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Empresas públicas, sí; privilegios públicos, no

Una de las tantas formas de intervención del Estado en la economía es la creación de empresas públicas. Así, el poder administrador, ahora con afán de lucro, se camufla bajo el ropaje de una persona jurídica para competir con actores privados.

Es difícil para el Estado, sin embargo, permanecer al margen del desempeño empresario sin sucumbir al impulso de ejercer un poder regulador que distorsione el mercado en favor de la empresa pública o, peor aún, que prolongue su agonía en el tiempo sin más propósito que proteger algunos difusos privilegios. La tentación interventora está ahí, como el anillo de Sauron, esperando que se confundan los intereses públicos y privados para desatar una batalla que tiene como víctima a las oportunidades de inversión genuina, y como consecuencia el subdesarrollo.

La historia argentina de las empresas públicas es larga, zigzagueante y, salvo excepciones, poco redituable. En la generalidad de los casos, las ganancias (si existieron) las usaron las empresas, pero los costos de su ineficiencia, las fallas de su administración y el valor de sus quebrantos fueron asumidos por todos los argentinos. Ese fracaso tiene dos denominadores comunes: la tentación de crear privilegios regulatorios que terminan por destruir la competencia y ahuyentar a potenciales inversores; y la obstinación de financiar actividades ineficientes. La confusión de intereses entre el Estado y sus sociedades desata ahora otro peligro: que en juicios internacionales se pretenda ejecutar bienes de empresas públicas como medio para hacer cumplir sentencias contra Argentina, como lo está pidiendo el fondo Burford en el juicio por la expropiación de YPF al alegar que las empresas públicas no son entidades diferentes al Estado accionista, tal como sostiene la teoría del alter ego.

Desde el inicio del actual gobierno se buscó crear condiciones de igualdad y competencia entre empresas públicas y privadas. El DNU 70/23 puso fin al variopinto catálogo de tipos societarios estatales (Sociedades del Estado, Sociedades Anónimas con Participación Estatal Mayoritaria, Sociedades de Economía Mixta, entre otras) al transformarlas en sociedades anónimas, y eliminó vestigios de prerrogativas públicas al colocarlas en igualdad de condiciones con las empresas privadas bajo la Ley General de Sociedades N° 19.550. Prohibió también disponer ventajas en la contratación o en la compra de bienes y servicios de estas sociedades, así como a otorgarles beneficios por tener al poder público como accionista.

El reciente Decreto 747/24 siguió esa línea al derogar algunas normas que obligaban a la Administración Pública Nacional a contratar con empresas estatales. Se eliminó la exclusividad que tenían (i) el Banco Nación para el pago de haberes a los empleados públicos; (ii) YPF para proveer combustible y lubricantes a autos, barcos y aviones oficiales; (iii) Aerolíneas Argentinas para la venta de vuelos nacionales e internacionales; y (iv) Nación Seguros para la contratación de los seguros que requieran todos los organismos públicos.

Aun así, las distorsiones todavía existen. Es necesario derogar toda norma que cree prerrogativas que sitúen a una empresa pública en mejores condiciones que a sus competidores privados (por ejemplo, las exenciones al pago del Impuesto PAIS). Ese ordenamiento en lo jurídico debe ser acompañado con un profundo reacomodamiento económico: las empresas no deben funcionar como un vehículo de subsidio a un sector específico.

La verdadera dicotomía no está entre privatización o no, sino entre competencia genuina o intervención oficial. Empresas públicas, quizás; privilegios públicos, no. 

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