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Para salir del atraco, por Hernán Chaparro

Diversos artículos periodísticos han señalado una contradicción entre el rechazo hacia el Congreso o hacia la gestión del Ejecutivo y la ausencia de protestas en la calle. Dicho de otro modo, la oposición entre una actitud muy negativa hacia los actores señalados y un comportamiento que no responde a dicha actitud. La psicología social, desde sus inicios como disciplina, ha buscado responder a esa interrogante: ¿por qué no actuamos de acuerdo con lo que sentimos o creemos?

En algún momento se pensó que había una relación directa entre actitudes y comportamiento. Pero cuando hablamos de actitudes, nos referimos a un sistema de creencias asociadas a ciertos afectos que nos disponen, nos determinan, a realizar algún tipo de comportamiento. Una lectura mecanicista de lo señalado ha llevado a que algunos crean que si, por ejemplo, uno tiene una actitud negativa hacia un candidato político, no debería votar por él. Pero el accionar humano no es mecánico. Por ejemplo, cuando en el 2006 se enfrentaron, en segunda vuelta, Alan García y Ollanta Humala, muchos dudaron inicialmente en votar por el candidato aprista debido al recuerdo de su primer gobierno.

Sin embargo, el candidato de Alfonso Ugarte se las ingenió para conectar con la demanda de cambio del momento (habló de un cambio responsable) y, consciente del rechazo que muchos tenían hacia su segunda presidencia, y con la ayuda de la performance del mismo Humala, logró que el candidato nacionalista fuese visto como el representante del chavismo en el Perú. La gente votó por García a pesar de tener una actitud negativa hacia él. La actitud hacia Humala terminó siendo más negativa.

La protesta es una de las formas en que se expresa la acción colectiva. Se han desarrollado diversos enfoques para estudiar este proceso. Algunos dan un mayor peso a variables del entorno. En ese sentido, se señala la importancia de los recursos con que se cuenta (tiempo, dinero, organización, etc.) o de la importancia de la situación (el contexto político, social y/o económico), que llevan a que aumente la posibilidad de una protesta. Otras miradas ponen énfasis en el rol de lo subjetivo, que es lo que acá nos interesa destacar. De esta manera, está la teoría de los nuevos movimientos sociales que resalta la cultura de un colectivo en la acción social y política, también está la teoría de los marcos interpretativos culturales que se centra en cómo los movimientos sociales utilizan marcos discursivos para construir narrativas persuasivas y movilizar a potenciales participantes hacia una causa común; y la teoría de la identidad social que se centra en cómo la identificación con determinados grupos de pertenencia (sentirse parte de un colectivo, comunidad, etc.) influye en la participación en acciones conjuntas.

Es importante resaltar el rol que juegan las identidades en todo el proceso de activación de la acción colectiva. Si bien no es la única variable subjetiva, y hay aspectos del entorno que se deben tener en cuenta (recursos y oportunidades), el rol de las identidades grupales es fundamental al momento de entender cómo las personas interpretan una situación y la oportunidad de protesta. Hace pocos días, el psicólogo social Jorge Yamamoto señalaba, en una entrevista a un medio local, que uno de los elementos en común de las protestas en el sur, las pifias a la ministra de Cultura y el abucheo a la congresista Chirinos era que, en todos esos casos, los que actuaban sentían que eran parte de un mismo colectivo. La importancia de esto último se puede ver cuando se habla del rol que puede estar jugando el miedo a la represión, en la falta de motivación por salir a protestar. El temor a la represión puede ser un factor que inhiba, pero diversos estudios muestran que la percepción de represión por parte de las fuerzas del orden, si las personas se perciben como parte de un movimiento capaz de influir, genera más activismo. Pero esa idea no está presente.

Para una acción mayor y sostenida, el referente identitario tiene que ser más amplio y motivador, y eso es lo que hoy no existe o es débil. Una identidad colectiva no solo puede ayudar en la percepción de eficacia, sino que dota de sentido a la acción. Muchos no se conectan porque, a pesar de su rechazo a la oferta actual, no ven que haya alternativas a la situación que se vive. ¿Qué se vayan para que venga quién?, piensan muchos. La actitud de rechazo hacia los políticos de hoy convive con la actitud negativa con relación a la existencia de alternativas. Y en este proceso, la identidad y los liderazgos importan. Así como en la economía los grupos o la acción ilegal han ido ganando terreno a costa de corromper a diversos actores del sector público, en la política (sin duda, financiados por la acción ilegal) esos son los actores que han convertido la cobertura de asuntos públicos en una crónica judicial. Y no se ve mucho más.

Las elecciones del 2026 están para elegir gobernantes, pero también se debe ver como una posibilidad donde el accionar de los nuevos partidos o de quienes aspiran a asumir roles de liderazgo apunte a desarrollar o reconstruir una narrativa que sirva de eje articulador para esa gran mayoría que, autopercibiéndose de izquierda o derecha, siente un inmenso rechazo por todo lo que ve de reojo en la escena pública, pero que siente que no hay alternativas. El 2026 no solo es un reto para ganar votos, será muy importante, pero también será un desafío para construir voluntades y liderazgos que reorienten nuestra agenda. Estamos atracados en el desánimo y la amargura. Se necesita salir de esa lógica y la campaña electoral puede ser, también, una oportunidad para ello. El atraco no solo ha sido a los bolsillos.

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