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Ese espejo sin nadie: La palpitante llama de la literatura de Hugo Rivas

Noche fragmentada

Se fragmenta, en la profunda noche de 1984, el espejo que esplende sus llamas con la luz de tungsteno de la habitación josefina, afuera de la cual arrecia una lluvia interminable. La escisión no deja caer esquirlas, porque el espejo permanece pegado a la argamasa del marco; se forma allí una telaraña de apariencias, se cuece el aristado mundo del personaje que, embrutecido de soledad y de alcohol, ve separarse el pasado inmediato a punta de rayas y de triángulos escalenos de variable monstruosidad.

Se repite, en son de rito: “Prefiero seguir siendo un mantenido, andar sin un cinco en la bolsa, pero conservar mi libertad, ¿no?, mi posibilidad de una vida ancha y natural, porque yo pienso irme (...), irme bien lejos, al monte, a la montaña, a vivir cerca del mar”. Mueve la cabeza y se ve aparecer en aquellas mesas de Chelles, rodeado por la orla de magnífica madera que ahora, en 2024, no es raro que sea estopa de muertos y de dientes de bicho que la han convertido en esponja y en no más que pasado. Ve las luces amarillentas de la última noche josefina, el reflejo en la distancia del plano que hacia el norte conducirá hacia el Morazán o el corto camino hacia el sur que le permitirá cruzar lo que hoy llamamos Barrio Chino, pero que sabemos que no es sino la última cobertura geológica de aquel transitable y entrañable Paseo de los Estudiantes. Ahí está entera la geografía de la narrativa rivasiana, en el discreto centro de la ciudad de divagantes noctívagos.

Apreciaciones y lecturas

Emilia Mora, en La República (año 1993, comentario que encontró eco en la contraportada de Cambios de otoño), señalaba que “el escritor Hugo Rivas intenta atacar directamente lo convencional, lo establecido, aunque para algunos puede resultar objeto de escándalo farisaico, pero en algún grado también logre despertar la conciencia crítica casi muerta entre los lectores de esta parte del mundo”. Nos preguntamos, auténticamente curiosos: ¿cuál es la convención a la que Rivas ataca, el establecimiento en el que hunde sus huestes?, ¿cuál escándalo farisaico magnificaba con sus palabras, el autor de una obra desperdigada aquí y allá, borboteante, surgiente apenas? Y en cuanto a la conciencia crítica: ¿era la literatura de su tiempo (y del nuestro, sin duda) solo un estamento más de nuestro imaginario dormido, acomodado a las formas usuales, afecto a la mansedumbre de la historia y el tema? Lanzo las preguntas sin pretender una respuesta; las narraciones de Rivas, ellas mismas y solo ellas, atestiguan y prueban una imaginación desbordante, un preciosismo cincelado en la minucia y el rito, una técnica armada con “viejas clases de lingüística, de estructuralismo, de conversaciones literarias en las cafeterías de la Universidad...”.

Benedicto Víquez Guzmán, fallecido hace algunos años, escribió: “Es una muchachada casi sin personalidad, vacía, sin proyectos, desraizada, sin identidad, al garete, sin nada a qué asirse, huérfana, no sólo de padres que se convierten en corruptos, egoístas, coléricos, violentos y que no les importa el futuro de sus hijos, sino de sus propios beneficios y placeres”; allí donde unos entienden el idilio de la vida retirada, otros enfatizan en el desarraigo de la vida sin proyectos. Llama la atención la palabra con la que se describe la obra de Rivas en esa instancia: profética. ¿Cuál profecía barruntaba, pues, Rivas, en esa novela de espectros (me refiero a Esa orilla sin nadie) citadinos y desaparecidos corruptos? ¿Se prefiguraba, acaso, allí, la larguísima tarde del acceso al poder desmedido que esgrime la ristra de prebendas y billetes por debajo de la mesa, que ahora vuelca sus huestes contra nosotros, todos los días, por doquier? Eso nos importaría si en Rivas el tema, el tópico, fuera el motor de sus letras. Lejos está de serlo (lo digo en presente; es una obra que leemos sorprendidos, que vemos hacerse, que sentimos palpitar en el muy hoy de nuestras letras). Eso no impide un vívido estudio sociológico de la burocracia y sus enfangados meandros, donde se brega y se resiste: “Las paredes se estrechan, el ámbito es asfixiante, la crueldad de la jornada recuerda el salario, el porqué de estar ahí, el motivo poco lúdico de la cotidianidad.”, leemos en uno de los relatos de El salto oculto, su libro recién publicado por la Editorial Costa Rica, en uno de esos acertadísimos productos editoriales de rescate y resurgimiento.

Leemos, también, que Rivas es un hilvanador de “historias de seres solitarios y errabundos en el mundo” (Flora Ovares, Margarita Rojas) y, según Rivas mismo refuerza, “aquella juventud sin drama, sin audacia, sin fuego”; la abúlica juventud de los que no mueven un músculo inerciados por la desidia podría ser la estopa de sus aguas narrativas.

Álvaro Quesada, en La narrativa costarricense del último tercio de siglo, indica que hay una “temática (...) del joven en busca de su identidad o su integración conflictiva a un mundo social que en algunos de estos textos se va tornando cada vez más ominoso, ajeno y hostil...”. Quesada, en el citado texto, señala la multiplicidad prismática de los rasgos de escritura generacionales, “ya sea mediante el juego con recursos como el humor, la ironía o la parodia, la mezcla de lenguajes o géneros que por su naturaleza apuntan a la ambivalencia, la incertidumbre, la duda.” Ahí, en ese reconocimiento de un valor literario y no temático, no coyuntural, se comienza a esgrimir la posibilidad de leer la palpitante llama de la obra de Hugo Rivas: ilumina estancias pero nunca es fulgor total sino temblequeo del variable fuego; no se apaga, crea intimidades “ascensionales”, a decir de Andrés Sánchez Robayna.

Grandioso prisma rivasiano

Los temas del estudio de la corrupción y de la juventud desencantada son lo que ha ofrecido la obra de Rivas para la crítica. Son la superficie, la obviedad del encasillamiento generacional. Yo ofrecería hurgar en dos triángulos pequeños de aquel espejo roto en el que se mira nuestro narrador citadino: la apariencia y la morosidad. Dos espejeantes trozos que, de tan torcidos con respecto al plano de visión, permanecen en las penumbras en relación con lo tantas veces dicho acerca de la obra de Rivas (en Quesada, en Ovares, en Rojas, en Víquez).

“Hay una frontera en que la mimesis deja de ser arte para ser repetición, realidad suplementaria, y no otra realidad”, dice uno de los personajes de Esa orilla sin nadie; complementa: “Estoy pensando en las guerras, los holocaustos y todo el horror de nuestro tiempo (...). Lo que me parece sospechoso es que haya pintores que pintan más oscuro que esa oscuridad para representarla”. Es decir, la subversión que ofrece la narrativa de Hugo Rivas es aquella que voltea “ese lugar común que es ser canalla”.

“Por la azulina serenidad edénica del atardecer —un no rompido sueño, un día puro, alegre— entre ramazones de flores silvestres —al monte y al collado do mana el agua pura—, irrumpía desnuda, brillante de sudor, cargando su fardo de ropa; introducía la castaña inocencia de sus veinte años en las frescas aguas, contemplada por los venados desde la sombra del playón pedregoso.” (fragmento de Destrucción de la rosa, El salto oculto).

Obsérvese, de lleno, el valor expresivo del hipérbaton, la cualidad agobiante y arrobadora del epíteto efectivo. Rivas cuenta, narra, pero, sobre todo, adensa un mundo de nuevos sentidos.

Ese tema del paisaje idílico y tramposo, de la realidad ilusoria ya estaba bien presente y magistralmente narrado en Cambios de otoño, libro póstumo que reúne diversos relatos andamiados bajo el manto de lo equívoco, del espejismo incluso: las manos que no sabemos si son las de la madre o las de la amante (este es un terrorífico y escalofriante relato llamado, justamente, Cambios de otoño); la cárcel que encierra a quien cuenta la historia y a quien sueña a quien cuenta la historia (La segunda vez); la lluvia y la espera y la argamasa del tiempo que se estira para develar su carácter de ilusión:

“Todo eso es cierto, pero también es cierto que estoy aquí queriendo que no lo sea, queriendo que el tiempo se agote como se agota la cuerda de un reloj para que no haya ocaso, para que no sea cierto que hay un ocaso esperando del otro lado de esa montaña implacable.”

Elipsis y sentidos en la obra de Hugo Rivas

Damián Tabarovsky, en su trilogía de ensayos acerca de la posibilidad pergeñada como literatura de izquierda, se pregunta por lo que denomina “el estado de la frase”, que no es otra cosa que la armazón sintáctica, el orden de las palabras, el modo en que las ideas pasan de lo utilitario a aquello denominado, un poco fabulosamente, “literatura”. Y es que el preguntarse acerca de aquel estado de la frase está en el centro de la obra rivasiana. Para él no hay un encuentro de dos personajes que se odian, si no “ella, primorosamente hundida en el sofá, leyendo Vanidades con un cigarrillo metido en la roja herida de la cara que era como un intento fallido de alguien que quiso esculpir la ternura en una piedra pero sólo logró la evidencia de algunos martillazos” (Esa orilla sin nadie). Lo que ella (la esposa denostada, la antigua compañera ahora enemiga) exhibe ya no es una boca sino una “roja herida”, no es ya un gesto de calma sino “un intento fallido de alguien que quiso esculpir la ternura en una piedra”; no lleva ella piel pero sí “la evidencia de algunos martillazos”. Es decir, lo que se podría contar o enunciar con las palabras utilitarias y económicas al uso antes (y ni se diga en la narrativa actual, eficiente y desalmada, es decir, sin alma), escoge el artista decirlo con los recursos expresivos que no tienen más función sino dilatar la apariencia del dolor familiar y el abuso largamente atravesado. La palabra economía, en esta instancia, me parece especialmente significativa: leemos un autor que no ahorra, que no busca el camino veloz de la electricidad llegada a tierra sino la arborescencia del tronco encendido como pararrayos que no lleva a un centro terrícola; Rivas no ejerce la saña burguesa del codo (del agarrado), sino la fructífera panoplia del derroche, según el postulado neobarroco sarduyano.

Pero el derroche no es desperdicio de recursos sino, siguiendo a Sarduy, el momento en el que “la literatura renuncia a su nivel denotativo, a su enunciado lineal; desaparece el centro único en el trayecto, que hasta entonces se suponía circular, de los astros, para hacerse doble cuando Kepler propone como figura de ese desplazamiento la elipse”. Y esta figura espacial y retórica permite que Hugo Rivas rodee el centro del poder en Golpe de estado, el magistral relato del tríptico con el que ganó aquel ya lejano Premio Joven Creación; en este cuento, alrededor de ese núcleo del poder político transitan las eras de la ciudad de grandes señores y de “laboratorios gubernamentales de experimentos biológicos”, las “caderas de yegua y gafas oscuras y descomunales ametralladoras”, los “padres agonizantes, enloquecidos y triturados” y toda suerte de violencias que terminan en el tiempo del nuevo régimen dictatorial. Y, en el largo párrafo que forma el cuento “Los niños”, alrededor de la soledad asistimos a la gravitación elíptica (en el sentido de los dos centros y en el sentido de la elisión de las eras, los saltos frase tras frase) de la juventud lozana y la siniestra mediana edad, de la antropofagia a la naturaleza marcesible del cuerpo y de la psique; es este, por cierto, un cuento de terror en toda regla: sin tremendismo, sin exceso, sin exageración, traza la historia de la glotonería y del mal por el mal. Prefigura, acaso, a aquel Gilles de Rais de El más violento paraíso, de Alexánder Obando. Y en Espejismos (esta vez en Cambios de otoño, de nuevo) vemos el mundo resquebrajarse, el sueño confundirse con la imagen de los caballos y las desgracias vistas en la televisión, el corto tránsito hacia la muerte surgir a lo largo de las extensas eras de la vida conyugal. De nuevo, acá, el tiempo estirado, molificado, hecho trizas, porque no interesa la solución de continuidad, la cronología unívoca, la historia sencilla de una separación. Rivas no se conforma con poco, su escritura amplifica y expande, incluso en relatos tan aparente y engañosamente sencillos.

Trampa final del espejo

Nunca se debe olvidar que el espejo quebrado no es otra cosa que una telaraña que tiende sus hilos mucilaginosos y blancos a la noche de los trópicos; el reflejo antes visto (la corrupción, el idilio de las nuevas posibles vidas, la violencia, el aparato descomunal burocrático; la naturaleza lancinante de los sentidos y del tiempo) no es sino una trampa de primer orden: Hugo Rivas aguarda en el descampado mortífero por nosotros, por sus viejos lectores ya envenenados y conversos, pero sobre todo por los que van llegando, por quienes tienen entre sus manos un texto tan largamente esperado: la luz diversificada de un prisma; el aparato fabuloso de una psique florida y una escritura, en todo punto, voraz y totalizadora.

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