Muralla | Por Mercedes Luna Fuentes
Para bien o para mal, lo imponente habita en nosotros: el desvelo por una mirada —y el nervio atado insistentemente a ella—, la respiración inquieta por la voz enérgica del viento que estremece todo follaje. O esa piel que se aparece en sueños, con daños, con marcas geométricas encumbradas en cicatrices. Lo imponente es un canto inexplicable en el pecho, en el vientre. Aparece cuando giras el volante en esa curva que se extiende en la carretera. Lo imponente aparece, sobre todo, después de la elección significativa o minúscula que conforma y marca tu forma de pensar; es neblina que surge de la tierra, abre un marco ideal para la confusión de quien observa tu claridad al no seguir a la mayoría. Entonces, la neblina se convierte en niebla para los otros, para ti es la belleza que, a cada paso, devela su dificultad y desafío. Porque elegir es elegirse, elegir es examinarte completamente y examinar lo nebuloso del pensamiento mayoritario para transitar a través de él. Lo imponente es la crueldad del mundo, esa crueldad que ya has identificado y ejercido. Por lo tanto, con la paciencia de sus años ella ha resuelto no perseguirte más porque está dentro tuyo. Así, esperas la imprecisión del deseo, el no y su luz, esperas la colisión de la otredad. Por eso tomas tiempo a pesar de que él te ha tomado desde que naciste, marcándote justo a la mitad del cuerpo.Tomas tiempo para observar lo imponente, los detalles de las edificaciones, la estética de una celebración, lo inasible de la mística. Recorres el tiempo pleno de luz una mañana, a tientas, y su rayo deslumbrante te muestra, bajo tus manos, las colillas de la tristeza. Y te dices: para mi fortuna el desconsuelo existe, es una evidencia de la vida. Y todo lo que va apareciendo a través del sonido, después de tanta luz, el ladrido, el vocerío, la música, el taladro de la construcción, forma parte de la columna de la vida. De alguna forma acudimos a sus vértebras de diversas maneras, es la fuerza de un imán que a nuestra columna atrae. En la naturaleza intervenida, lo imponente es un paso entre las montañas llamado “La Muralla”, brota en la sierra que lleva por nombre “La Gavia”, forma parte de la Sierra Madre Oriental. Gavia puede significar hendidura extensa que abre la tierra donde confluye el agua. O puede ser la vela intermedia de un barco antiguo, ubicada en el palo Mayor, entre el inicial palo de Mesana y el palo de Trinquete último. Lo esencial está en el centro, es lo que le da firmeza a la estructura.Si deseas ir a La Muralla, es para atravesarla, para antes transitar el paisaje, un óleo enorme desértico. La magnitud de sus montañas hechas de arcilla y costillas de roca, dividen el antes y el después. Es tal su extensión que olvidas los nombres de los poblados que la anteceden o preceden, olvidas objetos cotidianos mientras te entregas al recorrido ondulante, al viento que arrebata tu incomodidad, observas cómo la niebla se frena ante ella, se guarece en ella. La columna es una de las formas que nos sostienen, la muralla también tiene algo de ella, señala cierto origen. Es pensamiento y música donde fluye la escritura y el gozo, como lo señala César Vallejo, en los siguientes versos del poema “Santoral”: Y me parece. Que he tenido siempre / a la mano esta pared. /Soy la sombra, el reverso: todo va/bajo mis pasos de columna eterna. //Nada he traído por las trenzas; todo /fácil se vino a mí, como una herencia.“La Muralla” pudiera ser una mujer extensa, que resguarda la niebla y sus seres, el viento y sus aves, que retiene el agua, el sol y los truenos. En ella anidan historias que solían ser ciertas; hacen eco y desean mantenerse vivas, como lo procura el pueblo Ndé Lipán Apache, quienes también cruzaron la sierra “La Gavia”. Podremos imaginar a la “gente de ceniza” cabalgar sobre sus crestas, llevando en sus cabelleras plumas de águila, y otra pluma resguardada, revestida de chaquira en uno de sus extremos como señal de autoridad, esta es una pluma sagrada que se utilizó y se utiliza en ceremonias, para la limpieza, y para llamar al trueno y al agua. Su revestimiento refleja los mismos colores de la camisa de ribones del nantán o líder, representa los cuatro rumbos, los cuatro colores o las cuatro direcciones: el rojo simboliza el fuego; el azul, el agua; el blanco, el cielo, que puede ser reemplazado por el gris que representa la ceniza; y el negro que alude al sur o al inframndo. Su extremo también posee barbillas de cuero de venado, utilizadas para borrar rastros, según relata Iván Alexander de León Aguirre, representante o nantán en Coahuila. Los elementos y saberes sagrados han transitado y continúan transitando en el recorrido que atraviesa la Sierra Madre Oriental, en la frontera norte de México. Estos saberes son parte de una muralla de conocimientos que, durante mucho tiempo, permanecieron ocultos a la mirada de la mayoría de nosotros, los habitantes del mundo occidentales. A esto se suma lo dicho por Guillermo Bonfil Batalla: Los mexicanos que no dominamos alguna lengua indigena hemos perdido la posibilidad de entender mucho del sentido de nuestro paisaje: memorizamos nombres de cerros, de ríos, de pueblos y de árboles, de cuevas y accidentes geográficos, pero no captamos el mensaje de esos nombres.Si atravesamos esa muralla que somos, no habrá necesidad de señaléticas: habremos comprendido el valor de la orientación, se inoculará en nosotros el deseo por saber que dice el rastro animal, y tal vez, percibamos lo imponente que significa la sabiduría distinta.AQ