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Reflexión sobre la Navidad

El nacimiento de Jesús es un hecho histórico. Sabemos que nació en Belén de Judea, provincia del Imperio romano. Pasó por la tierra haciendo el bien. Su madre se llamaba María y su padre, José, que era carpintero.

Nació en el pesebre de un establo porque no había lugar en la posada. Entró en la historia sin ruido y en medio de dificultades. Lo recibieron pastores, la gente más sencilla.

De Oriente llegaron los Reyes Magos para rendirle homenaje y entregarle regalos de una riqueza simbólica.

Su nacimiento dio origen a la Navidad, cuyo significado, del latín nativitas, es “nacimiento”. Esta celebración une a muchas naciones y culturas.

El arte la expresa de mil maneras; la literatura también. El nacimiento de Jesús, también llamado Cristo, fue un parteaguas en la historia. ¿Existe algo crucial y decisivo en este acontecimiento? ¿Trasciende el hecho histórico? Quizás adentrarse en esta respuesta, en este misterio, sea un camino muy personal.

Para los cristianos, la Navidad, más que una fiesta, es un encuentro con el modo de ser de Dios, que se hizo hombre y vino a buscarnos, no a juzgarnos.

Nos ama sin distinción de raza, cultura o credo. Nos dio la vida, el tiempo, la inteligencia y la fuerza para luchar. También nos dio la confianza y la capacidad de asombro.

Puso en nuestro camino personas que son decisivas, como nuestros abuelos, padres, maestros y otros seres queridos.

El bien que realizan deja una huella de gratitud. También debemos agradecer a quienes atienden nuestra mesa, ponen gasolina, recogen la basura o levantan construcciones. Son tantas las personas invisibles.

Las dificultades en la vida tienen un valor porque nos vuelven más sabios. Paradójicamente, también son motivo de gratitud los acontecimientos dolorosos e imprevistos, como una enfermedad que cambia los planes, la partida de un ser querido o un revés en el trabajo o en los negocios.

Con el paso de los años, conseguimos interpretarlos mejor. La vida, muchas veces, se sirve de esos acontecimientos para hablar con nosotros, porque el dolor tiene significado: nos hace más humanos.

La gratitud lleva a la paz, y la responsabilidad de la paz está en manos de todos. Siempre será uno de los bienes más implorados y anhelados.

La paz es la gran herencia de los costarricenses, un sueño que otros quieren reconstruir. Debemos trabajar por ella, pero, sobre todo, debemos buscarla donde la hemos perdido.

La paz interior arranca del propio corazón cuando somos leales a nuestras convicciones y principios. Cuando buscamos ser amigos de la verdad, cuando no la trivializamos y queremos entrar a fondo en ella.

La paz dirige, orienta y libera, mientras que la mentira conduce al error, oscurece la inteligencia y divide voluntades: una vieja arma conocida.

Un gran regalo de la Navidad es la ilusión. Su escudo es la esperanza. Tenemos una gran necesidad de ilusiones compartidas en medio de una sociedad muchas veces individualista. Una sociedad que se cierra y se asfixia. Por las ventanas de la ilusión entra la fuerza necesaria para mirar el futuro con alegría.

La ilusión necesita un proyecto para mantenerse viva. Nunca es tarde para emprenderlo. Ilusionémonos por las cosas sencillas. Alejémonos de las distracciones, que tarde o temprano conducen al aburrimiento.

La felicidad la encontramos en lo único que tenemos: el presente. Hagamos de cada jornada un día festivo y de nuestra vida, una existencia ilusionada.

Somos capaces de transformar el mundo porque fuimos dotados de la capacidad de amarnos. Regalar tiempo, cercanía, compañía, comprensión, consejo, consuelo y ayuda a los invisibles son los mejores regalos en Navidad.

El amor cambia a las personas. Es lo que nos aleja del caos. Creo que gracias a su fuerza, la felicidad entrará nuevamente en el mundo, ya que, así, Dios entró en él.

hf@eecr.net

Helena Fonseca Ospina es administradora de negocios.

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