Un momento de peligros y esperanzas
Un planeta en llamas parece el nuestro en estos días finales de 2024. No cesan los conflictos – algunos antiguos – que más bien se extienden, como avivados por la mano invisible de la discordia (Eris, la malvada). Se muestra así, cuando van a conmemorarse 80 años del fin de la II Gran Guerra durante la que murieron decenas de millones de seres humanos, unos obligados a enfrentarse para intentar realizar las pretensiones de sus gobernantes, otros (la mayoría) víctimas inocentes (que llaman ahora “colaterales”), Se creyó entonces (1945) que los “grandes” podían imponer la paz. Vana ilusión de Yalta y San Francisco.
En el palacio de Livadia, residencia veraniega de los zares cerca de Yalta (Crimea), los tres grandes del momento – Franklin D. Roosevelt (USA), Winston Churchill (Gran Bretaña) y Josep Stalin (URSS) – se reunieron en febrero de 1945 (asegurada la victoria sobre Alemania y Japón) para repartirse el mundo y fijar los destinos de los pueblos. Y meses más tarde en San Francisco los vencedores y sus aliados con algunos invitados (51 estados, 20 latinoamericanos) “resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” proclamaron su decisión de unir esfuerzos para “practicar la tolerancia y convivir en paz” y “promover el progreso económico y social de todos los pueblos”, fundado en el reconocimiento de 1a dignidad y el valor de la persona humana, los derechos fundamentales de hombres y mujeres y la igualdad de las naciones grandes y pequeñas. Con tales fines crearon la Organización de las Naciones Unidas.
La ONU, encargada de mantener la paz, no pudo cumplir su misión, entre otras causas por las diferencias irreconciliables entre los miembros permanentes (con poder de veto) de su órgano ejecutivo: el Consejo de Seguridad. Desde su fundación se han sucedido, casi sin interrupción, múltiples conflictos, mortíferos y destructores. Entre otros: las guerras árabe-israelíes (1948-1949, 1956, 1967, 1973), la de Corea (50-53), las de Vietnam (1955-1975), la de Eritrea (1961-1991), las de la región de los Grandes Lagos (1978, 1994, 1996-2013), la de Irán-Irak (1980-1986), la del Golfo (1990-1991), las de los Balcanes (1991-1999), las invasiones de Afganistán (1979-1989, 2001-2021) y la de Irak (2003-2011). Además de las guerras de descolonización: en Indochina (1946-1955), Argelia (1954-1962), Angola (1961-1975), Mozambique (1964-1974), Rodesia (1964-1979). Y de muchos conflictos internos, como los de Grecia (1946-1949), Congo (desde 1960), Biafra (1967-1970), Centroamérica (1960-1992), Camboya (1967-1991), Etiopía (1974-1991), Líbano (1975-1990, 2006), Ruanda (1990-1993).
No faltan en estos días los enfrentamientos: unos próximos, otros lejanos, algunos casi ignorados. En Europa, hace tiempo se apagaron los que atizaban organizaciones nacionalistas (IRA en Irlanda, ETA en España); pero al este continúa la guerra que Vladimir Putin inició en 2014 (cuando se apoderó de Crimea) para incorporar aquel territorio al nuevo “imperio” ruso (cuya reaparición ha anunciado). En el Medio Oriente, se mantienen las guerras en el Kurdistán, en Yemen, en Libia, en Gaza, en Líbano. El de Siria, que parecía apagado, se encamina a desenlace inesperado. Pero, casi olvidados – se han hecho permanentes – persisten otros conflictos: en Birmania (con importantes grupos armados de varias minorías étnicas), Somalia (país realmente desmembrado), Sudán (y especialmente en Darfur), Sudán del Sur, Etiopía (en la región de Tigray), en los países del Sahel. También en Suramérica, en Colombia, donde largas conversaciones apenas si han logrado el desarme de algunos grupos.
Al lado de las mencionadas, tienen lugar otras guerras que causan muchas bajas: las de ciertos regímenes contra pueblos inermes. Contra los uigures de Sinkiang y los tibetanos, y sus respectivas culturas, en China; contra las mujeres, cuyos derechos ignoran gobiernos fanáticos islámicos (como los de Irán y Afganistán), contra los ciudadanos que no se muestran sumisos como en Corea del Norte, Guinea Ecuatorial, Eritrea o en Cuba, Nicaragua y Venezuela. La violencia puede venir de grupos organizados y armados para realizar actividades criminales. Como los que manejan (ilegalmente) la producción y comercio de todo tipo de drogas, especialmente desde Oriente, África o América Latina hacia poblaciones ricas (de Europa y Estados Unidos), así como minerales de gran valor económico o militar (oro, coltán, uranio, diamantes, esmeraldas). Y en las últimas décadas las corrientes migratorias desde el Tercer Mundo hacia los países industrializados (por el mar Mediterráneo o Centroamérica).
Cerca de 2.000 años antes de la aparición de La riqueza de las Naciones (Adam Smith. 1776) un poeta de la Grecia arcaica – Hesíodo (Trabajos y días, circa 700 a.C.) – advirtió que no había un único tipo de discordia sino dos (diosas), de naturaleza completamente diferente. Junto a la malvada, que fomentaba la guerra, existía otra, más amable con los hombres, pues lograba que trabajasen duro y compitieran (el agricultor, el alfarero, el artesano, el trovador) en busca de riqueza y beneficios: “el vecino compite con su vecino en apresurarse tras la riqueza”. Smith, que fue profesor de filosofía moral en Glasgow, recuperó ese concepto: “Buscando sólo su interés personal, (cada individuo) trabaja a menudo de una manera mucho más eficaz para el interés de la sociedad, que si se lo hubiera puesto como objetivo de su trabajo”. Era la clave del sistema de “libertad natural” que conduciría al bien común.
La “libertad natural” absoluta (sin regulación por los entes públicos) en las relaciones económicas y sociales, que provocó el ascenso de Gran Bretaña y Estados Unidos al dominio mundial, permitió también graves injusticias: varias generaciones de hombres y mujeres fueron sacrificadas en la búsqueda del progreso material y la acumulación de capitales. Esa situación llevó al establecimiento de regímenes autoritarios (de distinto signo: comunistas, fascistas, nacionalistas) y en definitiva a las grandes guerras. Por eso, finalizados aquellos conflictos mayores, se comprendió que –junto con garantizar la libertad económica– se debe intentar crear estructuras que aseguren la satisfacción de las necesidades (¡no solo materiales!) de todos los hombres. No basta, pues, jugar al equilibrio de las exigencias públicas y privadas. Existen prioridades de hombres y mujeres concretos que deben ser atendidas. No hay un modelo único para lograrlo, porque cada pueblo vive circunstancias particulares. Tampoco será permanente, más bien perfectible.
Entramos –¡casi de improviso!– en tiempos de incertidumbre. Resulta extraño, porque hasta hace poco reinaba el optimismo. En realidad, nunca la humanidad había gozado de las condiciones de hoy: la pobreza cayó de 46% en 1984 a 21% en 2022. La comunidad internacional puso fecha para superar la precariedad: 2030. Y los Estados se comprometieron a abandonar las prácticas que ponen en peligro la “salud” del planeta, amenazada por el cambio climático. Pero, algunos hechos (expansión de una pandemia; invasión no justificada de un país vecino, golpe de fuerza contra un estado soberano) han hecho abandonar las ilusiones. Aquellas predicciones no se van a cumplir. Quienes tienen las más graves responsabilidades dudan del rumbo que han seguido: Estados Unidos quiere replegarse sobre sí para fortalecerse; China discute la conveniencia de las líneas políticas fijadas en 1979, Europa debate el reforzamiento de su unidad. ¿Es una pausa en el camino?
Muy pocos creían posible la caída del muro de Berlín días antes de que ocurriera (9.11.1989). Y casi nadie pensaba entonces que la existencia de la Unión Soviética estaba en peligro. Fue declarada disuelta apenas 2 años y 48 días después (26.12.1991). Pero, los protagonistas de la conferencia de Yalta habían creído fijar el mapa del mundo por varios siglos. Ocurre algo similar (aunque de menor trascendencia) ahora mismo. Parecía que la situación del Medio Oriente no admitía modificaciones (más allá de las impuestas por la fuerza de Israel). Los sucesos de Siria, que siguen a los de Gaza, han mostrado lo contrario. Porque los hombres no siempre atienden las indicaciones de la razón, sino las seducciones de la “discordia malvada”: en lugar de dedicar sus trabajos y recursos para crear bienestar y riqueza los destinan a prepararse para la guerra: entrenan soldados, compran armas, construyen fortificaciones y túneles.
Casi ochenta años después del final de la II Guerra Mundial resuenan los cañones en todos los continentes. En verdad no han dejado de disparar. Ni siquiera en Europa, que hubo que reconstruir casi completamente. Es la hora de imponer la paz, que no significa sumisión. Se requiere una nueva ordenación del mundo, más justa. Por fortuna, Yalta (que reivindica V. Putin) es historia (dolorosa para muchos). El futuro debe también garantizar la libertad, entendida como desarrollo de la personalidad, lo que no se hizo en aquel momento. Por eso, en la nueva organización deben participar todos los pueblos del mundo.
X: @JesusRondonN
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