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La metamorfosis de Occidente

Cabe preguntarse qué relación hay entre la candidatura de Kamala Harris a la presidencia de Estados Unidos y la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos que acaba de celebrarse en París. A simple vista, ninguna. Sin embargo, al examinarlas más de cerca, me sorprendió la similitud: Occidente ha entrado en una nueva era que […]

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Cabe preguntarse qué relación hay entre la candidatura de Kamala Harris a la presidencia de Estados Unidos y la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos que acaba de celebrarse en París. A simple vista, ninguna. Sin embargo, al examinarlas más de cerca, me sorprendió la similitud: Occidente ha entrado en una nueva era que contribuirá a redefinir su propia esencia. En el pasado, Occidente se identificaba con lo que se conocía como la raza blanca y el cristianismo; esto ocurre cada vez menos. Sabemos que Barack Obama fue el primer presidente no blanco en Estados Unidos, pero Kamala Harris podría ser la primera mujer presidenta, y además no blanca. Al igual que Obama, no podría ser más mestiza y es de etnia indeterminada, ya que nació de padre jamaicano y madre india. Del mismo modo, en París, la gran fiesta del Sena que inauguró los Juegos Olímpicos estuvo dominada por bailarines y cantantes con estilo, elegancia y entusiasmo, y casi todos procedentes del Magreb, las Antillas y el África negra. Así es la nueva Francia, guste o no. No todo el mundo está a favor, sobre todo los más conservadores, que no se reconocen en esta nación de todos los colores y de todas las religiones, tras mil años de blancura y catolicismo. (Que conste que los romanos en su Imperio no daban importancia al color de la piel).

La diversidad se ha convertido en norma en la cultura, los negocios y las universidades

El término utilizado para describir esta metamorfosis de Occidente nos viene de Estados Unidos: diversidad (diversity, del latín diversitas). En nombre de la diversidad, las leyes y las prácticas estadounidenses han ido dando cabida a las mujeres, por supuesto, a los homosexuales y luego a todas las culturas y etnias llegadas de otros lugares. Una vez más, no entusiasma a los conservadores trumpistas, pero la diversidad se ha convertido en la norma en la cultura, los negocios y las universidades. La diversidad es en muchos casos una obligación legal: si no se respeta esta diversidad, llueven las sanciones por discriminación contra empresarios, administraciones y profesores.

El término «diversidad» ha llegado ahora a la sociedad francesa. Los Juegos Olímpicos de París hacen referencia explícita a ella, del mismo modo que se refieren a la «sostenibilidad», un concepto más vago, una especie de homenaje a los defensores del medio ambiente y a lo que se denomina, sin saber muy bien cómo definirlo, «desarrollo sostenible». Hay que asumir que tendremos que acostumbrarnos a la sostenibilidad y a la diversidad.

¿Se consideran verdaderamente franceses estos franceses venidos de otros lugares? Ellos siempre responden afirmativamente a esta pregunta y no hay motivo para dudar de su honestidad. Para ellos, Francia es un conjunto de valores, leyes y tradiciones a los que se adhieren en general, e incorporan al mismo tiempo su propia cultura. ¿Es esto nuevo? La mayoría de los países europeos son mucho más mestizos de lo que les gustaría admitir, como consecuencia de capas sucesivas de invasión extranjera. Si nos atenemos a Francia, conviene recordar que el protocolo de la corte de Luis XIV, que tanto ha influido en las costumbres hasta nuestros días, fue importado inicialmente de España. Y que la cocina francesa es en realidad de origen italiano. La pieza musical clásica más famosa de la tradición francesa es el «Bolero» de Ravel, un préstamo directo de la música española.

Las oleadas migratorias más recientes no cuestionan básicamente esta tradición liberal, que vincula la inmigración con la asimilación. Los africanos y los magrebíes introducen así en toda Europa costumbres, música, cocina y vocabulario, que se mezclan con las tradiciones anteriores. Una vez más, los conservadores iliberales objetarán que existe una diferencia de naturaleza y de cultura entre estos nuevos inmigrantes y los antiguos. Esto es totalmente inexacto. Si queremos profundizar en la historia de Francia, a finales del siglo XIX y principios del XX, los españoles, los portugueses, los italianos, los polacos y los judíos fueron muy mal recibidos por ser totalmente exóticos, no completamente blancos, y no suficientemente cristianos al estilo francés. Además, al temer o fingir temer la diferencia entre la antigua y la nueva inmigración, se subestima la capacidad de la sociedad francesa (y de otras en Europa y en Estados Unidos) para asimilar las últimas oleadas. El mejor ejemplo es el del islam en Francia: la mitad de las mujeres francesas de origen árabe-musulmán se casan con no musulmanes. Sus hijos serán probablemente tan laicos como, tradicionalmente, el resto de la nación.

Todo lo que hemos escrito aquí sobre Francia es aplicable a Estados Unidos durante un periodo de tiempo más largo y para poblaciones más numerosas. En ambos casos, pero también en España, Italia, Alemania, Gran Bretaña y Suecia, la irrupción de la diversidad suscita al mismo tiempo polémica, miedo, entusiasmo entre los jóvenes y fragmentación política, ya que la diversidad se ha convertido en un tema de explotación partidista tanto por la extrema derecha como por la extrema izquierda.

De hecho, esta diversidad en Occidente, independientemente de que sea aceptada, rechazada o impugnada, está cambiando la relación entre nosotros, los occidentales, y el resto del mundo. Ya no se nos puede acusar de ser solo hombres blancos, y además cristianos; en Occidente nos hemos convertido en un espejo de la globalización. Esta diversidad que nos cambia, una metamorfosis, debería permitirnos comprender mejor a los demás. Y, ojalá, permitir que los demás nos acepten mejor. Los «otros», en cambio, a diferencia de Occidente, no están nada abiertos a este concepto de diversidad. Para el gobierno chino, el ejemplo más caricaturesco, un chino es a la vez ciudadano y obligatoriamente de raza china. Esto es cultural y biológicamente falso, pero es la norma política. Esta hostilidad a la diversidad también puede encontrarse en el mundo árabe-musulmán. En resumidas cuentas, nos sentiremos tentados de dividir nuestro universo, ya no entre un Norte global y un Sur global, ni siquiera entre democracia y autocracias, sino entre un mundo que acepta la diversidad, el nuestro, y otro mundo que la rechaza; es una hipótesis a tener en cuenta. El desenlace entre estas dos versiones contradictorias de lo que es una civilización es claramente impredecible.

Artículo publicado en el diario ABC de España

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