglos». En la introducción de su 'Gramática de la lengua castellana», el célebre humanista de Alcalá de Henares escribió en este sentido: «Los miembros y pedazos de España que estaban por muchas partes derramados, se redujeron y ayuntaron en un cuerpo y unidad de Reino». Lo que no se imaginaba es que esa idea secular de tener un gran poder central iba a ser origen de tantas disputas, confusiones, críticas y controversias a lo largo de los últimos quinientos años. Tal es así que, en 2018, en plena crisis independentista catalana, Pedro Sánchez declaró que «algunos tratan de reagitar el fantasma de la centralización». Hasta recordó que las autonomías han sido un «motor histórico» para las regiones que «sufrieron el centralismo ya olvidado» y concluyó que, «en nuestro país no hay democracia si no hay descentralización». Raras palabras para un presidente del Gobierno español, pero que no hacen sino demostrar, que el poder central sigue siendo puesto en duda en pleno siglo XXI. Hablamos del denominado «café para todos», del reparto de la financiación autonómica y de la cesión de competencias en materia de educación, seguridad o hacienda. La batalla sigue estando en boca de políticos y ciudadanos de uno y otro signo, pero este no es más que el último episodio de un debate, el de la centralización de España, que ha estado presente en los diferentes regímenes que ha tenido el país desde los Reyes Católicos hasta hoy. Da igual que hablemos de las repúblicas, de las diferentes monarquías, de las dictaduras del siglo XX o de la actual democracia. La pregunta siempre ha estado ahí: ¿debe el Gobierno central desposeer a las comunidades autónomas, regiones o reinos de la mayor parte de su poder o, por el contrario, debe ceder sus competencias a estos para que tengan mayor autonomía? En los último años, la balanza se ha inclinado cada vez más de por la primera opción, provocando un aumento en el porcentaje de españoles que prefieren un Estado con un Gobierno central y sin autonomías. Eso es lo que se desprendía de los datos recogidos en el barómetro del Real Instituto Elcano publicado en 2019. Según la encuesta, el porcentaje de los que prefieren esta opción creció desde el 9% en noviembre de 2015, hasta el 21% en noviembre de 2017. Es significa que aumentó más del doble y que una quinta parte de la ciudadanía aboga por devolver a Madrid todas las competencias que ahora ejercen Cataluña, Galicia, el País Vasco y compañía. El problema no es nuevo. El proceso de centralización ha encontrado resistencias, críticas e incluso violencia desde los Reyes Católicos. Ellos fueron los primeros en sufrirlo nada más alcanzar el poder. Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón pacificaron las dos Coronas y asentaron su dominio en la Península tras vencer al rey Boabdil en la guerra de Granada. Una victoria que trajo consigo la integración del último reino musulmán de la Península, el reino nazarí, en la Corona de Castilla; el fin de la Reconquista y, sobre todo, la puesta en marcha del primer Estado moderno de España mediante el establecimiento de un aparato institucional claramente centralizado a través de la creación de los Consejos. Era el principio de aquella centralización a la que aludía Antonio de Nebrija, aunque el humanista no se refería a las fuertes resistencias que se iniciaron casi de inmediato por parte de los diferentes reinos y territorios de la Península que no querían someterse al poder central. Sobre todo, aquellos con una tradición administrativa y un gobierno regional que se sustentaba en la necesidad de llegar a acuerdos con los otros reinos o con los mismo Reyes Católicos. Este fue el caso, por ejemplo, de todos los territorios de la Corona de Aragón. Los Austrias intentaron socavar estas resistencias periféricas aumentando los territorios bajo su dominio y ampliando las competencias del Estado. Desde la coronación de Carlos I en 1516, los diferentes monarcas de esta casa pusieron en marcha una sofisticada administración. Establecieron también una hacienda pública centralizada, una justicia que llegó hasta América, un mayor control del poder territorial, varias instituciones comunes, servicios públicos nada desdeñables y un ejército capaz de proteger y avalar todo lo anterior. El camino, sin embargo, no fue fácil. Los Reyes tuvieron que enfrentarse con algunas de las instituciones que velaban precisamente por los fueros de las diferentes regiones. Ese fue el caso del conflicto que Felipe II mantuvo con Juan de Lanuza, el Justicia Mayor de Aragón. Se trataba del hombre encargado de defender los derechos y libertades de los aragoneses, pero excedió sus funciones al esconder y proteger a Antonio Pérez, exsecretario real del monarca, que había sido condenado por tráfico de secretos y corrupción. Cuando el Rey de España supo que Pérez se había refugiado en Zaragoza, exigió su entrega por vía legal, pero Lanuza se negó en redondo. El resultado: ambos fueron decapitados. Fue finalmente el conde-duque de Olivares quien trató de imponer el modelo de Estados más centralizado hasta entonces, aprovechando su influencia sobre Felipe IV . En 1624, le entregó a este su famoso «Gran Memorial», un informe confidencial en el que le describía la difícil situación por la que atravesaba la Monarquía Hispánica y en la que exponía una serie de medidas para remediarlo. El objetivo de esta era reforzar la autoridad de la Corona en todos sus territorios. Así lo defendía en uno de los párrafos clave del documento: «El negocio más importante de la Casa Real sería reducir los reinos que componen España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia. Si Vuestra Majestad lo alcanza, será el Príncipe más poderoso del mundo». Lo primero que hizo fue constituir la Unión de Armas en 1626. Según esta, todos los «Reinos, Estados y Señoríos» estaban obligados a contribuir de manera proporcional en soldados y dinero a la defensa de la Monarquía Hispánica. Olivares creía que España se convertiría así, por fin, en un Estado unitario y centralizado. Pero este modelo nunca terminó de imponerse por completo, sobre todo por la desconfianza y oposición que encontró entre catalanes, valencianos y aragoneses, convencidos todos ellos en que todas esas medidas habían sido impuestas sin consenso y a la fuerza. Y aunque es cierto que con esa unión militar se reprimieron varios intentos independentistas de la Monarquía Hispánica, como el que se produjo precisamente en Cataluña, lo cierto es que Olivares fracasó en la mayoría de sus planes. Hace unos meses, algunos medios de corte independentista aún recordaban con inquina a esta figura centralizadora del siglo XVII, en reportajes con titulares como este: '¿Por qué el conde-duque de Olivares detestaba a los catalanes?' . Pero no fracasó solo él. Ninguno de los Austrias consiguió abolir los fueros ni las instituciones regionales, ni tampoco implantar un modelo realmente centralizado en la Corona de Aragón. Podemos decir que, aún así, impulsaron un cambio importante en la organización territorial hacia esa centralización y unión de España, aunque no fuera completa. Y que lo hicieron de una forma mucho más intensa que todo lo logrado por los Reyes Católicos anteriormente. La cuestión cambiaría profundamente con la llegada de los Borbones a comienzos del siglo XVIII. Lo primero que hizo el primer Rey de esta casa, Felipe V, fue abolir los fueros e instituciones de los reinos y territorios de la Corona de Aragón que tantos problemas había causado a España en el pasado. Como explicaba a ABC el divulgador e investigador José Luis Hernández Garvi en octubre: «Los Decretos de Nueva Planta de 1715 [tras la victoria de los Borbones en la Guerra de Sucesión] querían centralizar el poder político y económico de la España de aquel entonces. Felipe V tenía el ejemplo de lo que se había hecho en Francia: crear un estado que no estuviera sometido a los caprichos de los distintos territorios. Lo que pretendió era unificar, en ningún caso separar. Y creo que siempre es más positivo». El modelo que implantó este primer Borbón era también absolutista y de raíz francesa. Un modelo que no había existido anteriormente en la Monarquía Hispánica y que estaba formado por un conglomerado de Estados y Reinos con sus instituciones y ordenamientos jurídicos propios, pero que se subordinaban al Gobierno central. «Felipe V quería traer el centralismo francés a España, aunque con matices. Entendía que, para ser una gran potencia, había que estar unidos y que, de lo contrario, el resultado sería un Estado débil. Los asesores lo veían meridiano: debían buscar un pegamento que uniera a todos», añadía Hernández Garvi. Mientras, sus detractores acusaban al Rey de pertenecer a una dinastía que venía de Francia, algo que no tenía mucho sentido si tenemos en cuenta que las otras dinastías que habían reinado sobre una España ya unificada eran extranjeras, como era el caso de los Austrias e, incluso, Amadeo de Saboya. La mayor aportación borbónica fue la construcción del Estado liberal, que supuso después la consolidación de esa centralización emprendida con los Decretos de Nueva Planta. A lo largo del siglo XIX crecieron las estructuras administrativas del Gobierno, sobre todo las que se refieren al ejército y los funcionarios que vaciaron de competencias a los municipios. También se creó la Guardia Civil, el primer cuerpo policial de ámbito estatal, y la Ley Moyano, con la que se puso en marcha un sistema educativo para toda España. Todos estos cambios fueron muy importantes en lo que se refiere a reforzar el poder de Madrid, pero una de las medidas que más ayudó a acabar con los problemas territoriales del país y fortalecer el poder del Gobierno central fue la división en provincias de Javier de Burgos en 1833 . El objetivo del ministro de Fomento bajo la regencia de María Cristina de Borbón era facilitar la labor de Estado sobre el resto de territorios de la manera más rápida y eficaz posible. Poco antes, a finales del siglo XVIII, la situación que describía el famoso poeta y pensador valenciano León de Arroyal era muchos más caótica: «El mapa general de la Península nos presenta cosas ridículas de unas provincias encajadas en otras, ángulos irregularísimos por todas partes, capitales situadas en las extremidades de los partidos, intendencias extensísimas y otras muy pequeñas, obispados de cuatro leguas y obispados de 70, tribunales cuya jurisdicción apenas se extienden más allá de los muros de una ciudad y otros que abrazan dos o tres reinos. En fin, todo aquello que debe traer consigo el desorden y la confusión». Todo ello convertía a España en un lugar «abigarrado, complejo, confuso y caótico», según lo calificaba el catedrático de Derecho Administrativo, Aurelio Guaita, en «La división provincial y sus modificaciones». Y por eso la obra de Burgos fue tan importante, sobre todo si tenemos en cuenta que ha permanecido casi intacta hasta el día de hoy. El debate de la centralización siguió vigente en el siglo XX. DE hecho, las increíbles cotas de autogobierno que Madrid le concedió a Cataluña a lo largo de ese siglo y el anterior parecían suficientes para los nacionalistas y los independentistas. En 1905, el entonces presidente del Gobierno Montero Ríos echó el primer órdago a estos, al declarar públicamente: «Nada que directa o indirectamente contraríe la unidad de España y su personalidad, puede tolerar ni este Gobierno ni ningún español». Pero se toleró, hasta el punto de que la cuestión regional se convirtió en uno de los problemas que contribuyó a acentuar la crisis de la Segunda República. El catalanismo –que iba un paso por delante de los movimientos autonomistas vasco y gallego– demostró cada vez más fuerza y ambición , y no dudaron en alzar la voz tras la aprobación del primer proyecto de estatuto, para criticar que este rebajaba sus pretensiones originales. «Sé que es más difícil gobernar España ahora que hace cincuenta años, y más difícil será gobernarla dentro de algunos más. Es más difícil llevar cuatro caballos que uno solo», advirtió Manuel Azaña en 1932 . Y añadió: «La desafección de Cataluña (porque no es menos) se ha hecho palpable. Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia, han pasado al dominio público». Los nacionalismo comenzaron a representar para la República un problema que había que resolver cuanto antes. España incluso tuvo que soportar varios intentos de golpes de Estado y tres declaraciones unilaterales de independencia en Cataluña , las cuales acabaron en fracaso: 1873, 1931 y 1934. Pero ya lo advirtió el propio Ortega y Gasset poco antes de que se aprobara aquel primer estatuto catalán: «Estamos ante un problema que no se puede resolver, sólo se puede conllevar; es un problema perpetuo y lo seguirá siendo mientras España subsista». De hecho, el funcionamiento de España se parece hoy mucho al federalismo que el PSOE lleva proponiendo desde hace muchos años para hacer frente al desafío de la Generalitat de Cataluña. Un modelo descentralizado que inició Felipe González , después de la constitución de las comunidades autónomas; que la remató José Luis Rodríguez Zapatero, con su proceso de reformas estatutarias, y que continúa Pedro Sánchez: «En nuestro país no hay democracia si no hay descentralización».

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