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La tregua de Navidad

El linchamiento, la violencia, el “te van a matar”, no son justicia ni discurso ni réplica: son solo la muestra de lo desprotegidos que estamos frente a nuestra propia miseria. Y eso debería preocuparnos más que un tuit de mierda fuera de tono

En el barro helado de las trincheras de Flandes, un canto cruzó la tierra de nadie. Stille nacht, en alemán, respondido por un silent night tambaleante desde el otro lado. Fue la víspera de Navidad de 1914, y los hombres que llevaban semanas matándose, decidieron por unas horas ser otra cosa: intercambiaron cigarrillos, regalos; compartieron chocolate y botellinas de licor y hasta jugaron un partido de fútbol. Aquella tregua no salió de las órdenes de arriba, sino de la intuición de los de abajo, de un entendimiento tácito: aquella guerra no era suya; no era de ninguno de ellos. Un suspiro duró, borrado a cañonazos, pero que dejó una grieta en la Historia. En la Segunda Guerra Mundial no hubo treguas de navidad. Allí donde la carnicería de la Primera era un absurdo reparto de colonias y balanzas de poder, la Segunda se cargó con el peso de las ideologías; fue una lucha de ideas que tenían la promesa de moldear el mundo para siempre. A un lado, el fascismo y el transaccionismo de identidad a cambio de sumisión y, al otro, un amalgama de democracias y comunismos, de aliados incómodos que solo compartían la certeza de que había algo más grande en juego. Detrás de las banderas empezaba a haber visiones, y la guerra pasó de ser un sinsentido a una cruzada. Y cuando se mata por convicción, no hay espacio para villancicos. 

Si algo dejó la Segunda Gran Guerra fue el convencimiento de que las trincheras ya no son de barro y madera, sino de ideas, y que la lucha ya no se gana solo con balas, sino con narrativas. Hoy lanzamos tantas bombas como hashtags y vivimos en un estado de tregua imposible. Y en la guerra ideológica que habitamos, Twitter –me niego en rotundo a seguirle el rollo a Musk y llamar X a esa bazofia– es el frente más importante del teatro de operaciones, sin treguas, ni villancicos, ni apenas buenas intenciones. Nadie nace a prueba de errores; crecemos a base de ellos, pero en esta vida tan dilatada –y, según qué días, tan miserable–, el tropiezo no se perdona. Esta semana pasada le tocó al periodista Pedro Vallín, que publicó un tuit bastante desafortunado en su cuenta personal, respondiendo a un usuario valenciano con el que discutía, en el que le instaba a meter la cabeza en el váter y tirar de la cadena. “Llámalo DANA doméstica”, le dijo. Evidentemente, y si preguntan por mi opinión, me parece una respuesta desproporcionada y de mal gusto y que, aunque no tuviese la intención de despreciar a las víctimas, es muy legítimo que haya gente enfadada por su comentario. Triste es, dicho sea de paso, que haya servido a ciertos sectores de la peor gentuza de las redes sociales –no he leído a Vito Quiles y compañía estos días, pero ya sabéis a quién me refiero– para tener munición con la que atacar a Pedro y, de paso, a otro buen montón de periodistas. 

Creo que el problema no es entrar a analizar si el comentario de Vallín es más o menos legítimo, porque, independientemente de sus intenciones, hay personas ofendidas de verdad por sus palabras. El problema es el literalismo: tomar ese comentario –horrible, desafinado, gracioso [si te va ese rollo], como quieran llamarlo– como si de alguna manera disfrutase de uno de los mayores desastres naturales de la historia de nuestro país. No sé: es como si durante semanas hubiera estado cruzando los dedos porque apareciesen cientos de cadáveres en el parking de Bonaire; nadie sería capaz de algo así. ¿No? Las reacciones han venido de múltiples frentes: Iker Jiménez y el coronel Baños (nada sospechoso de cobrar un sueldo en rublos por su propaganda descarada a favor de Putin por tierra, mar y aire) han utilizado a Vallín para que la gente olvide el bochorno informativo que hicieron desde su programa. 

Mientras en redes sociales intentaban filtrar la dirección de su casa, su número de teléfono y, además, se hacía un llamamiento abierto a la violencia, el defensor del lector de La Vanguardia, Joel Albarrán, se apresuraba a desvincular al periódico de uno de sus rostros más reconocidos; a asegurar que no tienen nada que ver con las actividades en redes sociales de Vallín y recalcando que el diario barcelonés dejó de publicar en X hace ya algunas semanas. Una semana después, se ha hecho público su despido. Más allá de que cada medio tiene la potestad de tomar las medidas que considere necesarias, creo que envía un mensaje peligroso sobre la capacidad de los pogromos para rebanar cabezas. Si todo lo que tenemos que ofrecer al otro son nuestros peores instintos, nuestros peores días, y nuestra falta absoluta de compasión, no hay mucho futuro en esto. Vallín cometió un error, como todos los que estamos vivos. Pero el linchamiento, la violencia, el “te van a matar”, no son justicia ni discurso ni réplica: son solo la muestra de lo desprotegidos que estamos frente a nuestra propia miseria. Y eso debería preocuparnos más que un tuit de mierda fuera de tono.

En 1914, incluso en medio de la guerra más absurda de todos los tiempos, hubo espacio para una tregua; para que hombres que se dispararían al siguiente amanecer dejaran las armas y compartieran un villancico en tierra de nadie. Hoy, vivimos tan polarizados, tan obsesionados con destruir al otro, que no hay espacio para la humanidad. Vallín no es enemigo de nadie; la mayoría de los que lo han amenazado de muerte, en el fondo, tampoco lo son; otros sí, desde luego; pero casi nadie es enemigo de nadie, como no lo eran aquellos ingleses, franceses y alemanes con el barro hasta las rodillas, pero ya no importa: vivimos en un estado de guerra perpetua en el que la paz no se contempla, porque el odio es el único lenguaje común que nos queda. La verdadera tragedia no es un tuit que, repito, me parece terrible, sino que hayamos olvidado cómo dejar las armas, aunque sea por una puta noche.

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