El repudio en las calles, por Maritza Espinoza
No deja de ser simbólico que, en menos de una semana, dos altas funcionarias del estado peruano (la presidente de la República y una congresista, nada menos) se hayan “comunicado” con el pueblo de maneras, digamos, poco protocolares. La una, mentándole la madre a un transeúnte que la llamó “corrupta” y, la otra, mostrándole el dedo medio a los parroquianos del bar La noche, de Barranco, que le expresaban su rechazo a grito pelado.
De la mentada de madre, todo se ha dicho. No hay ofensa peor en el catálogo universal de la injuria, sea cual sea el idioma en el que se pronuncie. La apelación a la progenitora en medio de una confrontación, todos lo saben, no es precisamente un saludito cariñoso, sino otra manera, la más ruda, de llamarte “hijo de puta”. La dureza de la expresión contrasta, por cierto, con las maneras modositas que suele exhibir la mandataria en el día a día. Y podría decirse mucho, también, sobre el significado subconsciente de que, un día, Boluarte diga que es “la mamá” de los peruanos y, otro, nos miente a esa “mamá” de la manera más grosera que existe. ¿Autoflagelación inconsciente? Trabajo para los siquiatras.
Pero el dedo de Patricia Chirinos es aún más significativo, porque es, desde antiguo, un gesto fálico por excelencia. El antropólogo Desmond Morris, autor del best seller El mono desnudo, explica que el dedo elevado en el aire y los otros dedos doblados representan claramente un pene y los testículos. “Es decir, es un falo que le estás ofreciendo a la gente, lo cual es una exhibición muy primitiva”, agrega el antropólogo en declaraciones a la BBC de hace unos años. Para decirlo de otro modo, si le muestras el dedo medio a alguien, estás amenazándolo con una penetración, oferta más que absurda tratándose de una mujer, como es el caso de la congresista. ¿O tal vez no tanto?
Pero estos dos gestos grotescos exhibidos por mujeres con muchísimo poder y no poca capacidad de respuesta violenta (sólo véanse las muertes en las protestas y las actuaciones agresivas, esas sí, de los colectivos popularmente denominados como La Pestilencia) han querido ser mostrados por sus partidarios como un seña de indefensión ante lo que ellos califican de agresión extrema: el abucheo bullicioso de parte de ciudadanos que rechazan, en ambos casos, la actuación política y el rol público de las presuntas agraviadas.
El debate que se ha desatado en las redes sociales ha sido feroz, pues del otro lado está la gente -una mayoría- que defiende a los abucheadores y su derecho ciudadano a expresar su rechazo a una autoridad, sobre todo cuando esta comete abusos y excesos al amparo de una impunidad nacida en el manejo ilegítimo de la fuerza y de las leyes.
Basta ver las encuestas para darse cuenta que la indignación de la ciudadanía con quienes nos gobiernan ha alcanzado límites nunca vistos. Dina Boluarte bate récords de impopularidad presidencial a nivel continental y el Congreso, representado en Chirinos, no le va a la saga. Sin embargo, pese a las cifras que los desfavorecen, ellos siguen, sordos al clamor popular, desmantelando el país, atropellando instituciones, masacrando la Constitución y preparando su permanencia ilimitada en el poder a vista y paciencia de todo el mundo.
¿Cómo podría la ciudadanía expresar su disconformidad de manera formal, si ni siquiera hay una certeza respecto de las próximas elecciones, momento en que podrán ser por fin defenestrados por la fuerza de los votos? ¿Cuál es el castigo que puede imponerse a autoridades que actúan en su propio beneficio e ignoran la opinión expresada en las encuestas? ¿Puede pedirse a la gente que se aguante la frustración y los trate con manitos de seda?
Una ciudadanía sin ninguna válvula de escape sólo tiene el abucheo, la pifia y el grito de repudio para expresar su descontento. Y los de Boluarte y Chirinos ni siquiera son casos únicos. Hace mucho que la indignación se ha trasladado a las calles en todo el país. La misma Dina sufrió, hace unos meses, un jalón de pelos en Ayacucho de parte de familiares de las víctimas de las masacres de diciembre del 2022. Otros congresistas, entre ellos Waldemar Cerrón, María Agüero, María del Carmen Alva, Nieves Limachi, Oscar Zea, Karol Paredes, Cheryl Trigoso, han sentido en carne propia, y sin distinción de colores políticos, la expresión del rechazo popular en diversos lugares.
Y esa expresión es legítima, como lo señala Amnesty international en un artículo que reza: “La libertad de expresión abarca toda clase de ideas, incluidas aquellas que puedan considerarse profundamente ofensivas”. Esto excluye, por cierto, las agresiones físicas, como el jalón de pelos a Boluarte o el vaso de cerveza arrojado a Chirinos, actos excepcionales que deben ser sancionados.
Pero, digan lo que digan los partidarios de Boluarte y Chirinos (más que nada tuits de trols plagados de expresiones mucho más duras que las que ellas recibieron), el abucheo en voz alta es el último reducto de la protesta ciudadana y seguirá expresándose en cualquier espacio que estos personajes se atrevan a pisar, ya sea cuando acudan a actos públicos, o cuando simulen cumplir con sus semanas de representación, o cuando, simplemente, tengan la mala suerte de cruzarse con un ciudadano indignado.
En vista del total despotismo con el que actúan, esa es la única consecuencia concreta que podemos hacerles sentir por sus actos: abuchearlos hasta dejarlos acorralados en las burbujas en las que viven de espaldas al sentir popular. Porque, señores, la calle todavía es nuestra. Y, como tal, es el territorio minado al que será mejor que no se atrevan a asomar.