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El país del “como si”, por Jorge Bruce

Para los psicoanalistas, la personalidad “como si” describe un patrón de comportamiento en el que alguien imita los afectos, actitudes y conductas de los demás, sin un sentido genuino de identidad o conexión emocional interna. Un ejemplo extremo de esto es el célebre personaje Zelig, de la película homónima de Woody Allen. A menudo los comentaristas de la actualidad política se han referido a esta carencia de contenido real en la actuación de nuestros gobernantes de hoy. La presidenta hace “como si” gobernara, los parlamentarios hacen “como si” la fiscalizaran, el Tribunal Constitucional hace “como si” protegiera la Constitución, etcétera.

A tenor de las encuestas que arrojan una bajísima aprobación de estos encumbrados políticos, es evidente que la representación a lo Zelig es un fracaso rotundo. La inmensa mayoría del país se da cuenta de la pobre actuación de estos actores improvisados, y advierte el verdadero objetivo tras bambalinas: enriquecerse, protegerse unos a otros y cumplir con las mafias que los gobiernan a ellos y, en consecuencia, a todos nosotros, los ciudadanos de a pie. Están ganando tiempo hasta el 2026, con la esperanza de –para entonces– haber controlado todos los organismos electorales y poder colocar en el poder al candidato que les convenga. Si Dina Boluarte los convocó a palacio medir la temperatura política, el mercurio ya le informó, a través del rechazo de dos bancadas a asistir, que la fiebre está subiendo. Cada vez la necesitan menos, es el memo que le han dado.

El gran teatro del mundo, el auto sacramental de Calderón de la Barca del siglo XVII, permite comprender que los personajes de la pieza nos incluyen a todos. La idea no es nueva, pues se trata de un tópico literario que remonta a la antigüedad clásica de Occidente. De hecho, en Lima, Luis Peirano dirigió la pieza de Calderón en la plaza de Armas, recurriendo a una serie de personas que no eran actores profesionales para encarnar diferentes personajes de la tragedia y comedia de la vida. Lo hizo en más de una oportunidad, cada vez con un lleno total.

Sin embargo, a lo que asistimos en estos tiempos en el Perú no es a una representación que promueva la reflexión y la catarsis. Por el contrario, lo que vemos y sentimos es una pésima caracterización de lo que debería ser un Gobierno con separación de poderes. Escuchar a los dirigentes de las representaciones parlamentarias a la salida de Palacio de Gobierno, adonde acudieron ante una repentina invitación de la presidenta Boluarte, sin agenda alguna, refuerza la sensación de estar encadenados a unas butacas, mientras en el escenario se repite una y otra vez la misma pantomima sin gracia ni profundidad. En suma, un espectáculo grotesco y carente de contenido.

Mientras tanto, la inseguridad prolifera y es lo contrario del “como si”. Cuando te asaltan o te esquilman las cuentas bancarias tras haberte arrebatado el celular en plena calle y a la luz del día, no hay “como si” que valga. Lo mismo ocurre con las violaciones a niñas y el hambre de muchas familias. Los ministros respectivos intentan negarlo con declaraciones disociadas e insultantes a la inteligencia de los peruanos, que no hacen más que agravar la sensación de abandono y penuria de las víctimas. Desde la tristísima declaración de las “prácticas culturales”, hasta la afirmación tajante de que en el Perú no se pasa hambre (pronunciada por un ministro de lo “demuestra” diciendo que él omite cenar), se intensifica la sensación de estar obligados a presenciar una retahíla de mentiras. Pues no es ficción, en donde, como en el teatro de calidad, todos aceptamos la premisa para disfrutar de la obra. Aquí tenemos que soportar estos reiterados ultrajes a la verdad, los cuales se asemejan como dos gotas de agua a los comportamientos dictatoriales.
Es lo que estamos viendo en Venezuela, en donde el dictador Maduro comete un fraude monumental para atornillarse al poder, a vista y paciencia de todo el mundo. Es penoso que una parte de la izquierda peruana haga la vista gorda porque no les gusta que las elecciones venezolanas las haya ganado y, por muchos votos, una coalición liderada por personajes de la derecha. Al hacerlo, tal como los presidentes Petro de Colombia y AMLO de México, se convierten en extras de esa puesta en escena del “como si”. Hago como si hubiera ganado el voto popular y ustedes hacen como si fuera cierto. En suma, todos somos parte, por insignificante que sea, de esa tragedia.

Entonces, ¿cuál es nuestro papel en la representación de la tragicomedia peruana?

El ser espectadores no nos exime de responsabilidad. Quien asiste al teatro o lee una novela, le aporta su propia interpretación y reacciones emocionales las cuales pueden tener la cualidad de transformar, en mayor o menor medida, tu vida. Al estar inmersos, obligados a interactuar –aunque no lo sepamos– con estos intérpretes que apenas disimulan sus verdaderos intereses corruptos, somos parte de la función. Malísima, pero función al fin.

Se ha hablado mucho de la apatía de los peruanos y las explicaciones de este comportamiento. Apatía, parálisis, no significa inmovilidad emocional. Desde la voluntad de huir hasta la de no saber, expresan reacciones de un organismo social que se siente atrapado y sometido a una angustia inmanejable, así como duelos no procesados. Muy probablemente, esto encubre una cólera dirigida contra nosotros mismos por no poder hacer nada al respecto. El miedo a la represión violenta es una parte del problema, sin duda. Pero Freud nos enseñó que el síntoma es multideterminado. Nadie sabe cuándo termina esta pieza, pero es tan mediocre que en cualquier momento podría implosionar.

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