Corrupción, flagelo maldito, por Rafael Belaunde Llosa
Nadie está obligado a convertirse en funcionario público, menos a presentarse a un cargo de elección popular. Lo mínimo que, como ciudadanos y electores, debemos de esperar de quienes conducen el Estado es honestidad. Uno puede hacerlo bien o mal, tener aciertos y cometer errores, pero no hay justificación alguna para, quien pidió el voto popular, caer en la corrupción.
El manejo de la cosa pública y la administración de los dineros de los contribuyentes deben ser llevados a cabo con la más absoluta pulcritud y rigurosidad.
Lo dicho en el párrafo anterior suena a una obviedad (y debería serlo), pero la lamentable realidad que hoy vive nuestro país hace que “servidor” y “funcionario” sean —en muchos casos— antónimos, sobre todo, en los puestos más altos del poder y en los cargos de elección popular.
Las innumerables autoridades regionales y locales condenadas por corrupción, los expresidentes presos o a punto de estarlo, exlegisladores presos por corrupción, el festival de congresistas actuales investigados por este delito (¡y blindados por sus colegas!), el constante ejercicio de los poderes Ejecutivo y Legislativo para obstruir la acción de la justicia, limitar la lucha contra el crimen y debilitar los mecanismos de control son hoy el reflejo de un país que ha sido capturado por la corrupción.
Poner punto final a esta situación y rescatar al Perú de la clase política corrupta y decadente, que hoy mantiene de rehén al Estado, son la primera y principal batalla de todas las que hay que librar por el futuro del Perú.
Solo con una regeneración y relevo político profundo, con personas (al margen de su orientación política e ideológica), que reivindiquen el término “servidor público” y que vean el ejercicio del poder como un medio para generar bienestar en la población y no un atajo para llenar sus bolsillos de dinero, podremos recuperar nuestro país.
Dependerá de nosotros, los ciudadanos, con el ejercicio de nuestro voto, comenzar ese cambio.