Historia de dos Estados Unidos
Dos Estados Unidos se enfrentaron el pasado martes, y uno arrasó. El Estados Unidos que votó a Harris se encontraba, al igual que con Clinton, Obama y Biden, entre los hombres y mujeres más jóvenes, urbanitas, con rentas más altas y estudios universitarios, que viven en la Costa Este o en la Costa Oeste. Estas personas han disfrutado del auge de la tecnología y la inteligencia artificial, se han beneficiado del alza del mercado de valores y han aprovechado las credenciales que consiguieron en las universidades estadounidenses para acceder al poder en el Gobierno, los medios de comunicación y las empresas de Estados Unidos. Estos estadounidenses siguen viviendo el sueño . Harris ganó cada uno de los segmentos de voto de este Estados Unidos, pero el retraso de Biden en abandonar la candidatura dejó a la candidata sin tiempo para ganarse también la confianza y el apoyo de las partes de la población que les votaron en 2020, sobre todo los latinos y los negros que no habían vivido el sueño y que se dejaron llevar por un hombre que parecía escucharlos. El segundo Estados Unidos, el electorado de Trump, seguía concentrándose entre los hombres blancos mayores sin estudios universitarios que vivían en ciudades pequeñas y zonas rurales del sur y el Medio Oeste. Es un Estados Unidos al que le preocupa que sus días de gloria sean cosa del pasado, que desconfía de las élites de ambas costas y que teme que las instituciones estadounidenses estén corrompidas irrevocablemente. En una noche decisiva, el mundo descubrió cuál de estos Estados Unidos constituye la mayoría. En la nación más rica del mundo, resulta que hay más personas que esperan la materialización del sueño americano que las que lo disfrutan; más que no tienen la oportunidad de la educación que las que cosechan sus beneficios; más que temen lo que le está ocurriendo a Estados Unidos que las que aceptan su transformación, ya sea la inmigración, la oxidación de la capacidad industrial del país, la convulsa aparición de la economía digital, el auge de China o los desafíos en todo el mundo a la hegemonía estadounidense. El Estados Unidos que apoyó a Harris respaldó esencialmente los cambios que han convulsionado el país desde la década de 1960: la explosión de las matriculaciones en la educación superior; la ley de derechos civiles que otorgó el derecho de voto a los negros en el sur de Estados Unidos; los cambios en la ley de inmigración que llevaron a Estados Unidos a un gran número de africanos, asiáticos y latinoamericanos; la revolución feminista que llevó a las mujeres a puestos de poder e influencia por primera vez, y la revolución gay que culminó con el matrimonio entre personas del mismo sexo en 2015. En conjunto, esta revolución de la inclusión puso patas arriba la política y la sociedad estadounidenses. Asustó y consternó a los que no se beneficiaron de ella, especialmente a los hombres blancos que vieron cómo se ponía en entredicho su autoridad en las plantas de producción, en el sindicato, en el partido y, sobre todo, en el hogar. Cuando los progresistas liberales tradujeron la revolución de la inclusión en discriminación positiva, códigos de expresión y funcionariados de la diversidad y la inclusión, cuando intentaron blindar la revolución con una burocracia de lo políticamente correcto , el resentimiento contra la revolución de la inclusión explotó. Trump, la encarnación viviente de la autoridad masculina rezongona, sin trabas e irredenta, se autoproclamó portavoz de todo el rencor acumulado. Ahora el presidente electo tiene que recompensar los resentimientos que tan hábilmente ha provocado. Su problema es que la revolución de la inclusión dura ya dos generaciones, y sus beneficiarios ahora forman parte de su propio electorado. Hay republicanos homosexuales, igual que hay republicanos negros y feministas, y no podrá mantener su apoyo si adula demasiado abiertamente a la mayoría blanca y heterosexual que le dio la victoria. Con el control del Tribunal Supremo y de ambas cámaras del Congreso, Trump llega al cargo con más poder que ningún otro presidente desde Reagan. Tendrá que elegir entre gobernar como dirigente de un movimiento empeñado en la venganza o como líder de un partido empeñado en la hegemonía política a largo plazo. Si opta por la venganza, dará a los demócratas la oportunidad de volver a inclinar el gran péndulo de la política estadounidense hacia la equidad y la justicia en 2028. Si opta por construir una hegemonía a largo plazo, necesitará arrebatar más votos negros y latinos a los demócratas, y si mostrara las aptitudes que ello requiere, agotará la legislatura y transferirá la Casa Blanca a su heredero natural, J.D. Vance. En cuanto al extranjero, los votantes de Trump le están diciendo que no les gustan los enredos internacionales, y tampoco las alianzas que comprometen a su país a luchar y morir en lugares lejanos. Esos votantes quieren a Estados Unidos fuera de Oriente Próximo, y no entienden por qué el Pentágono envía armas al extranjero si está quedándose sin proyectiles para defenderse. Pero un presidente que permita a Putin ganar una paz que supone una derrota para Ucrania descubrirá que, al permitir que el líder ruso dicte las condiciones, no ha hecho más fuerte a Estados Unidos. «¿Quién perdió Ucrania?» se convertiría entonces en el mantra acusatorio del segundo mandato de Trump. Si mantiene su apoyo a Israel y a la guerra despiadada de Netanyahu, sus votantes podrían empezar a preguntarse, si hacer que Estados Unidos volviera a ser grande era el objetivo, ¿por qué la cola israelí sigue moviendo al perro estadounidense? Sus votantes quieren unos Estados Unidos que sean líderes, no rehenes. Hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande no es tarea fácil en un mundo multipolar, especialmente si se desprecia su principal activo: su red de alianzas globales. El unilateralismo transaccional de Trump podría llevarle a desmantelar el acercamiento de Biden a Corea del Sur y Japón , y en Europa puede verse tentado a retirarse de la OTAN. Francia, Alemania y España están débiles y divididas y a lo mejor cree que puede castigarlas por aprovecharse del paraguas de la seguridad estadounidense. Sin embargo, despreciar a los amigos les incita a protegerse, no a obedecer. Perder el apoyo de Europa es imprudente en un mundo en el que Rusia, China, Corea del Norte e Irán se suministran unos a otros armas y tecnología, y en el que Sudáfrica, Brasil e India se acercan cada vez más entre ellos. Estados Unidos no puede contener y disuadir a un eje de resistencia si su presidente entrante rompe las alianzas que realmente hicieron grande a Estados Unidos. Enfurecido por estas contradicciones y limitaciones, internas y externas, Trump podría verse tentado a convertir la presidencia en una dictadura, pero si lo hace se arriesga a una guerra civil, con el Estados Unidos que lo eligió entrando a degüello contra el que no lo hizo.