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¿Puede salvarse el liberalismo en América Latina?, por Alberto Vergara

El liberalismo está exhausto. Las manifestaciones institucionales que capturaban lo esencial de su proyecto retroceden. La integración económica mundial se desmigaja en un tiempo que ya denominan como “des-globalización”. La Unión Europea –el proceso político liberal más exitoso de la historia– ha quedado herido de Brexit por el oeste y, de “democracias iliberales”, por el este.

En América Latina la cosa es semejante. Después de un momento de ímpetu reformista con el Consenso de Washington, ni la liberalización de los mercados nacionales ni la integración económica regional avanzaron. Políticamente, la esperanza democrática ha cedido gradualmente. De un lado, dictaduras como las de Nicaragua y Venezuela se han aferrado en el poder violando derechos humanos de una manera que creíamos no regresaría al continente. Incluso en países democráticos como el Perú actual, el gobierno consigue retener el poder asesinando a decenas de personas. Cuánto habrá decaído el ánimo, que hoy los liberales optimistas son quienes exigen que enfaticemos que la virtud principal de nuestras democracias es que no se quiebran. Mientras tanto, la encuesta Latinobarómetro registra que, año a año, el apoyo a la democracia se encoge, al tiempo que las libertades civiles se hacen menos efectivas por Estados que se descomponen.

A su vez, los proyectos políticos cercanos al liberalismo languidecen. No es la hora de la moderación clasemediera. Si se cayeron los sistemas de partidos nacionales, despunta un sistema regional de populistas: el de la mañanera y el de la motosierra, el de la paz total y el de la cárcel total. Probablemente el único líder en la región que pueda ser catalogado como liberal sea Lacalle Pou, en un país que alberga tres de los seiscientos millones de latinoamericanos. En síntesis, ni los propósitos del liberalismo ni sus plataformas brillan en esta temporada.

En lo fundamental, esto es responsabilidad del propio liberalismo. Durante el siglo XXI los liberales latinoamericanos (las voces del liberalismo realmente existente) se convirtieron en una fuerza política del statu quo en un continente atascado. Los ejemplos paradigmáticos son los casos de los presidentes-CEO como Mauricio Macri, Pedro Pablo Kuczynski, Sebastián Piñera o Guillermo Lasso. Más allá de sus diferencias, encabezaron proyectos truncos (Lasso y Kuczynski debieron incluso dejar la presidencia antes de completar su mandato). En estos nombres, sus gobiernos y sus partidarios encontramos muchas de las claves para comprender la crisis liberal.

En primer lugar, devino una doctrina muy economicista. Una para la cual el ámbito donde constatar la libertad –y eventualmente ampliarla– es esencialmente el mercado. En los años noventa el verbo favorito era “privatizar”, en los 2000 ajustaron las expectativas y ascendió “desregular”. Si en los noventa la agenda del Consenso de Washington cargaba con la creencia genuina de que las reformas neoliberales redundarían en el bienestar popular, con el paso de los años, el liberalismo latinoamericano fue preocupándose más por el bienestar del sector privado, tanto que, en América latina, pareciera que ser liberal significa ser pro-rico. Toda la energía que los liberales invirtieron en que las empresas no fueran estatales contrasta con los pálidos esfuerzos por construir mercados competitivos. Si se suele denunciar vivamente el “capitalismo de cuates”, rara vez se señala a alguno de los cuates. Es más fácil denostar el pecado, que nombrar a los pecadores. En toda América Latina padecemos los sobreprecios infligidos por el cartel del papel higiénico, alguna aerolínea, la leche, las medicinas, la carne, la cerveza, etc… Un estudio del Banco Mundial afirma que solo con introducir más competencia en nuestros mercados la pobreza se reduciría más que como producto de los programas sociales. Los latinoamericanos saben bien que por aquí el laissez-faire tiene mucho de laissez-desplumar.

Se trata, además, de un liberalismo que ha sido muy tolerante con la desigualdad. Adoctrinado en el eslogan fácil según el cual nadie muere de desigualdad, sino de pobreza, en muchos de nuestros liberales, la desigualdad ni siquiera figura como un problema sino como un activo pues esta alentaría la codicia de los de abajo y se alentaría así el crecimiento económico. En un continente donde solo alrededor de 2% de quienes nacen en el quintil más pobre consigue llegar al quintil más rico (¿futbolistas?, ¿reggaetoneros?), nuestros liberales celebran una desigualdad que dificulta –o directamente impide– que los individuos puedan planear y desarrollar la vida que desean para sí mismos.

Lo cual se combina con un tercer elemento: hay una sociología del liberalismo latinoamericano que lo hace bastante antipático. País tras país, estos proyectos aparecen comandados por los niños bien de nuestras segregadas sociedades; los hijos de los mejores barrios exigen paciencia a la ciudadanía, alertan contra el populismo, atacan a un Estado que no necesitan y conforman gabinetes de gobierno con lo más fino de la patria gerencial.

En resumen, los latinoamericanos tienen muchas razones para pensar de los liberales del siglo XXI algo parecido a lo que Úrsula Iguarán meditó acerca de los gitanos: “habían demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones”. En un continente donde las mayorías padecen una desigualdad que frustra la movilidad social; en una región marcada por el hartazgo y la falta de ley; en unos países donde las mayorías siempre van perdiendo el partido, ahí mismo, el liberal alza la voz y nos conmina a cuidar el empate.

Los libertarios han roto con esto, desde luego. Por eso mismo rechazan denominarse liberales, quieren ser libertarios: reniegan del statu quo y atacan al establishment. Pero su energía proviene de un ímpetu antiprogresista. Si en el discurso les repele el Estado, lo que realmente los energiza es la rabia contra el wokeismo del siglo XXI. Los libertarios pegaron el portazo y se marcharon del liberalismo. Detectaron bien que se hacía obsoleto y desertaron por derecha.

Ahora bien, ¿qué estrategia pueden emprender los liberales progresistas decepcionados del liberalismo realmente existente? Lo primero, supongo, es que no es una buena idea desertar del liberalismo. Finalmente, esta es una región que necesita a gritos una agenda que se tome en serio la construcción de comunidades de ciudadanas y ciudadanos, de individuos, que cuenten con dosis semejantes de libertad; que tengan capacidades parecidas para elegir y planear con algún grado de efectividad la vida que buscan para sí mismos. El liberalismo fue siempre un proyecto emancipatorio. Y esa intención es relevante y urgente en América Latina, una región cuya (in)movilidad social asemeja a un antiguo régimen donde las condiciones de nacimiento establecen en gran medida lo que las mayorías podrán o no conseguir. O para utilizar una metáfora del Foro Económico Mundial, en América Latina hay “pisos y techos pegajosos”: si naces rico será casi imposible caer en la escala social y si naces pobre tienes muchísimas probabilidades de heredarle la pobreza a tus hijos. Todo eso es la antítesis del liberalismo y la responsabilidad individual: se acerca, más bien, al estamento premoderno, aun si no está codificado.

Entonces, esa agenda emancipatoria no puede abandonarse. ¿Hay forma de recuperar un liberalismo inconforme y progresista?
Pues al menos se puede intentar. Las flaquezas más obvias del liberalismo podrían compensarse con ayuda de un viejo y olvidado aliado: el republicanismo. Después de todo, los países latinoamericanos se fundaron hace un par de siglos desde el maridaje –contingente pero resiliente– del liberalismo y el republicanismo. Nuestros países no se crearon bajo la promesa del propietario lockeano concentrado en fructificar su propiedad, sino –más bien– desde la convicción de construir un orden político basado en el autogobierno ciudadano. Esa fue nuestra pila bautismal ideológica: el rechazo a ser gobernados por un tercero. La libertad entendida como autogobierno ciudadano (y no como libertad de actuar en el mercado). Y esto no fue, como a veces se cree, un experimento puramente elitista. Como lo demuestra un cuerpo enorme de literatura histórica, las convicciones, instituciones y prácticas del autogobierno fueron asumidas y abrazadas por los sectores populares. Esa tradición es la que explica que –sin importar dónde estemos en América Latina– una persona suele caminar por la avenida Constitución, luego cruza el parque Libertad y prosigue por la alameda Unión. Como es obvio, esa misma omnipresencia de lo republicano en nuestras vidas nos enfrenta, justamente, a nuestro fracaso: padecemos una crisis de legitimidad que se origina en que constatamos cotidianamente que no somos aquello que prometimos ser. Por eso somos Repúblicas Defraudadas (el título de mi libro lidiando con estas cosas: Repúblicas Defraudadas: ¿Puede América Latina escapar de su atasco? Crítica, 2023). En América Latina tuvimos mucho más éxito en construir Estados y naciones que repúblicas.

Entonces, algunas premisas y actores, instituciones y prioridades, del republicanismo pueden echarle una mano al liberalismo desfalleciente. Subrayo que no propongo que deba necesariamente recuperarse la etiqueta “republicanismo”, sino algunos de sus objetivos y medios.

En primer lugar, el republicanismo obliga a pensar en términos de un régimen de ciudadanía. Su actor principal no es el propietario, ni el elector quinquenal, tampoco la clase social del socialismo. Su actor central es el ciudadano, la ciudadana y la ciudadanía. Un conjunto de agentes que deben disponer de cuotas semejantes de libertad con el objetivo de desarrollar sus proyectos de vida y, soberanamente, darle un sentido a la comunidad política comparten.

El ciudadano no es un actor propio de la tradición liberal, viene de una concepción republicana de la vida política. El liberalismo cargó siempre cierta desconfianza frente a la gente. El inicio de Sobre la libertad de John Stuart Mill es ilustrativo: el libro se origina cuando Mill cae en la cuenta de que las amenazas a la libertad ya no vienen del absolutismo monárquico sino de la posibilidad del absolutismo popular. De ahí en más, no importa que sea Isaiah Berlin o Karl Popper la democracia y la ciudadanía suele aparecer más como amenaza que como activo. Y otros, como Hayek, dieron un paso más allá y la dictadura terminó siendo compatible con lo liberal (y sus seguidores en el Chile de Pinochet y el Perú de Fujimori lo aceptaron a pie juntillas). En la época contemporánea ese escepticismo frente a la ciudadanía se ha manifestado en el héroe del liberalismo latinoamericano: el tecnócrata. La utopía liberal latinoamericana es entregarle el país a tecnócratas sin fronteras.

Pero así no funciona una república democrática: ahí lo que concierne a todos deben decidirlo todos. El liberalismo necesita entenderlo. Difícilmente la manera de recuperar el favor del pueblo es despreciándolo. Lo he visto en las últimas semanas a raíz de la elección mexicana. Liberales que estaban a un paso de descartar a la democracia en tanto régimen de gente consumidora de demagogia. En Argentina hubieran dicho “choriplaneros”. Como afirman Silvia Otero y Rodrigo Barrenechea en un texto reciente sobre el populismo en Colombia, “al populista se le condena, a su votante se le desprecia y a ninguno se le entiende”. Y esto no lo afirmo para defender a los populistas, sino desde el convencimiento de que, justamente, pueden y deben ser desafiados desde lo republicano y democrático y no desde el desdén. Si los principios liberales quieren volver a resonar con la gente, una buena manera es aceptar que el régimen republicano y democrático debe fundarse en “una conversación entre iguales”, para usar el título de Roberto Gargarella.

En segundo lugar, el liberalismo tiene muchos problemas para lidiar con el papel del Estado y con la desigualdad. En la región, como el acta fundacional del liberalismo contemporáneo es el Consenso de Washington, su enemigo siempre ha sido el desastroso Estado populista. Como consecuencia, hasta en su mejor versión, el Estado aparece como un mal menor, o como algo que eventualmente podríamos eliminar. Donde la mayoría de los latinoamericanos constata y padece un Estado ausente o imbricado a distintas formas de criminalidad, nuestros liberales detectan uno burocrático de tintes soviéticos. Esta distancia entre las necesidades sociales y las fábulas ideológicas es muy dañina para los proyectos liberales.

El fortalecimiento de los Estados es una de las urgencias principales en nuestros países. El crimen está carcomiendo las bases de la convivencia. Pero además del crimen, el Estado es el único que puede garantizar que un régimen ciudadano –con obligaciones y derechos– sea efectivo. La manera en que los derechos ciudadanos están distribuidos en la región es profundamente desigual. Para resumirlo con diversas investigaciones, solo alrededor de 20% de la ciudadanía latinoamericana puede hacer valer todos sus derechos. Es decir, solo 20% cuenta con márgenes de libertad como debemos tener en una república democrática.

Y aquí hay algo importante: lo republicano no puede significar –como aparece a veces en ciertos países– como una suerte de etiqueta solemne y vacía que aludiría a las formas, los próceres y el himno nacional. Lo republicano entendido como un régimen de ciudadanía debe hablar de cosas sustantivas. El liberalismo también. Y sin Estados funcionales es imposible asegurar la participación igualitaria de la gente en la esfera pública, política y en el mercado.

El problema de la desigualdad no es solamente un tema de cómo se redistribuye la renta (como lamentablemente suele discutirse la cuestión de la desigualdad): vivimos en países con regímenes de ciudadanía muy desiguales. Es decir, hay un entramado de relaciones sociales, jurídicas y económicas que reparten de manera muy inequitativa las oportunidades en la región. El malestar creciente de los latinoamericanos no es una función del índice de Gini, sino que está marcado por una vida cotidiana en que las mayorías viven sin que un tercero imparcial –el Estado– arbitre sus distintas interacciones, asegurándoles un trato semejante. Y la peor parte de esta vida sin ley –o de leyes amañadas– lo lleva lo más precario de la ciudadanía.

La desigualdad económica es, muchas veces, la consecuencia de un orden institucional y no su origen. Por eso pienso que el correctivo para nuestro liberalismo es menos la cercanía con la socialdemocracia (y su ímpetu redistributivo imbricado a un actor sindical que en la mayoría de los países latinoamericanos perdió mucho espacio), que de una tradición republicana y su acento en las instituciones y la protección de lo público. En muchos de nuestros países el problema principal no es la escasez de recursos sino el orden institucional que dificulta que estos puedan crearse de una manera más igualitaria. Como decía Fernando Henrique Cardoso, “el Brasil no es un país pobre, es un país injusto”. O sea, sin justicia, sin derecho, sin la capacidad institucional de proteger la agencia ciudadana contra la voracidad de unos pocos. Sin instituciones republicanas, se puede redistribuir recursos, pero es muy difícil asegurar el reparto igualitario de la libertad.

El nudo de nuestra inequidad está en la desigualdad brutal que padecemos los latinoamericanos en términos de influencia sobre la política; en la tremenda inequidad para acceder a tribunales que hagan valer los derechos de las mayorías; en recibir un trato igualmente digno de parte del Estado y de sus compatriotas. La cuestión de la desigualdad, en última instancia, se parece menos a cómo se reparte una torta que a cómo se distribuye el respeto, el miedo y la incertidumbre en una sociedad. Esa agenda no es ni ha sido la del liberalismo latinoamericano. Más que realmente creer en las oportunidades igualitarias, el liberalismo ha militado en el alivio a la pobreza. Y es muy distinto reclamar políticas para pobres que políticas para ciudadanos.

Finalmente, la cuestión de lo público y el interés general. Más del 80% de los latinoamericanos considera que su país es gobernado para beneficio de unas minorías y no para el pueblo. El 62% considera que la mayoría de sus políticos son corruptos. Solo alrededor de 10% asegura tener influencia sobre el proceso político nacional. En síntesis, perciben que, como en la canción, “the game was rigged, the ref got tricked” (¡basta de Taylor Swift!). Todo esto significa la disolución de lo público. Y en el centro del republicanismo está la protección de lo público. En todo el continente hay un reclamo palpable por la producción de interés general, de aquello que nos incumbe a todos frente a sistemas agujereados por intereses particulares de los legales a los criminales. El enemigo mortal de la república fue siempre la corrupción: la corrupción de las repúblicas. No entendida como la “mordida” o “coima” sino como la destrucción de lo público a punta de particularismo. Ahí también hay algo que el liberalismo podría recoger de su antiguo aliado.

Entonces, para terminar, el liberalismo latinoamericano se fue oxidando de economicismo, de conformismo, de elitismo y desconfianza –a veces terror– hacia la ciudadanía. El republicanismo –ese tío abuelo democrático– carga con ciertas prioridades que pueden contrapesar estas características: inconformismo, apuesta por la política y la ciudadanía, y compromiso con el interés general. Donde el liberal ve una región pobre, el republicanismo ve un continente injusto. El liberalismo debería reenganchar con esa tradición política y popular de la que se fue alejando. “Aquí naide es más que naides”, aseguró el buen Artigas al inaugurar la república uruguaya. El desafío latinoamericano sigue siendo instaurar unas instituciones que garanticen eso mismo. Pero los liberales contemporáneos renegaron de esa tradición. O se le recupera o la ciudadanía seguirá deslizándose hacia el caudillo populista que castiga a los viejos privilegiados para erigir nuevas prebendas y flamantes favorecidos.

Una versión previa de este artículo apareció en la revista Cambio Colombia.

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