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José Carlos Llop: «Hay un anuncio de cerveza que es absolutamente responsable del desmadre costero del Mediterráneo»

Abc.es 
José Carlos Llop (Palma, 1956) tiene un punto de dandi y otro de eremita. Es un hombre de placeres concretos y refinados, un viajero de salón, un lector más de apetito que de hambre. Vive en Mallorca, la misma isla en la que nació, la misma isla que lo ha visto escribir y envejecer. Acaba de publicar 'Si una mañana de verano, un viajero' (Alfaguara), una destilación de los treinta y tres veranos que pasó en una casa con vistas al mar. —¿Qué último recuerdo conserva de aquella casa? —Recuerdo que el último día el jardín, el pequeño jardín que tenía la casa, se llenó de pájaros como nunca antes. Recuerdo dar la vuelta a la casa para ir a recoger una cosa a la coladuría, y al doblar la esquina ver un pájaro con un insecto en el pico. Recuerdo que lo soltó, lo dejó caer, y se quedó justo delante de mí, aquí en el pecho, prácticamente, suspendido en el aire como un colibrí. Nos miramos y luego se lanzó al suelo en picado, cogió el insecto y se fue. Esa fue mi despedida. Parece inventada, pero es real. Había un temporalazo en el mar, no sé por qué los pájaros fueron al jardín, porque yo no había echado comida ni nada. O sí lo sé: tal vez fue el destino, que quiso que nos despidiéramos así. —Le dedica muchas páginas a la fauna y la flora que le rodeaba en sus veranos, con un detallismo casi científico. —Siempre he tenido un gran interés por las ciencias naturales. Releo a Humboldt y a Linneo un par de veces al año [hace una pausa]. La belleza de los insectos, para mí, es inigualable. A lo largo de mi vida he sentido verdadera pasión por algunos autores para los que los insectos han estado en el epicentro de su vida: es el caso de Nabokov con las mariposas o el caso de Jünger con los escarabajos. Qué dos animales tan distintos. Y en cambio los escarabajos también poseen una belleza magnífica. Contemplar un par de cajas de lepidópteros es como ver los ejércitos de Alejandro Magno entrando en Asia Menor. O cualquier batalla de carros blindados. Y eso, cuando no es verdad, cuando no encierra detrás la muerte de los hombres, posee una belleza muy potente. La belleza de la épica, pero sin sangre. —¿Cómo le marca a uno nacer en una isla, crecer en una isla y envejecer en una isla? —Una isla del Mediterráneo no marca, enseña. Ninguno contempla el horizonte como lo contemplamos los insulares, porque lo tenemos delante de las narices, al contrario que el continental. Pero además una isla en el Mediterráneo es una cuna de civilizaciones, de religiones, de filosofías, de literaturas. Una isla en el Mediterráneo es heredera de Judea y es heredera de lo grecolatino, y es heredera del imperio romano, todo eso ha configurado nuestra cultura. Quiero decir que una isla no es un coto cerrado. Una isla, cuando se tiene la conciencia de qué isla es y qué ha pasado a su alrededor, da una amplia cosmovisión de las cosas. Además, nuestra isla tiene un aeropuerto internacional magnífico. Siempre tienes una salida. —Sostiene que el mar ayuda a mirar dentro de uno mismo. —La contemplación del mar es una forma de meditación natural. El mar piensa a través de nosotros, como lo hace a veces el fuego, también. El fuego del hogar, de una chimenea, que excita o pone a punto el pensamiento. Así como por ejemplo Karen Blixen es una narradora de chimenea, yo me considero un narrador solar. Y dentro de lo solar está el mar. —¿Cómo lleva ahora no vivir en frente del mar? —Un insular siempre tiene el mar cerca o frente a sí. Yo sigo yendo a ese mar. —Cita a Goethe : «En 'Las afinidades selectivas' no hay línea que no haya vivido, pero ni una sola línea está escrita tal como la he vivido». —Esto es la alquimia de la literatura. No quiere decir que lo que cuentas sea mentira o sea ficción. Esto quiere decir que cuando lo vivido pasa a través del pensamiento literario se viste. Y en el fondo se enriquece porque se piensa. —¿Toda literatura nace de la experiencia? —La escritura sin vida no es. Ya puedes escribir, que si no tienes vida la literatura nace muerta. La escritura necesita de la vida como necesita de la lectura como necesita de ser escrita [otra pausa]. Pero no se falsea la realidad, o al menos yo no. ¿Por qué? Pues probablemente porque mi origen es la poesía. Yo nunca he escrito un poema que no estuviera motivado por un hecho vital, por algo que me había ocurrido. Nunca. Y eso se ha trasladado después a la prosa. Por mucha ficción que hubiera, en la cocina de esa ficción estaba la vida. Ha de ser así. Eso creo. —En los veranos que describe no hay televisión ni periódicos. Solo música, literatura y desconexión. ¿Sigue veraneando así? —Ahora estoy más conectado porque estoy más en la montaña, en un pueblo. Pero sigo sin leer los periódicos en verano. Cada vez tengo menos tiempo por delante. No quiero perder las horas en cosas que no me interesan mucho. Quiero escribir libros, quiero vivir. —¿Es más difícil huir del ruido hoy? —Cuando yo veraneaba en aquella casa eso era una rareza ya. No somos Robinson Crusoe. El turismo está funcionando desde los años cincuenta, y está funcionando como un tiro. Pero por herencia de mi padre a mí siempre me ha gustado veranear en un sitio aislado, alejado del mundo de los hombres y de las vecindades cotidianas, y allí llevar una vida casi de ermitaño. Solo tienes que sustituir los rezos por la lectura y la escritura y... —Que no es muy distinto, ¿no? Rezar de escribir. —Son parientes, son parientes [sonríe]. Y después estaba el mar, claro. Pero en los últimos años ya habían llegado las motos de agua y esas ordinarieces tan ruidosas. El aislamiento solo existía por la mañana. —Habla del atardecer como un rito antiguo, como algo casi sagrado, religioso. —Hubo un momento en la historia de la humanidad en el que unos cuantos hombres, tal vez centenares o solo decenas, vieron cómo se iba el sol sin saber si iba a regresar. No sabían si esa oscuridad que llegaba iba a ser eterna… El atardecer tiene algo de ritual de despedida, como el amanecer tiene algo de la primera mañana del mundo, aunque el atardecer implica una serenidad. Recuerdo que desde la casa se escuchaba el sonido de los platos de las terrazas lejanas preparando la cena, a veces, según de dónde venía la brisa, escuchabas ciertas palabras, ciertas cosas. Y veías el color del mar y el rizado que tenía, y esos silencios, esos sonidos, te daban la sensación de estar en el lago Tiberíades, cuando preparaban los panes y los peces. Era una sensación bíblica [suspira]. Luego se puso de moda lo de los saludos al sol y estas tonterías. La gente con el gin-tonic y la música esperando que se ponga la bola de fuego. Es como una usurpación. Han llegado los bárbaros del este y están haciendo el tonto en un lugar sagrado. —[Risas]. —Hay un anuncio de cerveza que ha hecho un daño espantoso al Mediterráneo. Ya sabes cuál es, no hace falta decirlo. Ha hecho un daño espantoso en los alquileres de las casas de verano, en copar la costa. Algunos vivíamos tranquilos sin molestar a nadie, y de repente hemos sido invadidos. Este anuncio de cerveza es absolutamente responsable del desmadre costero del Mediterráneo. Y de cosas que después acabarán pagando incluso los que van buscando el Partenón a Menorca.

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