Una Administración desangrada
La auditoría presentada por el ministro de Transportes y Movilidad Sostenible, Óscar Puente , sobre la presunta corrupción en su cartera a raíz del caso Koldo no sólo revela un rosario de irregularidades cometidas cuando José Luis Ábalos era su máximo responsable, sino el debilitamiento del rigor y la honradez entre altos funcionarios en los que descansa la gestión del Estado. Es cierto que los hechos se produjeron en una coyuntura extraordinaria –una pandemia sin precedentes conocidos–, pero como el mismo informe reconoce, incluso aplicando la mínima formalidad posible, lo ocurrido en el Ministerio de Transportes se acerca más a la Casa de Tócame Roque que a uno de los departamento más importantes y dotados con más presupuesto del Gobierno. En una pandemia, los ciudadanos pueden perder los papeles, pero el Estado, sin duda, no puede hacerlo. El informe desvela la manera caprichosa en que se fijó el número necesario de mascarillas, que se duplicaba en minutos; el papel central de Koldo García, asesor de Ábalos , transmitiendo órdenes y casando la oferta de Soluciones de Gestión con la demanda; lo elevado del precio; las dificultades que hicieron que sin el despliegue de otros órganos del Estado la empresa no hubiese podido cumplir; el reparto desordenado de las mascarillas sin los recibos correspondientes y, sobre todo, la presencia en toda la operativa de Víctor de Aldama, un empresario que no tenía relación contractual ni estatutaria con el ministerio, pero que se paseaba por el Estado como si fuera su casa y al que se describe como una «figura gris» difícil de clasificar. Quizá lo más frustrante de la auditoría de Puente es que, junto con hacer una serie de propuestas para el rearme moral de los funcionarios y el establecimiento de canales éticos para recibir denuncias internas y combatir la corrupción, reconozca que ninguna de estas medidas hubiese podido impedir «la elección de una empresa completamente ajena al sector, con el riesgo de incumplimiento que ello conlleva, y que además pudiera incurrir en situaciones de conflicto de interés». La razón, citada en el mismo informe, es que la Ley de Contratos del Sector Público describe en términos genéricos el conflicto de intereses, pero no estipula qué consecuencias tiene. Nada de esto hubiera sucedido, o al menos los promotores habrían encontrado más obstáculos para el latrocinio, si varios altos funcionarios no hubieran colaborado o mirado para otro lado. De hecho, hay indicios de que intuían lo que sucedía como refleja un correo del secretario general de Puertos del Estado que se jactaba de que «después de esto nos vamos a gestionar el cártel de Cali» . Cuando la mala política no trae directamente la corrupción, trae la arbitrariedad. Pero para protegerse de eso, los funcionarios cuentan con un empleo vitalicio y con un estándar moral protegido por la inamovilidad. Es cierto que, durante toda nuestra etapa democrática, el PP y el PSOE han ido erosionando la estructura de la Administración con la excusa de que necesitan nombrar cargos de confianza. Primero fueron los secretarios de Estado y después los directores generales, que pasaron a formar parte del botín de las elecciones. Pero nunca como en los gobiernos de coalición que ha encabezado Pedro Sánchez desde 2020 ha habido tantos directores generales que no eran funcionarios de carrera. Y esto ha terminado por pasarle factura a una Administración que no es capaz de llamarle la atención a un conseguidor que merodea por las instituciones sin ser siquiera asesor de un ministro como es el caso de Aldama.