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Talante democrático

En un mundo en el que cada vez se sofistican más los procesos de reclutamiento de personal y suelen desarrollarse fases secuenciadas de entrevistas, pruebas psicométricas y de inteligencia, valoraciones psicológicas y test de aptitudes y habilidades blandas, no deja de ser preocupante, perturbador incluso, que para un asunto tan crucial como es la selección de las personas que ocuparán los principales cargos de responsabilidad política en un país recurramos, solamente, a votaciones populares precedidas de campañas políticas.

No lo digo para plantear un método alterno, porque no existe ninguno realmente convincente. De hecho, escribo este artículo motivado por uno escrito por Ottón Solís en La Nación, titulado “Ciencia de datos: futuro de la democracia”, que me recordó las advertencias de Éric Sadin contra la ingenua y peligrosa recepción de la mal llamada “inteligencia artificial” (que ni es inteligente ni es artificial) como una especie de nuevo oráculo algorítmico capaz de enunciar la verdad.

No, al modelo de votación popular para la elección de representantes deliberantes propuestos por agrupaciones políticas no se le ha encontrado sustituto. Únicamente para algunos altos cargos, como son las magistraturas, se han incorporado correcciones epistémicas y tecnocráticas de selección, pues, aunque siguen siendo elegidos por votación, esta no es popular, está precedida de concursos reglados y exigen mayores elementos de calificación.

Pues bien, mientras encontramos mejores formas de crear gobierno (sin delegar esa decisión en una tecnología conminatoria), podríamos concentrarnos en la cuestión, más elemental, del perfil que deben tener los altos cargos de responsabilidad pública, sean políticos o sean técnicos, en una democracia.

Son varias las condiciones deseables: sólida formación y amplios conocimientos para gestionar procesos muy complejos; integridad moral, para no dejarse seducir por las tentaciones de la corrupción (o del miedo, que muchas veces es la causa de una forma sutil de corrupción, la de las omisiones para evitarse problemas), y bondad, esa virtud que no nos exime de equivocarnos y hasta de causar daños a otros, pero sí de hacerlo dolosamente.

Espíritu democrático

No obstante, sin perjuicio de lo valiosas que pueden ser la formación, la integridad y la bondad, para ejercer cargos de alta responsabilidad pública en democracia, es fundamental, sobre todo, tener un talante democrático. Y la razón es sencilla: el ejercicio del poder en democracia somete a quienes lo ejercen a férreos condicionantes y, por eso, demanda de ellos una disposición personal adecuada a estos, una forma de ser y de ver el mundo que los habilita para “mandar” en complejísimos e inestables contextos poliárquicos.

Por ejemplo, la Sala Constitucional se ha traído abajo decisiones del TSE por considerarlas inconstitucionales. La más reciente fue la relativa a la paridad horizontal en puestos uninominales, que para la mayoría del TSE no debía exigirse a los partidos, pero para la Sala sí. En muchas otras ocasiones, ha confirmado las decisiones de la máxima autoridad electoral.

A los medios de comunicación les pasa igual. Ciertamente la Sala le dio la razón al Grupo Nación cuando este acusó que el cierre del Parque Viva era una forma del gobierno de cobrar al periódico La Nación informaciones que disgustaban a sus jerarcas, pero esa misma Sala le rechazó a una periodista del diario un recurso de amparo que presentó contra el TSE porque no le entregó, en atención al velo de confidencialidad que cubre las investigaciones preliminares, información sobre cinco cuentas bancarias vinculadas al fideicomiso Costa Rica Próspera.

Cuando es el TSE el que actúa como juez pasa parecido. A pesar de las buenas relaciones que mantiene con los medios de comunicación, consciente del incalculable valor de la prensa libre en democracia, condenó en amparo a Teletica y Repretel porque no le pasaron un anuncio televisivo de campaña al Frente Amplio. La misma agrupación política a la que el TSE le impidió desconocer la designación de un candidato a diputado, ya escogido en sus asambleas internas, cuando esa decisión empezó a criticárseles por el pasado de violencia de género del postulado.

En realidad, eso ocurre, en general, con los órganos de control. Limitan la voluntad de hacer cosas de otros, públicos o privados. Hace poco, en Hablando claro, el expresidente Alvarado expresaba la frustración que experimentó cuando, tras mucho trabajo invertido en ello, la Contraloría General de la República les frenó la Red Educativa del Bicentenario.

Al gobierno del expresidente Arias, el Tribunal Contencioso-Administrativo le abortó el proyecto minero de Crucitas, y así podría seguirse con una larguísima lista de ocasiones en las que presidentes de todos los partidos políticos han recibido un sonoro no que les ha impedido hacer lo que pretendían hacer.

Democracias liberales

Eso a nadie le gusta. Por naturaleza, nada nos place más que hacer nuestra voluntad y a todos nos molesta que nos digan que no podemos hacer algo que queremos hacer o que creemos tener el derecho de hacer, pero así es la vida en sociedad y así es el ejercicio del poder en democracia.

En democracia nadie puede hacer lo que quiera. Y eso se debe a que nuestras democracias no son democracias sin más, son democracias liberales, en las que nadie, ni el presidente, ni los diputados, ni el Poder Judicial, ni el TSE, pueden hacer lo que deseen. Es más, ni siquiera el pueblo (o, menos rimbombante, el electorado, que nunca es todo el pueblo) puede hacer cualquier cosa. Ni en Costa Rica ni en ninguna nación del mundo civilizado.

La razón es sencilla: en democracia el poder está limitado. Todos los poderes, incluido el de los electores. Es así porque, tras muchísimo sufrimiento y trágicas experiencias, hemos aprendido que limitar al poder es la única garantía de la libertad. De mi libertad y de la de usted que me lee.

Por eso, renunciar a los controles y la limitación del poder es el camino de la servidumbre y del abuso. Por eso, en democracia, no elegimos führers, duces, ni ungidos, sino funcionarios, simples servidores públicos conscientes de lo acotadas que son temporal y materialmente sus potestades, por estar sometidos, más que nadie, al principio de legalidad y a los órganos de control.

Sometidos, además, al cuestionamiento y crítica de la prensa, órgano de control por excelencia de la sociedad civil, de lo que pueden dar fe todos los presidentes que ha tenido Costa Rica, quienes, sin excepción, han sobrellevado la presión de gobernar bajo el escrutinio de un periodismo sin miedo.

Como si eso fuera poco, el representante popular en democracia debe congeniar con políticos que, a pesar de rivalizar con él, no son un ápice menos representantes del pueblo que él, porque, aunque el discurso populista pretenda ocultarlo, el corazón de la democracia no es la voluntad del pueblo, sino su pluralidad irreductible. Pluralidad que también es de los valores, de los intereses y los objetivos que deben ser reconciliados. Por eso siempre, salvo que se aspire al autoritarismo, la acción política implica transigir.

Diferencia entre el político y el aficionado

Ahí, lo reconozco, nuestras democracias actuales, insertas en ecosistemas mediáticos digitales prácticamente desregulados, enfrentan un seriecísimo problema: la estructura de personalidad y carácter impositivo, asociada a las concepciones patriarcales de autoridad y bravura, usualmente tendentes a la temeridad y el arrojo, resultan hoy especialmente potables en las campañas como acontecimientos comunicacionales y, por ende, en la competencia electoral.

Para decirlo de manera sencilla: esas voluntades ebrias de sí mismas, esos volcanes de testosterona y cortisol, son buenísimos para ganar elecciones, pero pésimos para gobernar en democracia.

La idiosincrasia personal óptima para desempeñar con eficacia altos cargos públicos en una democracia, de representación popular o no, se caracteriza, por el contrario, por la prudencia, la sensatez, la mesura, la flexibilidad, la vocación dialógica, la altura para rectificar y la resiliencia para encajar derrotas y continuar sin albergar rencores. Personas habituadas al autocontrol de sus emociones, capaces de asumir el natural antagonismo social sin aspirar a suprimir el conflicto, sino a canalizarlo mediante cauces institucionales. Por eso, para Weber, “la fuerte doma del alma caracteriza al político” y “lo distingue del mero aficionado”. Egos pequeños, o bien embridados, y una inclinación a priorizar los objetivos colectivos de largo plazo por encima del orgullo personal inmediato.

Solo ese modo psíquico de ser habilita a los individuos para la negociación entre distintos valores, intereses contrapuestos y opiniones encontradas, sin ofuscarse por considerarlas obstáculos para sus causas justas, insultos a su idealismo personal o lastres a la eficacia de sus grandes proyectos, por propender a los acuerdos intermedios en desmedro de los diseños globales.

De hecho, en el discurso antipolítica, que imagina un inexistente pueblo homogéneo, unánime en sus convicciones y luchas, el aspecto de la política que más rechazo provoca es la negociación.

Hay una renuencia a aceptar que, como dice Daniel Innerarity, “todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, implican una cierta forma de claudicación”. Por eso, para ejercer cargos de alta responsabilidad pública en democracia, es imprescindible la madurez para “dar por bueno lo que no satisface completamente las propias aspiraciones”, “respetar los propios límites” y aprender a gestionar la frustración. En democracia “nadie consigue lo que quiere, lo cual es, por cierto, una de las grandes conquistas de la democracia”.

tavoroman@gmail.com

El autor es abogado.

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