Me quedo con el tamalito
En 1621, colonizadores e indígenas se reunieron en Plymouth, en el actual estado de Massachusetts, para celebrar la buena cosecha habida con apoyo de los nativos, pese a las dificultades opuestas por el agreste terreno, poblado de fieras y otros espantos. El momento de hermandad, aprovechado para agradecer a la Providencia, festejó, también, el primer encuentro entre las dos culturas, una de ellas recién llegada en procura de libertad religiosa.
Desde entonces, dice el relato, se celebra el Día de Acción de Gracias (Thanksgiving), adoptado con creciente entusiasmo en nuestro país. No está de más tener un día, o varios, para dar gracias a Dios por sus favores, pero si hemos de adoptar este, en particular, no está de más conocer su origen.
Salvo la fecha, poco de lo dicho en el primer párrafo de esta columna es cierto. No, los colonizadores no arribaron a tierras incultas y yermas. A lo largo de muchos años, los habitantes nativos habían sembrado maíz y otros alimentos cuyo cultivo enseñaron a los recién llegados.
Es cierto, sin embargo, que los terrenos y aldeas estaban despoblados. Las plagas traídas de Europa por las embarcaciones de Samuel de Champlain y John Smith diezmaron a los habitantes originales alrededor de 1616. La patente de colonización firmada por Jacobo I se refiere a la tragedia sanitaria como una “maravillosa plaga”, oportuna para despejar el camino a sus súbditos.
Esa realidad echa por tierra la historia del banquete como celebración de los primeros encuentros entre nativos y colonizadores. Hubo contactos mucho antes y también abusos. La mitología de la fiesta sobrevive con pocos intentos de explicar por qué Squanto, el “buen salvaje” de la historia y traductor indígena de los colonizadores, hablaba inglés. La respuesta es sencilla: fue secuestrado por la tripulación de Smith, como ocurrió a muchos de sus congéneres a lo largo de décadas, y llevado a Europa para venderlo como esclavo. No hay claridad sobre las circunstancias de su regreso a la tierra donde buena parte de los suyos había muerto en años recientes.
En esa época, los días de acción de gracias se decretaban a menudo, muchas veces para celebrar victorias militares como la obtenida en la masacre de 1637 sobre los mismos wampanoag del festín celebrado 16 años antes. Dios, pensaban los vencedores, estaba de su lado. En su nombre cruzaron el Atlántico, no para hallar la libertad religiosa de la cual gozaron en Holanda, donde se habían establecido, sino para fundar una sociedad teocrática, donde la disidencia religiosa era blasfemia o herejía.
Los indígenas tampoco llegaron al banquete con el corazón en la mano. Después de verse diezmados por la epidemia, los wampanoag sufrieron constantes asaltos de los narragansett y se aproximaron a los colonizadores en procura de una alianza, explotada contra sus rivales en años subsiguientes, hasta el fatídico 1637.
Como es obvio por la sucesión de guerras y la toma de los territorios indígenas, en 1621 no se fundó una tradición de hermandad. Fue Abraham Lincoln, en 1863, quien estableció el día festivo, a lomos del mito fundacional, para celebrar sus victorias en Vicksburg y Gettysburg.
Abundan las razones para dar gracias a Dios y todas las oportunidades son buenas, pero vale la pena averiguar un poco más antes de enfrentar con devoción el pavo (los historiadores creen más probable la ingesta de venado como plato principal en 1621) y el pastel de ayote, delicia imposible en ese momento y lugar a falta de mantequilla, harina de trigo y hornos. Tampoco había camote en aquella Norteamérica. Acudiré con gusto y respeto a las cenas de acción de gracias de familiares y amigos, pero me quedo con la Nochebuena y el tamalito.
agonzalez@nacion.com