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La esperanza difiere del optimismo, por Jorge Bruce

Hasta hace poco no había leído al filósofo coreano radicado en Berlín, Byung-Chul Han. Encontré por casualidad —si es que esos encuentros son casuales— un libro reciente, en el que se recopilan tres conferencias suyas: una en Leipzig y dos en Portugal. Una de estas, pronunciada en Oporto, se titula ‘Sobre la esperanza’. La leí con particular interés, dado que esa mirada parece tan extraña a los ojos de un peruano contemporáneo. Cada día nos trae un nuevo paquete de malas noticias, en su gran mayoría provenientes de lo que seguimos llamando política, pese a que ya es indistinguible de la crónica roja de cualquier medio de comunicación de masas.

Más bien se diría que lo nuestro es un mundo salido de las novelas de Kafka, quien levanta la vista y la enfoca “hacia lo que en apariencia era el vacío”. En su libro K., el pensador italiano Roberto Calasso apunta: “K. sabe que hay algo en ese vacío: el Castillo”. Quienquiera que haya leído a Kafka, o por lo menos esté enterado del medio ambiente de su obra, sabe que sus laberínticas descripciones del absurdo de la existencia humana se van concretando con ineluctable precisión. Sin encajar en la categoría de lo distópico, sus narraciones se van revelando cada día más precisas. El Castillo es una metáfora universal del poder despótico, ese que se puede hallar en cualquier dictadura o prisión. Como si el mundo —no solo nuestro país— se fuera adaptando a sus intuiciones y descripciones. De ahí que la frase “si Kafka fuera peruano, sería un escritor costumbrista” (atribuida a César Moro o a Jorge Basadre, no he podido autenticar el dato) suene tan apropiada.

Lo anterior no siempre ocurre de buenas a primeras. Los habitantes del Perú sabemos por experiencia que puede cocinarse a fuego lento, tal como lo estamos sufriendo hoy. Al constatar la disparidad de las fuerzas, puesto que la mayoría de poderes del Estado van cayendo en las redes de la corrupción, no hay razón para ser optimistas. De ahí que la huida sea la salida más apreciada por una creciente mayoría de personas. Alfredo Bryce comentó: “En el Perú solo se quedan los que no pueden irse y los cojudos”. Y no lo dijo ayer. Es en este punto preciso de máximo estrés que me topé con las conferencias del autor coreano. El título del libro es La tonalidad del pensamiento. Alude a la pasión del pensador por la música, en particular por las variaciones Goldberg de Bach, las cuales interpreta —estudió piano dos años para poder hacerlo— cada mañana, antes de ponerse a pensar y escribir.

En la referida a la esperanza, hace una distinción que me resultó iluminadora. Toma la idea de algo escrito por Václav Havel, cuando estaba preso precisamente en lo más cercano que la realidad pueda estar al Castillo: en la prisión de Praga. Irónicamente, cuando salió libre, ganó las elecciones y pasó a gobernar desde el Castillo, en realidad un conjunto arquitectónico en las alturas de la ciudad, hoy abierto a los turistas. En el calabozo, Havel escribió: “Cuanto más desfavorable sea la situación en la que pongamos a prueba nuestra esperanza, más profunda será esa esperanza. La esperanza no es lo mismo que el optimismo (las cursivas son mías). No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido. Independientemente de cómo salga”.

Byung Chul-Han comenta: “Havel no se considera a sí mismo ni optimista ni pesimista porque la esperanza es independiente del rumbo que tomen las cosas. La modalidad de la esperanza, añade, citando a San Pablo, es el “aún no”. Es la apertura “hacia lo venidero, hacia lo posible, hacia lo nuevo”. El espectáculo cotidiano de nuestras desventuras no ofrece muchos asideros para esa espera. Por el contrario, pareciera que todo está perdido y la frase de Bryce nos asigna un casillero lúgubre y frío. Está claro que no todos tenemos el temple de Havel o Gramsci, dos célebres escritores encarcelados. No obstante, el mero hecho de que los que nos gobiernan y pisotean la Constitución en su provecho están encarcelados en sus jaulas privilegiadas, pues no bien se exponen a la mirada pública, reciben merecidos abucheos y agravios.

Tiene, pues, sentido esperar que algo bueno pueda suceder. No sería la primera vez en nuestra historia. Por el contrario, siempre las intentonas de golpe de Estado, sean abruptas o paulatinas, han terminado mal para sus perpetradores. No es descabellado pensar que esta serie pueda repetirse. Si bien es cierto que la angustia y el miedo han desembocado en una reacción estuporosa, nadie puede asegurar que este sea el último capítulo. Vean lo que está ocurriendo en la frontera de Rusia y Ucrania o en las elecciones estadounidenses. Nadie, fuera de algunos visionarios, había previsto estos repentinos cambios de dirección.

Es decir, esto no está concluido y tiene todo el sentido del mundo pensar que puede alterarse el curso de lo que hoy parece una batalla perdida. De cualquier manera, es mil veces preferible pensar que esta prisión no es eterna, que lo contrario. El peor infierno es el de la tortura previa, aquella que nos hace revivir el tormento una y otra vez, antes de que este se apodere definitivamente de nosotros. Cuando ese repudio a esas figuras que están saqueando nuestro Estado se canalice de manera, aquí sí, política, puede que ese sentido que nada tiene de común produzca un cambio que hoy parece remoto o incluso impensable. Aunque no comparto la fe católica del pensador coreano, suscribo su lectura de San Pablo: aún no.

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