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Que vivan los estudiantes

“¡Que vivan los estudiantes! ¡Jardín de nuestra alegría! Son aves que no se asustan de animal ni policía. Y no les asustan las balas ni el ladrar de la jauría. ¡Que vivan los estudiantes, que rugen como los vientos cuando les meten al oído sotanas y regimientos!“, cantó, en 1970, la artista folclorista chilena Violeta Parra. Una mirada algo idealizada, es cierto, pero con descripciones que entonces podían ser verdaderas.

Hoy, el sufrimiento causado por sus familias o una educación sin límites, junto con los cambios económicos y culturales del mundo y el evidente deterioro de la clase política, marcan a la juventud.

“Nosotros nunca encontraremos trabajo”. “No tenemos futuro”. “Cuando envejezca, no existirá el sistema de pensiones”. Son declaraciones que escucho con frecuencia.

Si son hijos de un padre que maneja pegando pitazos, grita a las mujeres en la calle o las calla en el trabajo; de una madre arrinconada por el miedo o llena de resentimiento; si sus padres creen merecerlo todo porque sí y son del tipo de gente que se salta las reglas de convivencia social para sacar, malamente, ventaja, ¿qué juventud esperamos?

Si tienen docentes indolentes, rudos, poco esforzados, sin interés por enseñar o, incluso, perversos, ¿qué jóvenes tenemos?

Hace unos días hice un live en mi canal de TikTok, durante el cual rifaría un ejemplar de mi último libro. Aclaré a los cientos de asistentes que, para participar, era requisito vivir en el país y estar cerca del lugar donde se entregaría el material.

Resultó ganadora una joven, pero otro insistió en que también lo era. Ante el forcejeo, imposible para mí de resolver, decidí otorgar dos ejemplares, confiando sobre todo en el segundo participante, que reclamaba haber ganado.

Ni él ni ella agradecieron de modo alguno; ella, ni siquiera cuando señalé afectuosamente su falta de cortesía. Al poco tiempo, ambos cobraron el premio por escrito: ella, deseando hacerlo doble, y él, demandando que le resolviéramos el envío. Ahora, tras mi puesta de límites, ninguno ha llegado a recoger su recompensa.

Son muchachos jóvenes, como los que tengo en mis clases: criados en familias y en una sociedad donde aprenden a juzgar como normal el comportamiento que manifiestan en varios ámbitos.

Cada semestre tengo, en promedio, sesenta estudiantes, y de ellos muy pocos dan muestra de cortesía mínima, de autocrítica y de un esfuerzo más allá de lo básico.

Algunos se comportan con gran ira y arrogancia, a la espera de cualquier minúsculo asunto para denunciar. Muchos se sienten ofendidos constantemente, pues están desprovistos de recursos psíquicos y sociales para tolerar la frustración que conlleva, sí o sí, la cultura.

Es frecuente su notoria ausencia en clase, como también lo es su desenfado para apelar una nota con el argumento de “haberse esforzado mucho”.

Por supuesto, también hay quienes sí saludan, agradecen, tienen arresto para el estudio y se miran críticamente con el fin de mejorar. No obstante, son pocos.

Del mismo modo, tengo muchos, algunos pertenecientes al primer grupo señalado antes, que permanecen en su silla hechos un puño, dolorosamente callados, sin voz ni expresión facial. Si hablan, es para pedir una oportunidad de recuperar algún trabajo no entregado.

Parecen algo colocado en el asiento, permaneciendo durante un semestre que parece no afectarlos en nada. Muchos serán indiferentes o cínicos; otros estarán llenos de complejos, miedo, sufrimiento u odio.

Entre todos, el interés por los asuntos del país es prácticamente inexistente, salvo por uno que otro con su bandera levantada para condenar a algún oponente, más que para respaldar a la sociedad.

Son, con excepciones, la generación de la indiferencia hacia el afuera. Están ocupados en el “sí mismo”.

Lo sé: más de ellos serán distintos, pero no hay forma de enterarse, pues, ante todo, se niegan a hablar. Las experiencias degradantes con otros docentes o con sus familias, la inseguridad por la falta de entrenamiento heredada de la covid, la sobreprotección familiar, el miedo a opinar y ser objeto de odio o el cálculo de decir algo que luego los prive de alguna ganancia... Todo eso, y más, puede explicar por qué deciden no hablar.

Suena durísimo, no lo ignoro, pero es lo que suelo observar en el aula. Cuando empecé a ser profesora, las cosas no eran así. Había de todo, pero en proporción inversa a lo que describo hoy.

No obstante, sobre la indiferencia de esta generación ya nos hemos lamentado antes. Por ejemplo, la filósofa francesa Simone de Beauvoir reflexionó ampliamente sobre la indiferencia en la juventud, sobre todo la que se vivió durante y después de la Segunda Guerra Mundial, como una manifestación frente al horror de la guerra y la desesperanza producida por la clase política en ese contexto.

Es decir, es, de alguna forma, un fenómeno nuevo, pero al mismo tiempo viejo.

Los jóvenes de ahora subsisten sin autoridad en varios ámbitos. Son huérfanos múltiples: padres felices de alardear “¡Soy amigo de mi hijo!”; un Estado que falta cada vez más a la promesa de cuidarlos con educación y salud gratuitas; y un profesorado, cobarde o escarmentado, reacio a ejercer su labor de guía, con miedo de aplicar disciplina.

Como Esther, la protagonista de La campana de cristal, de la escritora estadounidense Sylvia Plath, con sus sentimientos de desconexión del mundo a su alrededor, o Macabéa, de La hora de la estrella, de la autora brasileña Clarice Lispector, paseándose por su breve y precario mundo.

Y, como esa Macabéa, por ratos los jóvenes parecen permanecer en la desistencia de la vida, dejándola correr sin andar ninguna de las calles que la atraviesan.

isabelgamboabarboza@gmail.com

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