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NOVIEMBRE de todos los años (VIII)

Y dejó volar su imaginación, lo que no le suponía esfuerzo alguno. Al contrario, lo que le costaba trabajo era sujetarla. No se sorprendió para nada al verse, en su cavilaciones, embarcado en un viaje hacia el sol. Lo primero sería levantar el propio peso, con su nave y todo lo que había cargado. Luego, vencer la fuerza de atracción de la tierra y, a continuación, conseguir sortear toda la basura espacial que el propio hombre había ido sembrando en su entorno, así como toda la suerte de bólidos y meteoritos que nos acechan para, finalmente, lanzarse a atravesar el inmenso espacio. Tendría que escoger bien la ruta. No solo para no colisionar contra cualquier cuerpo que se ve, sino, y esto  lo consideraba particularmente  importante, para alejarnos de los peligros que no se ven, pero que se sabe que están: los portentosos agujeros negros, que nos atraparían y consumirían hasta la desintegración. Su enorme fuerza gravitacional consigue producir la deformación del espacio/tiempo, y todo lo que se acerca a su área de influencia cae irremisiblemente en sus terribles fauces, absolutamente oscuras, de donde ni la luz puede salir.

Quedó unos segundos en “stand bye”.

Pero, enseguida, en un instantáneo tele-transporte temporal, regresó a su situación real. No se imaginaba realizando el viaje de su propia vida con un peso excesivo, cargado de cosas superfluas, sin proveerse de “combustible” necesario, eludiendo precaverse contra la porquería circundante, desinteresándose de los peligros, desentendiéndose de cualquier planificación sobre qué rumbo tomar, y gozando con el riesgo de su exterminio en cualquier negrura, fiándose de que ésta nunca logra ocultarse del todo. Lo decía porque ella misma no puede evitar delatarse, pues la oscuridad que produce a su alrededor la señala.

¡Totalmente irracional!. Hay que ser un atolondrado cósmico para ir así por la vida, aseveró para sí, mientras se dirigía hacia la estantería donde dormían los libros de tener y no usar, que todavía  conservaba sin saber bien por qué. Dio alcance al Catecismo de la Iglesia Católica, que había comprado hacía tiempo, y al que por fin iba a dar uso. Allí encontró (C.I.C. 1426-1,473) todo lo referente al pecado, sus consecuencias y las posibilidades que tenemos para limpiarnos y borrar sus efectos.  Lo que puede hacerse gracias al poder de “atar y desatar” que El Señor dio a Pedro y los Apóstoles. Y que la Iglesia hace uso de esa facultad, librándonos a nosotros mismos o permitiendo que liberemos a otros de lo que tendrían que "pagar" por las penas temporales, correspondientes a pecados ya perdonados en cuanto a la culpa.

Este poder de la Iglesia de administrar su Tesoro espiritual se hace a través de lo que se conoce como las Indulgencias. Palabreja que había escuchado muchas veces, y cuyo significado nunca logró entender.

Y se dijo de nuevo, pero esta vez sin tonillo despectivo, sino de admiración: ¡Menudo invento!, es realmente fantástico.

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