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Isla sin barcos

Cuba es una Isla sin barco a la vista. En La Habana, desde cualquier altura en que se divise la bahía, el mar es una línea azul prolija y pasan días antes de que un carguero se atraviese en el horizonte. No fue siempre así. A fines del siglo XVIII y buena parte del XIX, el 40 por ciento del tráfico entre América y España pasaba por Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo.

En el puerto de La Habana se amontonaban las cajas de azúcar y de tabaco destinadas a ser exportadas, y por allí transitaban en sentido contrario los víveres importados de América del Norte. Nueva Inglaterra, las Antillas, África y Europa se ligaron en un juego complejo de mecanismos trasatlánticos, que quedó grabado en la iconografía de la época. En El siglo de las luces, el novelista cubano Alejo Carpentier describía a La Habana como «el gran emporio que todos los barcos del mundo frecuentan».

En 1962 John F. Kennedy declaró el bloqueo naval durante la llamada crisis de los misiles. Ningún barco entró ni salió de Cuba por más de un mes, y cuando aflojaron las tensiones nucleares y se levantó el cerco marítimo, el bloqueo se quedó 60 años más para que los puertos jamás recuperaran su antigua vitalidad.

Sin embargo, ni en los peores años de la implosión soviética, en los que Cuba perdió más del 80 por ciento de su capacidad importadora, se había visto tal quietud en las aguas territoriales. La Ley Torricelli, aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1992, impide que barcos de terceros países que toquen puerto cubano puedan ingresar a territorio estadounidense en un plazo de 180 días, excepto aquellos que tengan licencia del Secretario del Tesoro. Cualquier naviera se lo piensa tres veces antes de desafiar esta medida.

Las penalidades a los bancos que comercian con Cuba hacen estragos por su parte. En un programa de televisión reciente, el ministro de Comercio Exterior y la Inversión Extranjera, Óscar Pérez-Oliva, reconocía que entre marzo de 2023 y febrero de 2024 abortaron 155 operaciones comerciales del Gobierno cubano, la mayoría para hacer llegar alimentos de primera necesidad a la Isla por mar.

Ante el temor por las represalias que supone comerciar con un país que el Gobierno de Estados Unidos ha incluido en su lista de naciones patrocinadoras del terrorismo, medio centenar de bancos extranjeros se negaron a realizar las transacciones con entidades cubanas (el ministro listó 28 bancos de Europa, 14 de América Latina y seis del resto del mundo). Recontratar otras empresas provocó demoras de entre 40 y 105 días en los embarques hacia Cuba.

Otros dos ministros cubanos han expresado con dolor el drama de aquellos pocos barcos que logran llegar a puerto. La ministra de Comercio Interior, Betsy Díaz Velázquez, admitió a inicios de septiembre que el arroz de la canasta básica del pueblo de Cuba estaba sobre los buques, y hasta que el Gobierno no ejecutara los pagos a los armadores no se descargarían. Eventualmente, el arroz ha ido llegando por goteos a cada casa, pero a las puertas de octubre la misma historia está por comenzar.

Otro tanto ocurre con el combustible. El ministro de Energía y Minas, Vicente de la O, explicó el enorme «sacrificio financiero» que significa para el Gobierno descargar los fletes de diésel, gasolina, gas licuado, fuel oil y turbocombustible, en un país que se sostiene con la cuenta corriente. Cuando entra un poco de dinero a las arcas del Estado, se paga el flete y luego se descarga la mercancía en medio de enormes tensiones financieras. Las consecuencias son graves: apagones de hasta diez horas diarias en más de la mitad del país, basura sin recoger en las calles, industrias paralizadas, crisis en el transporte público, escasez de medicinas…

Nueve días antes de dejar la Casa Blanca, la administración Trump designó a Cuba como «Estado patrocinador del terrorismo», la última de las más de 240 medidas que ejecutó ese Gobierno contra la Isla. El secretario de Estado, Mike Pompeo, declaró entonces que «con esta acción, haremos una vez más responsable al Gobierno de Cuba».

Cuatro años más tarde, Pompeo y los estrategas que armaron este diseño diabólico viven sus burocráticas vidas a miles de kilómetros del sufrimiento que han causado, mientras la Plaza de la Revolución está ahí mismo y los barcos dejan de navegar hacia la Isla. (Tomado de La Jornada)

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