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El buen gobierno

En los países industrializados, lo primero que trata de agenciar el gobierno con su política económica es la estabilidad. En segundo término, busca el desarrollo o el proceso que tiene como finalidad esencial seguir mejorando el sistema económico para obtener una razonable tasa de crecimiento –variación porcentual del PIB en términos reales– bajo una visión ordenada y de largo plazo. En el caso de los países del tercer mundo, la prioridad del gobierno es el desarrollo, o la transformación estructural que favorece el crecimiento de los sectores de la economía de manera ecuánime y sostenible en el tiempo. En segundo término, es lugar común a estos países de menor desarrollo relativo, situar la estabilidad como finalidad de la política económica. Sin embargo, no habrá desarrollo económico si no mejora la educación en sus distintas fases y si no avanza la calidad de vida de la población en términos generales. Estamos hablando de sostenibilidad prudencial, de generar empleo estable y bien remunerado, de reducir la pobreza. De allí resultarán las diversas manifestaciones visibles de prosperidad, entre ellas la innovación y el avance tecnológico, la mayor esperanza de vida, el respeto a los derechos humanos.   

En todo esto, la administración pública tiene un papel de primera importancia. Se trata de las organizaciones que tienen a su cargo la gestión de los recursos del Estado y las instituciones públicas, con la finalidad de atender las necesidades del ciudadano. Hablamos en puridad de conceptos de diligenciar los servicios de manera transparente, oportuna y eficaz, así como también de la seguridad personal, de la defensa del territorio y del orden público, al igual que la salud, y la conservación de los recursos naturales. En su afán de lograr metas de crecimiento socioeconómico, una buena y cualificada administración se propone alcanzar una cierta estabilidad de precios, una mejor redistribución del ingreso y de la riqueza, un equilibrio presupuestario y de la balanza de pagos. Y para ello dispone de diferentes herramientas, como son las políticas monetaria y fiscal, los incentivos a la inversión y a la producción, incluso los programas sociales. 

En un vistazo al pasado para comprender el presente y encontrar nuevas energías con las cuales preparar el porvenir, encontramos el magnífico ejemplo de Santos Michelena, el primer economista venezolano en ocupar la Cartera de Hacienda y de Relaciones Exteriores en el gobierno republicano de José Antonio Páez. Michelena dirá en su Memoria de la Secretaría de Hacienda correspondiente al año de 1832 que, más allá del diagnóstico y de las medidas, “…la reforma fundamental de absoluta preferencia es declarar en comisión todos los empleos, a fin de que el Ejecutivo pueda remover a los que los desempeñen sin forma de juicio, cuando considere que su continuación es perjudicial al Estado…”. Sobre la administración de la Hacienda Pública, evocará las palabras de un sabio ministro colombiano, para quien aquella “…requiere un vigor extraordinario, y es indispensable alimentarlo y fomentarlo con la vigilancia y severidad…”. Michelena considera que esa facultad del gobierno es esencial para ejercer su acción y de tal manera superar los obstáculos que la entorpezcan o inutilicen, con esa eficacia que demandan las leyes al momento de su cumplimiento y la confianza imprescindible para no aventurar su propia responsabilidad. Dicho esto, Michelena se pregunta: “… ¿Cuántas veces, sin poder remediarlo, no tiene que sufrir un empleado negligente, omiso, inepto, o a quien la opinión general imputa connivencia, malversación, colusión y peculado, al vérsele acumular una fortuna superior a los ahorros de su escaso sueldo, y vivir con la esplendidez y lujo de un rico capitalista, o propietario? …”. Concluye Michelena anotando la dolorosa experiencia que acredita la dificultad de poner en tela de juicio las infracciones de esta especie. 

Pero situemos nuestra atención en la insuficiencia profesional de algunos funcionarios. Los temas complejos y los problemas severos exigen la actuación diligente de individuos serios y preparados suficientemente, al momento de afrontarlos y de procurar resolverlos. Aquí recordamos a von Mises, para quien los términos “burócrata”, “burocrático” y “burocracia” son francamente injuriosos. Según von Mises, nadie –ni siquiera entre los progresistas–, se titula burócrata ni califica de burocráticos sus métodos de organización. Más adelante, reflexiona sobre el sentir de un norteamericano común, frente al creciente mal de la burocracia. Al efecto, escribe con acento figurativo: “…El burócrata no llega a su puesto en virtud de la escogencia de los electores, sino por la designación hecha por otro burócrata. Él se ha arrogado una gran parte del poder legislativo. Las Comisiones y Oficinas gubernamentales publican decretos y reglamentos que se proponen ordenar y dirigir la vida de los ciudadanos en todos los aspectos. No solo regulan las materias sobre las cuales hasta ahora los particulares habían tenido libertad de decisión, sino que no vacilan en publicar decretos que abrogan prácticamente leyes debidamente promulgadas…”. Naturalmente, para el gran economista austríaco, no habrá duda alguna de que este sistema burocrático es esencialmente antiliberal. Recordemos que los padres fundadores de la nación norteamericana, se propusieron crear una República gobernada por una administración frugal, con muy pocas instituciones y bajos gastos generales –actuante con mínima interferencia sobre el ámbito de acción de los particulares–.  

La democracia implica la supremacía del Estado de Derecho, por lo cual es incompatible con aquellos regímenes que reúnen en sus manos todo el poder público: legislativo, ejecutivo y judicial. Siempre que la actuación de la administración pública esté condicionada por la Ley, el ciudadano común dispondrá de facultades para hacer valer sus derechos ante la autoridad competente, en caso de excesos cometidos por la burocracia administrativa. Sobre la actuación de la administración pública, igualmente gravita un imprescindible control fiscal –la función pública que supervisa el trámite de los recursos y bienes del Estado y que alcanza la actuación de las personas y entidades que los administran–. 

Conjugando el pensamiento de Michelena y el de von Mises –ambos liberales doctrinarios–, llegamos a la conclusión que el buen gobierno debe disponer de facultades que le permitan remover a los burócratas empedernidos de sus cargos, sustituyéndolos por personal suficientemente formado, capacitado y honesto, que a su vez se someta al imperio de la ley y a los dictámenes del control fiscal. Porque como recordaba Uslar Pietri en 1983, parafraseando aquella fórmula imperecedera del Libertador: “…hombres virtuosos, hombres patriotas, hombres ilustrados, constituyen las Repúblicas…”.

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