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El Estado se hunde en arena movediza

El Estado es la manifestación organizada de un pueblo, con poderes para vindicar el derecho y el deber. La estructura económica define el régimen político a través de instituciones y organizaciones, mientras la superestructura representa las manifestaciones ideológicas, religiosas, filosóficas, políticas, artísticas de la vida social, y la capacidad de enlace político convierte en Estado al conjunto de fundaciones que aseguran cohesión, relaciones exteriores, evolución y vicisitudes del marco socio-político.

La imagen de un Estado atrapado en las traicioneras arenas movedizas es poderosa, lamentable y, perturbadoramente real. En su desesperado forcejeo por mantenerse erguido, olvida que cuanto más se agita sin rumbo, más rápido se hunde.

Las arenas movedizas del siglo XXI no están hechas de tierra y agua, sino de un complejo entramado de problemas estructurales, deterioro en la calidad de vida, violación a los derechos humanos, deslegitimación institucional, desigualdad galopante, auge de las tecnologías que escapan al control público, y una ciudadanía que alterna entre el hastío, rabia y frustración. El Estado, antaño monolítico, se tambalea atorado entre la obsolescencia y vorágine de expectativas insatisfechas.

En su papel de Leviatán moderno, el Estado fue concebido para garantizar orden, moderar el conflicto social y protegernos de nuestras peores inclinaciones. Sin embargo, enfrenta una cruel paradoja, mientras más intenta regular y abarcar todo, es menos capaz de cumplir adeudos básicos y responsabilidades elementales. Corrupción, burocracia, autoritarismo, falta de pureza en la rendición de cuenta, carencia intelectual y decisiones erráticas se convierten en el equivalente político de movimientos que agravan el hundimiento.

Pero, ¿de dónde viene esta arena movediza? Su composición es tan insidiosa como evidente. Por un lado, el Estado debe lidiar con una economía globalizada que rinde pleitesía a intereses y desmantela cualquier intento de soberanía política. Por otro, enfrenta una ciudadanía fragmentada, cada grupo con su exigencia y ajustada narrativa de opresión o privilegio, incapaz de articular un proyecto común. En este contexto, el consenso se imposibilita convirtiéndose en un espejismo, una ilusión, y el Estado, como acróbata sin malla de protección, se bambolea al borde del colapso.

Un ejemplo elocuente del fracaso de la izquierda lo encontramos en aquellos Estados que, con el cuento novelero basado en la justicia social e inclusión, sucumbe a las trampas que prometieron erradicar. La concentración y dominio del poder en manos de élites burocráticas, el clientelismo de los recursos públicos, la incapacidad de construir economías libres y sostenibles, además del irrespeto a la democracia, terminan por vaciar de contenido los ideales que alguna vez movilizaron masas. En lugar de ser bastión de equidad, perpetúan disconformidades, culpando a enemigos externos e imaginarios de sus fracasos.

La solución no reside en la fuerza bruta ni en parches temporales. Quizá, y suene como ironía histórica, pero pareciera, que el camino está en regresar a las raíces; priorizar, simplificar y recuperar el verdadero sentido de lo público. Un Estado que aspire a salir de la arena movediza debe dejar de luchar contra su sombra. De lo contrario, el siniestro será inevitable y con él se irá también la esperanza de una sociedad cohesionada.

En el fondo, este cataclismo nos interpela como ciudadanos. Al final, el Estado no es más que el reflejo de elecciones colectivas, omisiones y, por qué no decirlo, de nuestra propia resignación. Tal vez la pregunta no sea qué puede hacer el Estado para evitar su hundimiento, sino qué estamos dispuestos los ciudadanos a hacer para salvarlo y, en el proceso, salvarnos a nosotros mismos.

@ArmandoMartini

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