Fabulaciones reales
Vivo en una realidad esquizoide. Hace unos meses mi país era la economía jaguar que, con su potencia, no tenía parangón entre los países emergentes. Hoy, resulta que no hay plata para pagar policías y recortamos diseños de obras de infraestructura en marcha porque, ¡diay!, falta el “camay”. De feria, el jaguar pereció de muerte natural, el martes, en la Sala Cuarta, pero eso ya tampoco importa porque ahora vamos con todo por la fundación de la III República. ¿En qué debo creer: en la vida y muerte del jaguar, en la ineludible necesidad de una nueva república? ¿Somos una democracia, una oligarquía, una tiranía? ¿Será que todo es cierto, pero al mismo tiempo no lo es, o será cierto quizá por ciclos de 18 o 24 horas?
Estos giros permanentes de eso que se me presenta como real es distinto de lo que el filósofo Heráclito planteaba hace unos dos mil quinientos años. Dijo que la realidad está en permanente transformación y empleó la metáfora del río para ilustrar el punto: “Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos”. Esto lo acepto, es más, siempre lo he creído así, pero lo que hoy vivo es otra cosa. Por ejemplo, no es que el jaguar murió, es que quizá nunca existió; y, sin embargo, es evidente que sí, pues medio país estuvo discutiendo sobre el tema como si fuera real, y nadie invierte tiempo o esfuerzo en algo que no existe. Y, por esa vía, caigo en el pozo de la incerteza existencial.
Pellízquese, me dirá más de uno, ¿no ve que todo es un espectáculo? Ya lo dijo hace treinta años Sartori, el eminente politólogo italiano, cuando llamó la atención sobre la videopolítica. Y, tiempo después, Vargas Llosa escribió un libro sobre la civilización del espectáculo, acerca del entretenimiento de masas en todos los ámbitos de la vida social. Pero, refutaría yo, la cosa no es tan fácil: ¿en qué lugar termina la realidad y empieza la fábula? O, para complicarla más, ¿cuándo la fábula no es real?
Esta sociedad costarricense, a la que pertenezco, ha ido perdiendo algo esencial para el funcionamiento de la democracia: un parámetro de verdad compartido que permita a la ciudadanía ejercer el escrutinio público y debatir honestamente sobre el rumbo del país. Pero no, cuando todo puede ser, o no serlo, la cosa se traslada al terreno inconmensurable de los conflictos por la fe verdadera. O del autoengaño.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.