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¿Tercera república o república de tercera?

La desgracia de nuestro país es que quienes antes y ahora urgen una “tercera república” no valoran que las desventuras que vive Costa Rica son precisamente producto directo de cómo todos, sin excepción, han entendido y ejercitado con mentalidad y prácticas propias de habitantes de tercer mundo la extraordinaria Constitución Política de 1949, que inauguró la Segunda República.

Tanto en control político como en la fiscalización sobre el desempeño del gobierno y sus instituciones —y de las municipalidades en un contexto sociopolítico diferente, pero igualmente festinado—, se ha carecido de la comprensión integral de los conceptos, mecanismos e instrumentos básicos que la Constitución introdujo para lograr una nación de primer mundo sin que nadie, ni el mismo Tribunal Supremo de Elecciones, se haya esmerado en reconocerlos, y menos en enseñarlos, de manera que quienes llegan al poder sepan qué implica el juramento constitucional que tan facilonamente aceptan.

Se carece de visión, disciplina, transparencia, coherencia y máxima responsabilidad para gobernar, legislar, controlar políticamente y fiscalizar, para producir el desempeño integral y la eficacia de grupos homólogos de instituciones llamadas a operar como una sola unidad orgánico-funcional en la modalidad de sectores o ramos, bajo la responsabilidad política ineludible del presidente con cada ministro, así como en toda región de desarrollo del país.

Hay quienes proponen una nueva constitución, argumentando que lo que el país “requiere” es que gobernantes, ¿ilustrados?, puedan contratar a dedo o tomar decisiones sin tener que dar cuentas sobre su fuente motivadora constitucional o legal, y menos sobre resultados.

Algunos plantean, con gran ingenuidad, que lo que hay que hacer es respetar —así en abstracto— el “marco de derecho que nos rige”, para luego saltar sin paracaídas, asegurando que así se lograrán políticas gubernativas “concertadas y adecuadas”.

Desdén legal

Mi crítica de siempre es que ni aquellos ni estos analizan cómo, precisamente, el factor esencial del desmadre que sufrimos ha sido el desdén más absoluto por ese marco superior integral normativo y operativo de competencias, mecanismos e instrumentos ideados para la toma y ejecución de las mejores decisiones gubernativas, para una más eficaz y coherente legislación, y para la fiscalización y el control político.

He documentado durante décadas el tipo de desgaste sociopolítico que ha hecho agua hoy con un presidente que actúa incontrolada e irreflexivamente en una dramática muestra de la antítesis de la noción y praxis del tipo de estadista que tanto necesita el país y cuya tipificación clara fue consignada en la Constitución de 1949.

Ocurre por no entender que la corrupción que él le achaca a la Segunda República, para urgir una “tercera”, es producto del desparpajo que él mismo y quienes lo rodean, mas también los que deberían controlarlo y exigirle cuentas integrales por su gestión y la de sus ministros, han preferido adoptar, en el ejercicio ilegítimo y a la libre de sus competencias legales sin nunca verse obligado a rendir verdaderas cuentas integrales en tiempo real.

Se les hace fácil debido a que los legisladores de antes y de ahora creen que con controles políticos a jerarcas individuales, en vez de a cada ministro como responsable político con el presidente de conjuntos de instituciones en cada sector, van a provocar un mejor desempeño y rendición de cuentas del gobierno y sus instituciones.

Lo peor es que especialistas que constantemente recomiendan descentralizar servicios de educación y muchos otros, o una nueva ley para simplificar trámites o fundir entes autónomos en ministerios, siguen sin entender cómo la Constitución y las leyes ya obligan a una conducción integral y eficaz sobre la base de los aún válidos y vigentes objetivos legales definidos para cada institución y para grupos de estas (ejemplo inobjetable e ignorado: Ley Fodea de 1987).

El desorden y la impunidad se agravan cuando tales entes no son obligadamente dirigidos por cada ministro sectorial bajo la falsa y paralizante excusa de que la Constitución y las leyes “lo impiden”. Nos acostumbramos a mejenguear con la “cosa pública”.

Propuestas enviadas

A los lectores que buenamente han abogado para que se les “escuche”, les digo que a la Comisión de Reforma del Estado de la Asamblea y al Frente Amplio les envié hace dos y un año, respectivamente, unos análisis y propuestas para dimensionar lo que debe ser el funcionamiento eficaz por sectores y regiones de las instituciones, y la resultante formulación de mejores políticas gubernativas integradas y coherentes.

También, cómo la Constitución los obliga a ejercer su labor de control político y exigencia de cuentas sobre cada poder ejecutivo. Igualmente, aporté evidencia de serias violaciones en nombramientos de jerarcas, en notorio perjuicio de la eficaz funcionalidad del conjunto del gobierno.

Aseguro que si hubieran sopesado dichos insumos con la seriedad inquisitiva que se espera de ellos, no estaríamos lamentando tanto desperdicio de recursos legislativos y gubernativos, y hasta fiscalizadores, por no hacer todos el trabajo que la Constitución y las leyes —no yo— mandan.

No acabo de entender cómo, después de 70 años de manifiesto deterioro fáctico que la Constitución y leyes, y por ende el país, han sufrido por actuaciones tercermundistas de quienes nos gobiernan, legislan, controlan y fiscalizan, más bien pareciera que todos compiten o se esmeran por perfeccionar tales improvisaciones y prácticas oscuras, ineficaces y generadoras de las crecientes inoperancia y corrupción sociopolíticas e institucionales que nos asfixian.

Así, ninguna “nueva república” que se promueva bajo la falsa pretensión de explotar una inexistente “visión y comportamiento de excelencia” del tico nos sacará del letargo en que hemos caído desde 1949, ciertamente con grandes avances parciales en los primeros 25 años, pero con posteriores y continuos retrocesos en casi todo campo.

¿Por qué cuesta tanto entender este régimen social de derecho de primer mundo, legado en 1949? ¿Cuál es el miedo? ¿Será la pereza mental propia de la mayoría de los costarricenses, pues ello exige mucho estudio y cambio de prácticas oscuras e improvisadas hacia prácticas transparentes y mucho más eficaces, lo cual a su vez demanda un magno esfuerzo explícito de aprenderlas —y enseñarlas, por supuesto— en serio?

jmeonos@ice.co.cr

Johnny Meoño Segura es doctor en Ciencias Gubernativas por la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres, autor de nueve libros, múltiples investigaciones y artículos científicos sobre temáticas públicas y de desarrollo del país y América Latina.

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