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Editorial: El logo del Teatro Nacional

A un mes de su nombramiento en el Ministerio de Cultura, Jorge Rodríguez Vives, exministro de Comunicación, cambió el logo del Teatro Nacional en el perfil de la venerada institución en Facebook para sustituirlo por la marca de la administración Chaves, una silueta del mapa de Costa Rica en dorado y azul.

El cambio representa la sustitución de un monograma inspirado en el arte visible en los antiguos mármoles del Teatro desde hace 127 años por el logo propagandístico creado hace 10 meses por el productor audiovisual Christian Bulgarelli y su empresa Nocaut, en el marco de la polémica contratación financiada por el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) para brindar servicios de comunicación a la Casa Presidencial.

Es un vano intento de fundir la identidad del Teatro con la del gobierno de turno. Durará cuanto dure la influencia de los personeros de la administración, porque a nadie se le ocurrirá preservar, en el futuro, la suplantación del diseño inspirado en el arte embebido en el piso de mármol del vestíbulo desde la inauguración del edificio, en 1897.

El Ministerio apunta, precisamente, a la permanencia del logo en el Teatro para negar su desaparición, pero ¿quién se habría atrevido a removerlo de la primera edificación declarada símbolo arquitectónico nacional? La sustitución, en cambio, se produjo en los medios de interacción de la institución cultural con la sociedad y el mundo.

“El logo del Teatro Nacional no está siendo eliminado. Seguirá en el telón, seguirá en la infraestructura patrimonial que es el teatro; esto solo es un primer impulso a esta agenda de trabajo”, afirmó Rodríguez Vives. Mejor habría dicho que el logo no puede ser eliminado porque tiene raíces afincadas en la historia y la arquitectura del Teatro.

Esa manera de ver el símbolo apunta a la necesidad de preservarlo en todas sus manifestaciones, incluidas las electrónicas e impresas. El logo no es un residuo en mármoles, vidrios y telas después de la adopción del distintivo del gobierno (de turno, hay que insistir), sino parte de la identidad del Teatro.

La “agenda de trabajo” aludida por el ministro es un esfuerzo integrador de las diversas instituciones culturales a su cargo. “No hay 25 principados y cada uno trabaja desarticuladamente. Las instancias del sector cultural todas dependen de lo que se haga o no en el Ministerio”, afirmó.

Es una explicación poco convincente. La labor del Ministerio es integrar en una política cultural las instituciones del sector, pero eso no exige eliminar la identidad de cada una. Antes bien, se trata de entidades tan enraizadas en la vida del país que no pueden ser desligadas de sus particularidades sin el riesgo de causar pérdida al acervo cultural.

Tampoco se comprende cómo contribuye la uniformidad a “articular” el trabajo ni como lo entorpecen los supuestos “principados”. Las justificaciones del ministro revelan una intención centralizadora, más que de coordinación. Así se comprende mejor la insistencia en “hacer evidente que solo hay un Ministerio de Cultura” y el implícito reproche a los “principados”.

Pero la gestión cultural rara vez se beneficia de la centralización y el control, sobre todo cuando la conexión con la gestión política resulta tan obvia. Esa realidad, y el respeto a la historia, impiden contemplar la sustitución del símbolo como un accidente sin importancia. No es cuestión de un diseño, sino de estilo de administración, comprensión de las delicadas tareas asignadas a la cartera y su función de estímulo del desarrollo cultural.

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