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García Ortiz, ni un minuto más

Abc.es 
Mientras Pedro Sánchez volvía a vincular de forma obsesiva y falsa a Isabel Díaz Ayuso con la corrupción, el todavía fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, pasaba a ser investigado penalmente por la Sala Segunda del Tribunal Supremo. El motivo de esta decisión del Alto Tribunal es la serie de indicios que apuntan a que García Ortiz desveló ilegalmente las comunicaciones secretas entre la Fiscalía de Madrid y el abogado del novio de Díaz Ayuso. La resolución del Tribunal Supremo viene precedida y justificada por una investigación desarrollada por la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que elevó sus resultados a la Sala Segunda porque García Ortiz esta aforado ante este órgano judicial. El criterio del Supremo se mueve en el terreno de los indicios, como es lo propio de una resolución que abre una investigación penal. Sin embargo, hay una valoración inicial del carácter aparentemente delictivo del comportamiento de Álvaro García Ortiz, en la misma línea de apreciación que siguieron los magistrados del tribunal madrileño. Ahora, el instructor designado por la Sala Segunda será el responsable de decidir qué diligencias de investigación se practican, entre ellas, sin duda, la declaración del fiscal general. No es esta decisión del Supremo el primer problema de García Ortiz en el más alto órgano de la jurisdicción ordinaria. Ya fue reprendido por desviación de poder como consecuencia de una política de nombramientos que, iniciada por su predecesora, Dolores Delgado, ha terminado por fracturar al Ministerio Público, hasta conducirlo al desprestigio. Llueve sobre mojado, aunque el todavía fiscal general no quiera asumir su insostenible posición. La dimisión es un imperativo ético que García Ortiz no puede eludir. Rechazarla, como lo ha hecho, afirmando que es «lo menos gravoso y más prudente para la institución a medio y largo plazo» es un insulto a la carrera fiscal, aunque siempre cabe la duda de si la 'institución' a la que se refiere es la Presidencia del Gobierno. Es la oportunidad que se le brinda para liberarse de la sumisión a los intereses políticos de Pedro Sánchez y realizar un gesto de dignidad personal ante una situación insólita en la democracia española. La relación de dependencia de García Ortiz con La Moncloa, desde donde el titular de Justicia no tiene empacho en cargar ya contra los jueces que lo investigan, no solo ha llevado al fiscal general hasta la Sala Segunda del Tribunal Supremo, sino que ha comprometido a sus propios subordinados, obligados a revelar secretos y copartícipes de sus presuntos delitos. Nunca antes un fiscal general había sido sometido a investigación penal, pero esta es la España en la que todo es posible por los modos iliberales y autocráticos que está aplicando Pedro Sánchez a las relaciones del Gobierno con los demás poderes del Estado, víctimas del deterioro provocado por la estrategia de colonización diseñada por el Gobierno para neutralizarlos. Fue precisamente la Fiscalía General una de las primeras instituciones que el jefe del Ejecutivo tomó al asalto al nombrar a Dolores Delgado, exministra de Justicia, como peón al frente del Ministerio Público. Fue Delgado la que luego designó a su sucesor ante la desconfianza manifiesta de una grandísima parte de la carrera, donde García Ortiz, como su predecesora, ha practicado una política de favoritismo para promocionar a los fiscales de la asociación en la que milita, paradójicamente minoritaria. El desprestigio viene de largo, como el del resto de instituciones en las que Pedro Sánchez ha situado a sus fieles, con especial incidencia en un modelo pervertido de Justicia, con una Fiscalía que responde sin pudor a los intereses de La Moncloa y un Tribunal Constitucional que, contra el espíritu de la Carta Magna, sigue al pie de la letra el guion escrito por Sánchez. Ahora, lo que predomina en la valoración de esta crisis de reputación que afecta al Ministerio Fiscal es la obligación ética de Álvaro García Ortiz de no seguir encadenando el prestigio de la Fiscalía a su incierto futuro judicial. García Ortiz no tiene ninguna autoridad moral para dirigir a los fiscales españoles ni para instruirlos en la persecución de delitos, menos aún para acentuar el desprestigio de un organismo al que, para mayor abundamiento, el Gobierno pretende entregar las tareas que desarrollan los jueces de instrucción, unas pesquisas que bajo su dirección estarían lastradas por la sombra de la sospecha y el uso partidista. La presunción de inocencia ampara a García Ortiz como persona investigada, pero la investigación penal lo inhabilita como jefe de la Fiscalía española. Es ilusorio esperar que sea destituido por el Consejo de Ministros por incumplimiento grave y reiterado de sus funciones, porque García Ortiz eligió hace tiempo cambiar la Fiscalía por La Moncloa . De nuevo, la falta de respeto institucional propiciada por el Gobierno de Pedro Sánchez lleva a la Justicia española a una nueva crisis.

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