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Morir en Petaquillas

En su primera aparición en público, el gabinete de seguridad de la presidenta Claudia Sheinbaum evadió al elefante en la sala. Se fue por las ramas cuando la prensa pidió información sobre el asesinato del alcalde de Chilpancingo, y lo más que dijo, en voz del secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, es que el infortunado Alejandro Arcos había ido a una reunión en Petaquillas, una comunidad al sur de la capital estatal, en su camioneta, sin que nadie lo acompañara. Fue la última vez que se tuvo contacto con él, que dos días después apareció decapitado.

En la ubicación del último lugar donde se presumió con vida está la clave del asesinato, pero también el origen de un crimen que empezó a construirse hace poco más de dos años, cuando el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador le entregó la región al grupo criminal Los Ardillos, fundado por un expolicía, Celso Ortega Rosas, que heredó el negocio a sus hijos Celso y Antonio Ortega Jiménez, porque su otro hijo, Bernardo, exalcalde y exlíder del Congreso estatal, ha sido un operador eficiente del PRD desde antes que se dividiera en Morena, que controla los distritos de la zona metropolitana de Chilpancingo.

La historia del asesinato de Arcos puede decirse que comenzó el 6 de junio de 2022, mucho antes de que se planeara su muerte, cuando un distribuidor de pollo que tenía apenas tres días de haber regresado a Chilpancingo luego de haber sido desplazado por la violencia, fue asesinado en los pasillos de los locales de carne, pescado y pollo del Mercado Central Baltazar R. Leyva Mancilla.

Al día siguiente, los pobladores de Petaquillas bloquearon las carreteras de acceso a su comunidad, privaron de su libertad a unos 25 soldados y policías que estaban realizando patrullajes por la violencia en la zona, y tomaron cautivo al entonces director de Gobernación de Guerrero, Francisco Rodríguez Cisneros –actualmente subsecretario de Gobierno en la administración de Evelyn Salgado– por casi 10 horas.

Las instrucciones de Palacio Nacional eran claras: no confrontar, ceder y conceder. Pese a que López Obrador y su gabinete de seguridad tenían conocimiento de que esa zona estaba controlada por Los Ardillos y que estaban sufriendo una embestida de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, conocida por sus siglas UPOEG, vinculados a la organización criminal de Los Rusos, que tiene una fuerte presencia en Acapulco y es parte de la estructura delincuencial de Ismael el Mayo Zambada, jefe del Cártel de Sinaloa, accedieron a sus exigencias.

El jefe militar retenido fue autorizado para firmar un documento donde se comprometían a dejar libre el corredor Petaquillas-Quechultenango, un municipio donde había sido alcalde el hijo político del fundador de Los Ardillos, y que pudieran instalar retenes para protegerse de la violencia. Lo que sucedió en la práctica fue que el Ejército blindó las comunidades controladas por ese grupo criminal y tendió un cerco para que se protegiera de la UPOEG, cuyo líder, Bruno Plácido, fue asesinado hace un año, con lo que esa organización paramilitar disfrazada de policía comunitaria se debilitó.

Un actor de violencia fue neutralizado, pero la semilla había sido sembrada. Funcionarios federales dijeron que el distribuidor de pollo asesinado en el mercado estaba bajo las órdenes de Los Tlacos, el grupo criminal que le estaba disputando la plaza de Chilpancingo a Los Ardillos. Aquél fue el inicio de lo que se caracterizó como “la guerra del pollo”, que ha tenido como uno de sus principales campos de batalla al Mercado Central Baltazar R. Leyva Mancilla, donde mientras se asesinaba a los distribuidores de pollo en toda la zona, el precio del producto no dejaba de subir.

La violencia escaló con el empoderamiento que habían recibido Los Ardillos del gobierno federal, pese a que en Guerrero el exgobernador Héctor Astudillo y su sucesora, Evelyn Salgado, por la vía de su padre, el senador Félix Salgado Macedonio, habían apostado por el fortalecimiento de Los Tlacos, el grupo liderado por Onésimo el Necho Marquina y su vocero, Humberto Moreno Catalán, cuyo primo Mario Moreno Arcos fue secretario de Desarrollo Social en el gobierno anterior.

En medio de la contradicción que se vivía en la región de Chilpancingo, en abril del año pasado, Los Ardillos mataron al líder regional de Antorcha Campesina, Vladimir Hernández, a su esposa y a su hijo de seis años, cuyo asesinato no ha sido resuelto, y en febrero de este año el sitio Latinus difundió una entrevista con Celso Ortega Jiménez, líder de Los Ardillos, donde aseguró que en 2006, cuando era parte de Los Zetas, recibió una orden de apoyar la campaña de López Obrador, en ese entonces candidato presidencial del PRD. El expresidente dijo que era un montaje, pero su contenido nunca fue desmentido por Ortega Jiménez.

García Harfuch declinó dar mayor información sobre el asesinato del alcalde porque la investigación está en curso, pero ni él, ni el gabinete de seguridad, ni la presidenta Sheinbaum lo abordaron como lo que es: el mayor desafío al Estado mexicano que se recuerda. Los criminales lo mataron y le cortaron la cabeza para enviar el mensaje de que son capaces de semejante horror porque pueden y los han dejado. López Obrador militarizó la seguridad pública y envió cientos de soldados y guardias nacionales a Guerrero, que no sirvieron para nada. Sheinbaum repetirá la estrategia y tendrá los mismos resultados con un país más podrido. En su primera semana en Palacio Nacional hubo 566 homicidios dolosos en 30 de las 32 entidades del país.

Pero el de Arcos es más que un delito del fuero común. Sheinbaum lo ha minimizado al señalar que Chilpancingo no es el municipio más violento, como hizo el viernes al afirmar que Guanajuato, no Sinaloa, es donde más asesinatos hay. Cuán equivocado está su análisis. En Sinaloa hay una guerra fratricida donde el Estado mexicano actúa de monigote, y el crimen en Chilpancingo amenaza la esencia misma de su autoridad. La forma como resuelva lo que le heredaron, sin duda, definirá su sexenio.

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