El belén de Greccio
En el sólido y documentado libro que Joseph Ratzinger publicó en el año 2012 sobre La infancia de Jesús, aparece una digresión –«pequeña divagación», la llama el Papa– sobre la iconografía del nacimiento, en la que el autor, tras constatar que en el Evangelio no se alude a la presencia de animal alguno, atribuye la concurrencia en el pesebre del buey y el asno a la «meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí». El anclaje escriturario de estos dos animales habría que hallarlo en Isaías 1,3 («El buey conoce a su amo y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no me comprende») y su presencia en el portal vendría a representar a la humanidad, compuesta por judíos y gentiles, que desprovista de entendimiento llega ante el Niño al conocimiento. «La iconografía cristiana –concluye Ratzinger– ha captado muy pronto este motivo. Ninguna representación del nacimiento renunciará al buey y al asno».
No seré yo quien enmiende la conclusión alcanzada por Benedicto XVI que, además de Sumo Pontífice, era un eminente teólogo, finísimo intelectual y hombre sabio y bueno, pero tampoco ocultaré la decepción que me causó en su día la lectura de este excurso. El relato evangélico sobre la Natividad, en su sobriedad, está lleno de poesía, una poesía que la iconografía tradicional revive y que la académica digresión papal desmerece. Y la explicación que se nos ofrece sobre el simbolismo del buey y del asno me resulta artificiosa: ¿no es del todo natural que en un establo haya un buey, un asno o una mula?, ¿y no pueden el buey y el asno representarse a sí mismos? ¿No puede su presencia significar mejor, como la de la propia paja en el pesebre, la participación de toda la Creación en la alegría del nacimiento de Jesús? Tal como se narra en el Evangelio, el regocijo que acompaña el nacimiento de Jesús, del que son máximo exponente las palabras del ángel, que anuncia a los pastores «una gran alegría destinada al pueblo entero: porque os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo», es un regocijo cósmico, que atañe y se proyecta a todo lo creado.
En favor de esta lectura pueden citarse los evangelios apócrifos que sí aluden al buey y al asno, concretamente el Evangelio del Pseudo-Mateo (Capítulo XIV) y, de forma menos directa, el llamado Evangelio Armenio de la Infancia. Pero, sobre todo, puede traerse a colación el testimonio de san Francisco de Asís, que con su memorable celebración de la Navidad en Greccio, episodio que refieren todos sus biógrafos, asentó definitivamente la iconografía tradicional del nacimiento y contribuyó a configurar nuestra imagen de la Navidad.
Hay muchos testimonios de la especial devoción que san Francisco sentía por la Navidad, a la que llamaba la fiesta de las fiestas, y del gozo con el que la vivía y animaba a vivirla. Quería que ese día los ricos dieran de comer en abundancia a pobres y hambrientos y que los bueyes y asnos tuvieran más pienso y más hierba de lo acostumbrado. «Si llegare hablar con el emperador –decía–, le rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en abundancia» (Celano, ‘Vida segunda’, 199-200).
Corría el mes de diciembre del año de gracia de 1223, cuando, faltando unos quince días para la Nochebuena, fray Francisco se dirigió a un hombre llamado Juan Velita, que vivía en la zona y a quien amaba singularmente, para decirle: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno, entre el buey y el asno». Así lo hizo Juan, que preparó el lugar señalado siguiendo cuanto se le había indicado (Celano, Vida primera, 84).
Cuando el 24 de diciembre llegó Francisco, todo estaba dispuesto. En una de las grutas del arriscado Greccio, había un pesebre con heno, el buey y un asno. Llenos de gozo, multitud de hombres y mujeres con teas y cirios encendidos se acercaban al lugar elegido, iluminando la noche estrellada. La pobreza ensalzada –relata Celano–, Greccio es una nueva Belén: resplandece la noche, cantan los hermanos las alabanzas del Señor y las rocas responden a sus himnos de júbilo.
Se celebra la misa. Francisco está de pie junto al pesebre y revestido de diácono canta el Evangelio. Con voz «potente y dulce», «clara y bien timbrada», predica al pueblo que asiste y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén se conmueve. Cuando encendido de amor dice «el Niño de Belén», pronuncia Belén de forma tan dulce que se diría un chotillo que bala. Tal es la emoción que se vive que Juan Velita tiene una visión: hay un niño exánime recostado en el pesebre y el santo se le acerca y lo despierta «como de un sopor de sueño» (Celano, Vida primera, 86). En su biografía del santo, la Pardo Bazán relata así el episodio: «Era templo la naturaleza, cúpula de los cielos, y muchos de los que con alma creyente asistían a la ceremonia vieron a un hermosísimo infante, vivo y trémulo de frío, que dejando el lecho de paja, iba a abrigarse en brazos de Francisco acariciándole».
Como acreditan Las florecillas de San Francisco, que servirían de guión a Roberto Rosellini para Francisco, juglar de Dios, la vida del santo estuvo llena de poesía. El mismo es, según la tradición, el primer poeta de la lengua italiana y el autor de su poema religioso más famoso: el maravilloso Cántico de las criaturas. Un poema de alabanza a Dios y a todas sus criaturas: al hermano sol, a la hermana luna y a las estrellas, al hermano fuego, a la hermana agua… y así hasta la hermana muerte. Con su clarividencia de poeta, san Francisco percibió que la estampa de Belén estaba llamada a tocar el corazón del hombre y la recreó tal como la vio en el suyo, asno y buey incluidos. «El niño Jesús –concluye Celano su relato–, sepultado en el olvido de muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco».
Artículo publicado en el diario ABC de España
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