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Cambio de piel

Independientemente de la postura, ideología o forma de vida que podamos tener, es innegable que en la actualidad las sociedades están atravesando un cambio profundo. Desde luego, este cambio ha causado gran desconcierto en las élites, el mundo académico, los think tanks, los medios de comunicación y en todos quienes intentamos comprender lo que está ocurriendo en el mundo.

En lo que algunos están llamando como uno de los mayores regresos políticos de la historia moderna de Estados Unidos, Donald Trump ha vuelto a ser electo presidente. Hasta hace una semana, Grover Cleveland era el único presidente estadounidense que había logrado servir dos mandatos no consecutivos. Cleveland ganó su primer mandato en 1884, pero perdió su intento de reelección en 1888 ante Benjamin Harrison, a pesar de haber ganado el voto popular. Cuatro años después, en 1892, Cleveland volvió a postularse y derrotó a Harrison, convirtiéndose nuevamente en presidente. Tuvieron que pasar más de 130 años para que un suceso como este volviera a tener lugar.

Contra todo pronóstico, Trump volvió a ganar. Pero no fue un triunfo ordinario; a diferencia de su victoria en 2016, esta vez fue arrolladora. El pasado 5 de noviembre, más de 72 millones de estadounidenses depositaron su fe en un hombre que ya había ocupado el máximo cargo. No sólo eso: su liderazgo impulsó al Partido Republicano a obtener la mayoría en el Senado y la Cámara de Representantes, además de ganar ocho de las 11 gubernaturas en disputa.

La última vez que el Partido Republicano había ganado el voto popular en una elección presidencial en Estados Unidos fue en el año 2004, cuando George W. Bush derrotó al demócrata John Kerry. En esa elección, Bush obtuvo aproximadamente 50.7% del voto popular, mientras que Kerry alcanzó 48.3%. Desde entonces, en todas las elecciones presidenciales hasta la semana pasada, el Partido Republicano había ganado la Presidencia sólo a través del voto del Colegio Electoral y no del voto popular.

¿Qué está pasando? ¿Cómo entender que, pese a ser un criminal juzgado –aunque sin condena– Trump haya podido volver a ganar la Presidencia? Uno de los puntos críticos es que, como pasó en México en 2018, el ganador llega con la intención de hacer un ajuste de cuentas. Trump considera que fue víctima de una “persecución política” por parte del gobierno en turno (el cual siempre consideró ilegítimo tras la derrota de 2020) y ahora planea perseguir a quienes lo persiguieron, usando la ley en beneficio propio.

No hace falta ser un genio para saber que por muy poca imaginación que tuvieran sus votantes –sin la intención de ofenderlos– era claro que, al emitir su voto por Trump, los estadounidenses también estaban otorgándole el perdón y la amnistía a los responsables del asalto al Capitolio de 2021. Con esto, ha quedado claro y se ha validado el hecho de que la voluntad está por encima de la ley, señalando que lo más importante y lo que más necesita un pueblo es un liderazgo, aunque ese liderazgo no tenga ningún límite.

Los Padres Fundadores, desde Thomas Jefferson hasta el más importante de ellos, Benjamin Franklin –a pesar de no haber sido presidente–, seguramente se están retorciendo en sus tumbas al ver lo que está pasando con la democracia y con la República que tanta sangre y esfuerzo les costó establecer. Lo que sucedió en Estados Unidos la semana pasada –habida cuenta de todos los antecedentes– se trata, sin duda alguna, del cambio de piel más importante de un país que lleva más de 240 años presumiendo ser la más grande democracia del mundo. Con la elección de Trump, los estadounidenses han ido en contra de su propia esencia, eligiendo a alguien que actúa por encima de la ley.

En México también teníamos esa noción, hasta la llegada de Andrés Manuel López Obrador con su célebre frase “no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley”. Hoy, tanto en México como en Estados Unidos la ley es una espectadora más de las barbaridades que ocurren en el país.

No es tiempo para tener líderes como Trump, López Obrador o Bolsonaro. Es tiempo de aceptar, con todas las consecuencias, que lo que está en crisis, lo que se vino abajo y lo que no supimos mantener es el ideal del modelo democrático. Durante siglos, se ha prometido un mundo mejor, defendiendo que la democracia es el camino para garantizar el desarrollo a través del equilibrio de poderes. Esta promesa nunca se ha cumplido totalmente, y hoy se ve socavada por la elección de líderes que imponen su voluntad.

Los pueblos sentían y siguen sintiendo que se les engañó, de ahí su volatilidad y extremismo al momento de votar por sus dirigentes. Después de tanta desilusión y falta de resultados, los pueblos también han llegado a la conclusión de que más vale miseria segura que éxito por venir. Hoy los pueblos tienen el desafío y la difícil encomienda de encontrar ya no el equilibrio de poderes, sino el balance de las proteínas, calorías y una vida que sea digna de vivir.

El sistema democrático –y el mundo– está pagando las consecuencias de la venganza de la naturaleza. Por una parte, los desastres naturales son cada vez más letales y devastadores. Por la otra parte, un tsunami está inundando y apropiándose de los panoramas electorales y de los sistemas democráticos del mundo. Destruir la democracia desde las entrañas del mismo sistema democrático es lo que ha estado sucediendo. Lo que sí es que ya no es válido seguir asombrándonos ante los casos de los que recientemente hemos sido testigos, por ejemplo, el de México, el de Brasil o el de Estados Unidos.

A las sociedades actuales ya no les bastan las promesas vacías ni se les puede calmar con anhelos de libertades o derechos. El sistema democrático está gravemente enfermo de incredulidad y desvergüenza. Los pueblos han perdido la confianza en sus gobernantes y la fe en los mecanismos que deberían permitirles elegirlos o destituirlos.

Estamos ante el mayor desafío de la democracia desde la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Si en aquel entonces el reto era construir un sistema democrático sólido y eficiente, ahora la meta es asegurar su supervivencia.

Con Donald Trump nace ya no la instauración de una “república bananera”, sino que marca el inicio de una autocracia. Su triunfo y la forma en la que lo obtuvo es una amenaza a la estructura que hasta este momento ha sustentado a Estados Unidos.

Para disipar cualquier duda sobre lo que significa esta apuesta ciega de los pueblos –como también sucedió en México–, están entregando el control de dos de los tres poderes a sus líderes. El pasado 2 de junio Claudia Sheinbaum obtuvo una victoria histórica al convertirse en la primera mujer en ser elegida Presidenta del país recibiendo una cifra récord de 35.9 millones de votos y superando incluso la marca establecida por Andrés Manuel López Obrador en 2018. Este total representó aproximadamente 59.75% de los votos emitidos, una diferencia considerable frente a su principal contrincante, Xóchitl Gálvez, quien alcanzó alrededor de 27.45% con 16.5 millones de votos. En aquellas elecciones, como acaba de suceder con Trump, el pueblo mexicano también habló y decidió darle a Morena y los suyos la mayoría del Congreso.

El problema de otorgar tanto poder a tan pocos es que todo lo que hagan tendrá la legitimidad que el propio pueblo les ha conferido. Un pueblo que no será capaz de ver todo el daño perpetrado en su contra y que cuando lo haga seguramente será muy tarde. Sea cual sea la barbaridad que tanto Trump, los líderes republicanos, Sheinbaum y Morena decidan llevar a cabo como parte de su plan de gobierno, dichas acciones estarán respaldadas por la sabia voz de sus pueblos. Una voz que, en campaña, los ahora líderes de ambos países les prometieron que sería lo más importante y que velarían por ella. De ahí a usar y monopolizar la voz del pueblo para hacer cualquier cosa, es un camino muy corto y que ya se repite con demasiada frecuencia.

No sé hasta qué punto puede considerarse demócrata a la sociedad actual, pero debemos imponernos la tarea de reconstruir el sistema que hoy es abandonado y rechazado. Tenemos que obligarnos a crear y construir un sistema donde haya un poder fuerte pero que tenga límites. Sin límites, se cumple aquella frase dicha por Lord Acton en 1887 sobre que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

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