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La migración y el derecho a habitar

Habitar un lugar no debería ser un privilegio, sino un derecho inalienable. Sin embargo, para millones de personas en el mundo, la idea de “habitar” está teñida de obstáculos invisibles: fronteras, documentos, idiomas y prejuicios. La migración no es solo un fenómeno social; es el espejo más honesto de nuestras desigualdades globales. Es un acto humano profundamente arraigado en nuestra naturaleza buscar seguridad, bienestar y pertenencia.

Cuando pienso en las personas migrantes que he conocido, no veo cifras, sino historias. Recuerdo sus ojos, sus manos gastadas por los trabajos que otros no quieren hacer, pero que ellos asumen con dignidad. Pienso en las madres que cruzan desiertos con niños en brazos, en los jóvenes que enfrentan mares y montañas con la esperanza de construir un futuro. Sus cuerpos son mapas de las rutas que el mundo les ha negado. Sus almas son testigos de una resistencia que muchos no entendemos.

Pero habitar no solo se trata de un lugar físico. Habitar es también pertenecer a uno mismo, a un cuerpo y una identidad que no deberían ser condicionados por el color de la piel, el idioma o el estatus migratorio. El derecho a habitar empieza en la piel: en cómo habitamos nuestro propio ser, nuestra propia historia. Para las personas migrantes, este derecho se convierte en un desafío doble: recuperar el sentido de pertenencia en un mundo que constantemente las despoja, las etiqueta, las limita.

Desde los discursos de odio hasta las políticas de exclusión, hemos creado sociedades que no solo les niegan el derecho a habitar, sino que convierten sus vidas en travesías perpetuas. Les exigimos que demuestren su humanidad más de lo que les exigimos a quienes nunca han tenido que huir. ¿Por qué seguimos construyendo muros en lugar de puentes? ¿Por qué el acto de migrar, inherente a la historia humana, se ha transformado en un delito?

La respuesta, quizás, está en nuestra incapacidad de mirar más allá del miedo. Nos aferramos a la idea de que proteger lo nuestro significa cerrar puertas y endurecer corazones. Pero si algo he aprendido de las personas migrantes es que su viaje no se trata solo de escapar, sino de resistir. Resistir a un mundo que les grita que no pertenecen.

No se puede hablar de migración sin hablar de justicia. No se puede hablar de justicia sin reconocer que nadie debería tener que pelear por un lugar en el mundo. Y no se puede hablar de habitar sin comprender que todos somos, al final del día, huéspedes temporales en esta Tierra.

Las personas migrantes nos recuerdan que el derecho a habitar es también un llamado a cuestionar cómo habitamos nuestras propias vidas. ¿Estamos presentes en el mundo de una manera que abrace a otros? ¿O somos cómplices de las mismas estructuras que perpetúan la exclusión y el desarraigo? Habitar implica construir espacios —físicos y simbólicos— donde todos podamos existir, sin miedo y con dignidad.

Tal vez, al aprender de las personas migrantes, podamos reconciliarnos con nuestra humanidad. Porque cuando dejamos de luchar por pertenecer y empezamos a aceptar que todos habitamos el mismo mundo, es ahí donde empieza el verdadero cambio.

Antes del fin

Hannah Arendt, en su análisis sobre los derechos humanos, afirmaba que el derecho más básico no es el derecho a la vida, sino el derecho a tener derechos: a ser reconocido como parte de la humanidad. En su obra Los orígenes del totalitarismo, Arendt describe cómo, al despojar a un ser humano de un lugar en el mundo —ya sea un país, una comunidad o una identidad legal— lo reducimos a algo menos que humano. No hay mayor exilio que el que ocurre cuando alguien deja de ser visible para los demás.

Esta idea resuena poderosamente en el contexto de la migración. Negar a las personas migrantes un lugar donde habitar no es solo una cuestión territorial; es una negación de su humanidad. Al erigir muros y endurecer políticas, lo que hacemos es despojarles del derecho más elemental: el de existir con dignidad en un mundo compartido.

Esta reflexión nos obliga a cuestionarnos: ¿qué tipo de humanidad estamos construyendo cuando permitimos que las fronteras dicten quién tiene derecho a ser parte de nuestro tejido social? Tal vez, al derribar estas barreras —físicas y simbólicas—, podamos redescubrir el significado profundo del “derecho a habitar”: reconocer en el otro no solo un viajero, sino un espejo de nuestra propia humanidad. Porque al final, como Arendt señala, lo único que verdaderamente nos pertenece es nuestra capacidad de coexistir.

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