Nuestro inmenso consenso, por Rosa María Palacios
El aparato público peruano es como un elefante lento, acechado por varios tigres y otras fieras ágiles, musculosas y hambrientas. Su tamaño y altura le permiten defenderse de un depredador solitario, pero sin garras, colmillos o patas delgadas para huir velozmente, ante hordas de atacantes que lo cercan, se lo van a terminar comiendo.
Por eso, el Gobierno, que administra el Poder Ejecutivo, debería tener, al menos, estrategia y reflejos porque los problemas de un país como el Perú son simultáneos y cada uno muy complejo. No solo no hay remedios únicos ni balas de plata. Tampoco hay descanso. Todo urge y todo es carencia. Solo con mirar los servicios básicos, como la salud y la educación o aquellos donde el Estado es cuasimonopólico como la justicia o la seguridad, se sufre de tantos males que es bastante sencillo para cualquier peruano hacer una rápida enumeración de todo lo que hace falta.
Sin embargo, ¿qué nos traen las noticias de la semana? Niños anémicos consumen conservas de carne de caballo (no apta para consumo humano) con proteína de pésima calidad, que además están llenas de hongos. Niños con aprendizajes perdidos a los que mandan a educación virtual o al feriado porque la presidenta no quiere verlos cuando nos visitan presidentes extranjeros, sin importar nada el daño que se les hace. Mujeres violadas en banda para las que no hay justicia ven cómo la impunidad de sus violadores permite que uno de ellos mate y descuartice a otra mujer. Policías que contaminan la escena de un supuesto suicidio del policía asesino. Minería ilegal acampando en la puerta del Congreso, con facilidades para hacerlo, a la espera de la enésima prórroga del Reinfo, un régimen de impunidad para invadir concesiones mineras ajenas y explotar sin tributar ni declarar lo que se extrae, contaminando y llevando a plantas de beneficio que de manera notoria son el motor del meganegocio del oro clandestino. El déficit fiscal, otra vez fuera de la meta, porque se gasta lo que no hay mientras el nuevo presidente de ese agujero negro llamado Petroperú se consuela diciendo que “no está tan quebrado”. Piura se seca y la sequía arrasa la Amazonía con una temporada de incendios que ha sido durísima, mientras que el alcalde de Lima ofrece un tren que es eléctrico, pero a diésel; donado pero pagado; nuevo pero viejo; que nadie sabe quién va a operar porque la MML no puede desarrollar actividad empresarial al prohibírselo la Constitución. Y se supone que esa es la buena noticia. Y el Congreso, que se ha ocupado con entusiasmo de facilitar el crimen con una batería de leyes, a falta de más impunidad quiere una comisión para hacerse un código penal nuevo, a la medida de sus deseos, no si antes por supuesto demoler lo queda de la autonomía del sistema electoral y del sistema de justicia.
Dina Boluarte no está capacitada para gobernar. No lo estaba cuando postuló a la vicepresidencia en la plancha de otro hombre que tampoco tenía ningún atributo para tan importante cargo. Ni experiencia ni inteligencia ni conocimiento. Ni siquiera astucia. Boluarte ha creado ella misma sus problemas judiciales con una conducta que se investiga por delictiva y de la que ella, y solo ella, es responsable. Ocupada en probarse los artículos de lujo que sus waykis le regalan o en firmar resoluciones de nombramientos a pedido, ha encomendado el Gobierno del país a sus ministros, otra tira de incompetentes de su mismo nivel, que no tienen la más remota idea de cómo enfrentar una crisis de inseguridad generalizada, un problema de bajos aprendizajes, una epidemia de anemia, una sequía, un incendio forestal, o cómo parar la sangría del déficit fiscal. Crecer al 3% es una vergüenza con los precios internacionales de oro y el cobre; y controlar la inflación es mérito del BCR (esa isla de excelencia, que resiste), pero de eso anda jactándose el Gobierno como gran logro propio.
Esta semana, con 3% de aprobación, Dina Boluarte se ha convertido en factor de unidad nacional. Si en algo hay un consenso inusitado, es en su absoluta desaprobación. Al menos, en eso estamos todos de acuerdo y eso ya es un logro. ¿Cómo se convierte ese repudio, que la presidenta comparte con su gran aliado y sostén, el Congreso, en un factor de cambio? Esa es la gran pregunta. Esta semana participé en el evento ‘Aula Magna’, organizado por la PUCP y luego de la exposición de Alberto Vergara sobre la creciente impopularidad de la democracia como régimen de gobierno, nos preguntábamos ¿dónde están los ciudadanos? ¿Este creciente aprecio por los regímenes autoritarios favorece el silencio de las mayorías?
El pueblo peruano está, otra vez como en la pandemia, mostrando una capacidad de aguante que asusta. Ya nada escandaliza. El exsocio político y el hermano de la presidenta comparten destino: están prófugos. Y aquí no pasa nada. Su abogado personal, preso. Ella persiguiendo a los que allanaron su casa y encontraron las pruebas de su confeso enriquecimiento ilícito. Se abusa, se mata, se roba, se extorsiona y el pueblo calla y mira para otro lado. Pero es en el goce de derechos fundamentales donde se cede sin chistar. ¿Con qué autoridad pueden quitar el derecho a la educación? ¿La libertad de tránsito? ¿El derecho a la salud o a la vida? ¿No hay acaso una inmensa mayoría que aspira a vivir y no solo a sobrevivir?
También hay que hacer notar que no hay en el horizonte nadie capaz de capitalizar políticamente el descontento. Ningún partido, líder, figura o caudillo. Nadie que haya logrado leer el alma y corazón del pueblo y entender su quietud para, con un chispazo, arrancar esa movilización hacia el bien común que tanto necesitamos. Alguien debe haber en 38 partidos capaz de inspirar, orientar, liderar a 18 meses de una elección nacional y, sin embargo, ese espacio está más vacío que nunca. Hay inmenso consenso en lo que no queremos porque está delante de nuestros ojos, en la Presidencia y el Congreso; sabemos lo que queremos, tal vez al menos en lo fundamental, porque nos hace inmensa falta; pero aún seguimos esperando una voz que clame en el desierto y que vuelva a conectar a los ciudadanos con la buena política, la que busca la felicidad y prosperidad de todos. Un justo, en Sodoma, siempre se puede encontrar. Que llegue pronto antes de que todos los tigres terminen de comerse al elefante.