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Desconocimiento, rigor académico y fascismo

Con inusitada frecuencia, se lee en los medios y redes sociales expresiones del comunismo y sus adláteres -la izquierda boba o de salón y caviar, la izquierda impostora, los estalinistas del populismo y los ”idiotas latinoamericanos” de Plinio Apuleyo Mendoza- destinadas a calificar como fascista a todo aquel que se permita disentir de su perverso pensamiento marxista o seudomarxista.

Andrés Manuel López Obrador, en México, y Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina, han utilizado el calificativo fascista para describir a sus críticos y opositores políticos; y en España, Pedro Sánchez ha advertido sobre un resurgimiento del fascismo en Europa y ha manipulado el término para supuestamente alertar sobre lo que considera tendencias autoritarias y antidemocráticas en algunos sectores de la política hispana, y en sintonía con Pablo Iglesias, ha utilizado el vocablo para referirse a sus contrincantes, especialmente a Vox.

En Venezuela, la fracción gobernante en repetidas ocasiones ha tildado de fascistas a sus adversarios políticos, tanto internos como externos, incluidos Trump y Bolsonaro; y es común que lancen diatribas en las que etiquetan a los disidentes como fascistas.

Parece, entonces, que para ese sector solo existen dos posiciones definidas: la correcta, representada por la sedicente izquierda y sus seguidores, y la incorrecta, etiquetada como fascista, compuesta por quienes disienten del pensamiento «progre». Sin embargo, interpretar las cosas de este modo demuestra una profunda conexión entre el desconocimiento y el mal uso del término fascista, o fascismo.

Ante estas circunstancias, expondré algunas nociones acerca del fascismo. Procuraré ser conciso en la explicación, ya que una excesiva simplificación podría banalizar los horrores y las lecciones históricas del fascismo real, tal como Hannah Arendt advirtió sobre la banalidad del mal.

Históricamente, el fascismo vio la luz en Italia, en 1919, en medio de las crisis sociales, económicas y políticas que se plantearon en Europa con posterioridad a la Gran Guerra. Su fundador fue Benito Mussolini, quien fundó los Fasci Italiani di Combattimento, cuyo  objetivo era revivir el nacionalismo y establecer un estado fuerte y centralizado para enfrentar las debilidades percibidas en la democracia liberal y el socialismo, aplicando la violencia y la intimidación, para lo cual se valían de  los «camicie nere«, que eran los miembros de las «Squadre d’Azione» del Partido Nacional Fascista -una transformación del  Fasci Italiani di Combattimento-, quienes vestían camisas de color negro como parte de su uniforme. Fue su acción tan exitosa que, en 1922, el rey de Italia Vittorio Emanuele III, designó a  Mussolini  Primer Ministro, cargo que ejerció hasta 1943.

En la misma época, en Alemania, Adolf Hitler, líder del Partido Nacionalsocialista Alemán (NSDAP), estableció el Tercer Reich, un régimen totalitario con la particularidad de centrarse en el racismo extremo y el antisemitismo, pero compartiendo muchas similitudes con el fascismo mussoliniano, como el ultranacionalismo, el militarismo y la dictadura de un solo partido.

Otro gobernante a quien se considera fascista fue Francisco Franco, por haber presidido un régimen que contó con el apoyo de la Falange, un partido político de esa ideología, fundado en España en 1933 por José Antonio Primo de Rivera y que, durante la dictadura, se convirtió en el partido único del régimen.

El fascismo se caracteriza por promover un sistema político autoritario y nacionalista en el que prevalezca la supremacía del Estado sobre el individuo; se fundamente en principios como el nacionalismo extremo, la militarización de la sociedad, el rechazo a la democracia liberal, el corporativismo y la centralización del poder; y enfatice la importancia de la acción directa y la violencia como instrumentos para alcanzar sus objetivos políticos.

En materia electoral, el fascismo considera necesario hacer creer que respeta el derecho del ciudadano a ejercer el voto en elecciones. A tal efecto, controlando al árbitro electoral, facilita la celebración de comicios alejados de los principios de libertad y competitividad, e impone sus reglas para asegurar el resultado de las elecciones, incluyendo el fraude cuando sea necesario. A título de ejemplo, en las elecciones italianas de 1924, el Partido Nacional Fascista utilizó tácticas de intimidación y violencia para obtener una mayoría parlamentaria. Posteriormente, en 1928, el régimen cambió la ley electoral para que solo una lista aprobada por el Gran Consejo Fascista pudiera ser votada, eliminando cualquier verdadera competencia electoral: Permanecer en el poder es su único objetivo, incluso despreciando la voluntad popular.

Desde el punto de vista jurídico, el fascismo concibe un modelo legal a su medida, rechaza la separación de poderes y la existencia de instituciones independientes que puedan limitar la autoridad de su máximo líder y promueve la supresión de los derechos fundamentales y la imposición de la voluntad del líder y su partido sobre el estado de derecho.

Por otra parte, ese modelo legal conlleva un sistema corporativista en el que los intereses del estado, de los sindicatos y de los empresarios son fusionados bajo el control del gobierno para evitar conflictos de clase y promover la unidad nacional.

Esas son, en líneas generales, las características del fascismo y las políticas que preconiza, todas ellas destinadas a acabar con cualquier vestigio de libertad y de democracia.

En cuanto a calificar como fascista a los disidentes, hay que decir que con ello sólo se puede negar el auténtico significado del fascismo y la gravedad histórica que lleva consigo, pues no todo autoritarismo o nacionalismo es fascismo y, en consecuencia, el uso del término para descalificar a los oponentes no sólo puede obstruir el diálogo y la comprensión mutua y fomentar la polarización y la demonización de los adversarios, sino que, cuando se emplea de manera generalizada sin tener en cuenta sus características esenciales y su contexto histórico, se revela una falta de información y de profundidad académica, aparte de que su uso sensacionalista o exagerado contribuye a la desinformación, enfocando el discurso en etiquetas despectivas y desviando la atención de los argumentos sustanciales.

Conocer y comprender el verdadero significado del fascismo es esencial para su uso en el mundo de la política y en posiciones antagónicas. Solo así se evita la trivialización de términos que aluden a capítulos oscuros de la historia que las sociedades civilizadas no desean repetir.

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