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La muerte asistida llega al Reino Unido

El mes pasado, los miembros de la Cámara de los Comunes del Reino Unido votaron según su conciencia sobre un proyecto de ley que permitiría a algunos pacientes recibir asistencia médica para morir.

En el 2015, una propuesta similar fracasó, con 118 votos a favor y 330 en contra. Pero esta vez, el proyecto de ley (presentado por la diputada laborista Kim Leadbeater) recibió 330 votos favorables y 275 rechazos.

El proyecto de ley estipula que los pacientes con 18 años de edad o más que hayan recibido diagnóstico médico de una enfermedad terminal y no les queden más de seis meses de vida podrán solicitar asistencia médica para morir.

El pedido deberá ser aprobado por dos médicos y un juez. A continuación, un médico suministrará al paciente un compuesto letal, y el paciente podrá autoadministrárselo.

El proyecto todavía debe pasar por varias comisiones parlamentarias y por la Cámara de los Lores, con posibilidad de que se enmiende, pero es probable que alguna forma de muerte asistida se vuelva legal en Inglaterra y Gales.

John Stuart Mill, miembro de la Cámara de los Comunes en 1860, estaría complacido. La asistencia médica para morir se condice plenamente con el principio que defendió en Sobre la libertad: el único propósito con el que el poder puede legítimamente ser ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es el de evitar el daño a otros.

En los Países Bajos, la eutanasia voluntaria está legalizada desde los años ochenta; Alemania, Austria, Bélgica, Canadá, Colombia, Ecuador, España, Luxemburgo, Nueva Zelanda y Suiza ya permiten la muerte asistida, mientras que en Portugal una ley similar todavía no ha entrado en vigor.

En Estados Unidos, Oregón legalizó la muerte asistida en 1997 y lo han seguido hasta la fecha otros nueve estados (entre ellos California) y el Distrito de Columbia (Washington, D. C.). También admiten la muerte asistida los seis estados que forman Australia.

Cuando en los setenta comencé a defender la legalización de la eutanasia voluntaria, el argumento más alarmante en su contra era el de la “pendiente resbaladiza”.

Los oponentes predijeron que al principio solo se honrarían pedidos bien fundados de personas con enfermedades terminales, pero que una vez debilitada la prohibición de quitarle la vida a un ser humano inocente, empezaríamos a matar a personas que sean una carga económica o integrantes de minorías raciales o étnicas a las que se considerara inferiores a la mayoría.

Como era de prever, en el Reino Unido el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, apeló a este argumento. Pero hoy, a diferencia de los setenta, hay muchos datos empíricos que lo refutan.

En respuesta al arzobispo, Leadbeater señaló la experiencia de Oregón, donde la muerte asistida es legal desde hace ya 27 años y no hay pendiente resbaladiza a la vista.

Los opositores a la legalización en el Reino Unido también mencionaron el peligro de que en cuanto los médicos pudieran brindar asistencia para morir, los pacientes terminales se sintieran presionados a solicitarla.

Liz Carr, actriz y activista por los derechos de los discapacitados, sostuvo que una persona podría pensar: “mi familia tiene que cuidarme, tengo incontinencia, no quiero usar todos mis ahorros en atención médica, para quienes me aman es mejor no verme así, tomaré la decisión más honrosa”.

Carr no se equivoca: puede haber quien piense así. Pero ¿es eso una objeción a la legalización de la muerte asistida? ¿Acaso una persona a la que le han dicho que le quedan menos de seis meses de vida no tiene derecho a decidir que en vez de gastar sus ahorros en atención médica prefiere que estén a disposición de su familia tras su muerte?

Si juzga que seguir gastando dinero en su tratamiento no es razonable (tal vez después de haber usado una parte con ese fin), ¿no es la persona más indicada para tomar la decisión?

Otro argumento que he oído muchas veces en los últimos cuarenta años es que en vez de legalizar la muerte asistida, los gobiernos deben gastar más en cuidados paliativos para que los pacientes terminales mueran de muerte natural sin sufrir.

En el reciente debate británico, este argumento vino de una fuente inesperada: Wes Streeting, secretario de Estado para la salud y la atención social en el gobierno laborista.

Streeting votó en contra del proyecto de ley, diciendo que, en su opinión, el sistema de cuidados paliativos no es lo bastante bueno para dar apoyo a la muerte asistida.

Si Streeting quiere reducir el número de personas que usarán la nueva ley, el gobierno al que pertenece tiene en su poder garantizar que el Reino Unido tenga los mejores cuidados paliativos posibles con el estado actual de la ciencia y con los fondos disponibles.

Pero hasta que eso suceda, ¿por qué habría de impedir el acceso a la muerte asistida a pacientes terminales que están muriendo en forma dolorosa e incómoda como resultado de las falencias del sistema de atención médica gestionado por su propio ministerio?

En cualquier caso, las estadísticas de Oregón muestran que solo una minoría de los que utilizan la Ley de Muerte con Dignidad del estado lo hacen por falta de un control adecuado del dolor.

Las razones más citadas incluyen la pérdida de autonomía y no poder participar en actividades que hacen a una vida placentera, y los cuidados paliativos no pueden cambiar esos aspectos de la enfermedad.

Felizmente, es muy probable que pronto los residentes de Inglaterra y Gales con enfermedades terminales (y los de Escocia, cuyo parlamento tiene en estudio un proyecto de ley similar) decidan por sí mismos cuándo sus vidas ya no son dignas de vivirse.

Peter Singer, profesor emérito de Bioética en la Universidad de Princeton, es copresentador del pódcast Lives Well Lived, cofundador de la organización benéfica The Life You Can Save y autor de libros como Animal Liberation, Practical Ethics, The Life You Can Save y el más reciente Consider the Turkey.

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