Las lecciones de Calais
EL enorme campamento de inmigrantes bautizado como La Jungla de Calais fue desmantelado en 2016 por las autoridades francesas, pero el problema sigue allí. Diluido y difuminado entre Boulogne-Sur-Mer y Dunquerque, miles de inmigrantes, muchos de ellos refugiados, son el testimonio de que sobra hipocresía a la hora de abordar este problema y que el Pacto de Migración y Asilo , acordado por la Unión Europea, es un instrumento insuficiente y engañoso. El estallido de violencia antiinmigrante que ha vivido el Reino Unido en los últimos días es una advertencia de que seguir parcheando el asunto sólo supone comprar un billete hacia la anomia social. Parece que el primer ministro laborista, Keir Starmer, ha tenido éxito a la hora de responder a su primer gran desafío. Su estrategia ha sido aplicar de forma acelerada el manual: reforzamiento policial, respaldo sin fisuras a la actuación de las fuerzas de seguridad, juicios con condenas rápidas y exposición pública de los transgresores, marcando con un 'me gusta' a los arrepentidos y denigrando a los empecinados. El Gobierno sabe, sin embargo, que la xenofobia y la agitación en las redes sociales, donde mantiene una diatriba abierta con el dueño de X (antes Twitter) Elon Musk, no son el fondo del asunto. Lo ocurrido se asienta sobre desigualdades y agravios largamente alimentados. Hasta finales del siglo pasado, se podía decir que el Reino Unido era la sociedad multicultural más exitosa de Occidente. El fenómeno era parte de su legado imperial cuando llegó a regir una cuarta parte de la población mundial y una quinta parte de los territorios. Desde entonces, el país ha evolucionado a una sociedad balcanizada y de baja confianza social. El deterioro de la autoridad, la sustitución de la coerción por el consentimiento, la pérdida de eficacia policial en la represión de robos o delitos con arma blanca asociados al tráfico de drogas y la sobreprotección de ciertas minorías que es percibida como una pasarela a la impunidad, son elementos importantes de esa pérdida de confianza. El resultado es que ha surgido un amplio grupo de 'habitantes viejos' de Inglaterra –o que habían asimilado sus valores– que son más postergados sociales que militantes de extrema derecha. La antigua clase trabajadora lleva tres generaciones padeciendo la decadencia posindustrial y el asistencialismo. Los partidos políticos, que en su día fueron los defensores de los viejos valores, los han abandonado en favor de un estilo de vida liberal y del voto de las minorías. Estos agravios forman parte del problema real que tanto el Reino Unido como el resto de países europeos deben afrontar. Starmer ha dado un paso importantísimo, pero Calais es un recordatorio de anteriores malas decisiones, desde el Bréxit hasta la idea de subcontratar a Ruanda la atención de sus inmigrantes. Calais es para el Reino Unido lo que el monte Gurugú para Melilla con los subsaharianos que quieren cruzar a España o el estrecho de Oresund para los que quieren llegar a Suecia o Finlandia. Curiosamente, tanto las oenegés como cualquier político que haya analizado mínimamente el problema saben que una medida imprescindible es acabar con la inmigración ilegal. «Hay que establecer vías legales para los solicitantes de protección internacional. No se pueden admitir estos métodos de paso de fronteras donde solo ganan unos: los traficantes», dicen las organizaciones humanitarias de Calais. Es probable que Europa deba asumir que, con la baja natalidad que hemos elegido, se tenga que producir un efecto sustitución ya que no se pueden poner puertas al campo, pero si la población percibe que se hace por métodos irregulares o basados en la impunidad legal, nada sólido se construirá desde ahí.