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Camacho…

Mi abuelo era un hombre de pocas palabras, al menos con su nieto. Me creía una persona adulta cuando apenas mis ojos lo observaban con la inocencia y la «maldad» retozona que acumula un niño de apenas unos diez u once años.

«Papi», como le decíamos, lo mismo discutía conmigo de pelota que de política, o hablaba de sus hazañas de combatiente digno en las lomas de Minas de Matahambre, en Pinar del Río, cuando el alzamiento simultáneo del 30 de noviembre de 1957.

El viejo era un hombre recio, duro y, tal vez, hasta poco expresivo en el ámbito familiar. Pero su rostro siempre cambiaba, de alguna forma, cuando decía sin tapujos que no había un hombre más ejemplar y coherente que el Comandante del Ejército Rebelde Julio Camacho Aguilera. Lo admiraba en mayúsculas, de eso no había dudas.

«Como Camacho no pasará otro dirigente en Pinar del Río», solía decirme con plena convicción en cualquier sana «discusión» nuestra. Lo expresaba con conocimiento de causa, porque lo sintió batirse de sol a sol como su Primer Secretario del Partido, porque su popularidad se impregnó fuerte en los vueltabajeros dando el ejemplo, porque se ganó el cariño de todos con hechos.

Sin el abuelo sospecharlo, fue inculcando en su nieto, poco a poco, esa admiración sincera hacia el líder y combatiente cubano. El viejo no lo decía, pero se le notaba en la mirada que una de sus mayores frustraciones como revolucionario era no haberlo podido conocer en persona, hablarle y abrazarlo. Y lastimosamente la vida no le dio esa oportunidad.

Se volvió entonces una inquietud personal hacerlo. El momento llegó hace seis años atrás, cuando me enteré que Camacho estaba de visita en el Museo Provincial de Historia de Pinar del Río. Como un bólido, y con la más informal ropa por la premura, arranqué para allá.

Y efectivamente, entre niños y anécdotas de las batallas revolucionarias del decisivo año 1958, estaba él. Con su estatura moral y física aconsejaba a los bisoños, les hablaba con la dulzura que solo nace de los hombres duros y consecuentes con la vida.

Aguardé tranquilo, y me sumé al estrecho diálogo como si fuera un pequeño más de los que estaban allí. En cierto modo, aquel museo me recordaba a la sala de la casa sintiendo respirar al abuelo orgulloso.

Con toda la sencillez de su inmensidad humana, tal y como me contaba el viejo, Camacho me estrecha la mano sin ningún protocolo. Y al fin puede mirar a los ojos del Comandante del Ejército Rebelde para decirle en breves palabras: «Gracias por inspirar siempre la vida de mi abuelo».

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