40.000 legionarios aplastados: la mayor vergüenza de Roma en Hispania
Roma no paga a traidores, y parece que tampoco a perdedores. Según el cronista Plutarco , Cayo Hostilio Mancino era un «varón no vituperable» y versado en la política. Sin embargo, el recuerdo del que fuera cónsul de la Hispania Citerior quedó maldito después de que un error le llevase a ser aplastado por los mismos numantinos a los que cercaba allá por el siglo II a. C. Derrotado y humillado por apenas 4.000 enemigos, el militar fue obligado a firmar un tratado que el biógrafo Apiano de Alejandría definió «como el más vergonzoso de todos» para salvar la vida de sus 40.000 legionarios. Un pacto que, para colmo de males, la Ciudad Eterna rechazó por considerarlo una ignominia. El resentimiento del Senado fue tal que, tras someter a Mancino a un severo juicio al otro lado del Mediterráneo , le destituyeron, le desnudaron, le ataron las manos y se lo entregaron a los hispanos para que hiciesen con su vida lo que gustasen. Estos, por suerte para él, le dejaron libre. «Furio, llevando a Mancino de vuelta a Iberia, lo entregó, inerme, a los numantinos, pero ellos no lo aceptaron», añadía Apiano en sus obras. Para su desgracia, la magnanimidad hispana no le sirvió de mucho. Aunque no se sabe demasiado de sus últimos años de vida, las crónicas confirman que el cónsul fue expulsado de la cámara magna e inició un largo litigio para recuperar sus derechos civiles. Si hubo un sujeto que marcó un antes y un después en lo que se refiere al agravio de Roma, ese fue Cayo Hostilio Mancino. General poco versado en el arte de la guerra, fue nombrado cónsul de la Hispania Citerior en el año 137 a. C. Su misión: aplastar el alzamiento de Numancia. Aunque hay que decir que, desde el primer momento, los augurios fueron poco favorables para él. Así lo recordaba Tito Livio: «Cuando el cónsul Cayo Hostilio Mancino quiso hacer un sacrificio, los pollos volaron del gallinero, y cuando abordó su barco para navegar a Hispania se oyó una voz que dijo: '¡Quédate, Mancino!'. Esto fue un mal presagio». Para su desgracia, no siguió los consejos de aquel enigmático sujeto y se hizo a la mar dispuesto a acabar con la guerra que desangraba a Roma. Mancino, al igual que sus antecesores, no comenzó con buen pie su estancia en Hispania . Ansioso por acabar con Numancia, estableció su campamento en las lindes de la urbe y se dedicó a atacar una y otra vez sus murallas sin éxito. Aquello fue un verdadero desastre. Los tres grandes –Apiano, Tito Livio y Plutarco– coinciden en que sus escasas habilidades militares le granjearon un sin fin de derrotas y la pérdida de una gran cantidad de hombres. El que más se extendió en hacer referencia a este desastre fue el historiador de Alejandría: «Mancino sostuvo frecuentes combates con los numantinos y fue derrotado muchas veces; finalmente, habiendo sufrido numerosas bajas, se retiró a su campamento». Con Mancino en el campamento junto a sus legiones –Plutarco cifra a sus soldados en veinte mil, mientras que Apiano en cuarenta mil–, los numantinos se dispusieron a dar el golpe de gracia al cónsul. Todo ello, mientras el romano temblaba de pavor en sus débiles murallas. «Al propalarse el rumor de que los cántabros y vacceos venían en socorro de los numantinos, pasó toda la noche, lleno de temor, en la oscuridad sin encender fuego y huyó a un descampado que había servido, en cierta ocasión, de campamento a Nobílior», desvela Apiano. El plan fue un desastre, pues los hispanos cargaron contra la retaguardia del contingente y dieron muerte a cientos de hombres. En este punto las fuentes difieren. Plutarco afirma que las tropas de Mancino no arribaron al campamento de Nobílior, sino que fueron cercadas por las tropas numantinas: «Envolvieron a todo el ejército, impeliéndole hacia lugares ásperos, de los que no había salida». Por su parte, Apiano dejó escrito que llegaron hasta él, pero que no hallaron fortificación alguna y que no tuvieron tiempo de fabricarlas. Tito Livio se desmarca de todas ellas y afirma en su texto que «fue derrotado y expulsado de su campamento». Fuera como fuese, la versión más aceptada es que sintió que no podía hacer frente a los apenas 4.000 numantinos que le acechaban. Al final, solicitó parlamentar con sus enemigos a pesar de que contaba con unas fuerzas entre cinco y diez veces superiores a las de los celtíberos. ¿Realidad o exageración? Las versiones sobre lo que ocurrió a continuación son tantas como el número de historiadores clásicos que escribieron sobre este hecho. Plutarco dejó escrito en sus obras que Mancino, desesperado, solicitó a los numantinos un acuerdo de paz. Sin embargo, estos pusieron una condición para ello: parlamentar con su cuestor, una suerte de encargado de las cuentas de la legión, Tiberio Graco. «Mancino de todo buen término, hizo publicar que trataría con ellos de conciertos de paz; pero respondieron que no se fiarían sino de solo Tiberio; proponiendo que fuera este el que se les enviara. Movíanse á ello ya por el mismo joven, á causa de la fama que de él había en el ejército, ya también acordándose de su padre Tiberio, que haciendo la guerra á los Españoles, y habiendo vencido á muchas gentes, asentó paz con los Numantinos; y confirmada por el pueblo, la guardó siempre con rectitud y justicia. Enviado pues Tiberio, entró con ellos en pláticas, y ora haciendo recibir unas condiciones, ora cediendo en otras, concluyó un tratado por el que salvó notoriamente á veinte mil ciudadanos Romanos, sin contar los esclavos ni la demás turba que no entra en formación». Apiano y Tito Livio sostuvieron una teoría diferente. El primero explicaba que fue el propio Mancino quien «consintió en firmar un pacto sobre una base de equidad e igualdad para romanos y numantinos» y que se comprometió a ello «mediante un juramento». El segundo apenas afirma en su obra que, «cuando Mancino desesperó de salvar su ejército, concluyó un tratado de paz ignominioso». En todo caso, lo que parce fiable es que se llegó a un acuerdo por el que, a cambio de la vida de sus hombres, Roma se comprometía a firmar la paz con la urbe y a entregar sus armas como botín. Condiciones humillantes. Después, los hispanos acabaron con el campamento y, según Plutarco, se hicieron con unas tablillas «que contenían las cuentas de la cuestura» de Tiberio . A pesar de las condiciones del tratado, el ejemplo de que los numantinos no guardaban rencor a los romanos fue que permitieron recuperar estas tablillas a Tiberio. «Llamando pues a los magistrados de los Numantinos, les rogó que le entregaran las tablas para no dar a sus contrarios ocasión de calumniarle, por no tener con qué defenderse acerca de su administración. Alegráronse los Numantinos con la feliz casualidad de poder servirle, y le rogaban que entrase en la población; y como se parase un poco para deliberar, acercándose á él, le cogían del brazo repitiendo las instancias, y suplicándole que no los mirara ya como enemigos, sino que como amigos se fiara y valiera de ellos. Resolvióse por fin hacerlo así, deseoso de recobrar las tablas», añadía Plutarco. No le fue mal. Los hispanos le invitaron a comer, le recibieron con afecto, le devolvieron su preciado tesoro y le propusieron que se llevase lo que quisiera del botín. Por si aquella humillación no fuera suficiente para Mancino, todo empeoró cuando regresó a su hogar solicitando que el Senado ratificara aquel tratado. Lejos de aceptar sus condiciones, los políticos se negaron a firmar la paz con Numancia por considerar el pacto ofensivo e ignominioso. A continuación, llevaron a juicio su actuación frente a las murallas de la urbe hispana. Roma se dividió en dos bandos. Unos, los más cercanos al general, le defendieron arguyendo que había salvado miles de vidas. Sin embargo, la gran mayoría cargaron contra él. «Los que improbaban el tratado decían que en aquel caso debían los Romanos imitar á sus antepasados: porque también estos á los Cónsules que se dieron por contentos con recibir libertad de los Samnitas los arrojaron desnudos en manos de los enemigos; y á cuantos intervinieron y tuvieron parte en los tratados, como los cuestores y coman dantes, igualmente los entregaron, haciendo que recayera sobre estos el perjurio y el quebrantamiento de los pactos», añadía Plutarco. Mientras, los numantinos intentaron hacer valer el pacto enviando a varios embajadores a la ciudad, pero sirvió de poco. El juicio fue más que tenso. Durante el mismo, Mancino acusó de la derrota a Pompeyo, uno de sus predecesores, por no haber entrenado lo suficiente a sus hombres. «Le imputó que había puesto en sus manos un ejército inactivo y mal equipado y que, por esto mismo, también aquél había sido derrotado muchas veces y había efectuado tratados similares con los numantinos», desvela Tito Livio en sus textos. Al final, se escogió para él el mismo castigo que para los generales que se habían rendido a los samnitas: fue destituido, desnudado y entregado, con las manos atadas, a los celtíberos para que hiciesen con él lo que quisiesen. Y, aunque los hispanos no aceptaron tal 'regalo', la guerra continuó. Poco se sabe después sobre este personaje. Quizá, por las victorias de su sucesor; quizá, porque es mucho más sencillo obviar los desastres que buscarles una explicación. En todo caso, algo parecido acaeció con el pacto (para algunos historiadores, equitativo y justo) al que había llegado con los numantinos. El tratado fue roto y Roma continuó su guerra contra la ciudad celtíbera de la mano de uno de sus mejores generales. «El pueblo, cansado ya de la guerra contra los numantinos, que se alargaba y les resultaba mucho más difícil de lo que esperaban, eligió a Cornelio Escipión , el conquistador de Cartago, para desempeñar de nuevo el consulado, en la idea de que era el único capaz de vencer a los numantinos», dejó sobre blanco Apiano. La ciudad cayó en el 133 a. C., menos de diez años después de que Mancino fuese dejado desnudo y humillado frente a las murallas.