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Ex convictos deportados a México: “no somos los malos que dice EU”

Un mes antes de que Gerardo Martínez matara a su ex compañero de escuela, éste intentó hacer lo mismo con él, cuando sacó un cuchillo en plena calle y se lo enterró en el costado izquierdo del tórax. “Esto es para ti, indio”, dijo a Gerardo para recordarle los rasgos indígenas herencia de su padre náhuatl de San Mateo Almoloya, Estado de México. La punzada caliente le recordó los golpes secos de su padrastro y la ira lo invadió: tenía que pelear, imaginó que era boxeador como ese marido de su madre, y pegó a diestra y siniestra a quien lo acosaba desde la primaria.Así logró escapar y fue a comprar el arma que disparó la siguiente vez que el otro intentó atacarlo. La policía lo capturó en el mismo barrio de los hechos en California. Tenía 17 años.Gerardo se convirtió así en un convicto mexicano más en Estados Unidos sin posibilidad de asistencia consular ni ayuda de abogados voluntarios, porque no había forma de que supieran de su caso; la Oficina de Justicia Juvenil y Prevención de la Delincuencia (OJJDP, por sus siglas en inglés) solo clasifica a los delincuentes por grupo étnico: blancos, indios nativos y asiáticos.Tal como ocurre hoy, en ese tiempo Estados Unidos no contabilizaba los presos por su nacionalidad de origen, por tanto, resultaba―y resulta―imposible sustentar con cifras oficiales el discurso de Donald Trump acerca de que los mexicanos “traen drogas, crimen y son violadores”.“Desde un punto de vista empírico, la relación entre inmigración y crimen es difícil de desentrañar”, reconoció Aaron J. Chalfin, autor de la Universidad de Pensilvania. “Los datos sobre la nacionalidad de los prisioneros estatales no son confiables y los departamentos de policía municipales no recopilan sistemáticamente información sobre el lugar de nacimiento de las personas que arrestan”. A través de la Agencia de Prisiones Federales (Bureau of Prisons, BOP) se tiene una idea general, pero, al nutrir parte de su base de datos con los datos locales, es imprecisa. Por ahora solo detalla que, del total de 157 mil 504 convictos que tiene en sus cárceles, 45 mil 532 (el 29.1 por ciento) son hispanos.Gerardo Martínez Moreno llegó a California cuando tenía cuatro años de edad. Su madre se separó del padre de su hijo, a quien conoció en la Ciudad de México, porque la golpeaba y llevó al niño a Jalisco, de donde ella es oriunda. Ahí lo dejó con la abuela un par de años antes de mudarlo a Estados Unidos para vivir con ella y su nueva pareja, un puertorriqueño que creía en los golpes como forma de educación.“Me daba duro, me dejaba en shock”, recuerda Gerardo en entrevista con MILENIO. “Mi adolescencia o mi juventud no eran de amor”.Además de las agresiones en casa, sentía el rechazo de parientes y vecinos. “Muchas familias alrededor de mí eran de Jalisco, güeritos, no me querían por indígena”.En la escuela, su aspecto físico también era causa de peleas: le decían cosas racistas y él respondía a puñetazos. Demostrando ese valor, se hizo de amigos que luego desertaron para irse a las pandillas; eran los duros años noventa. “Uno viene de México cuando es niño y aprende las mañas acá”, concluye Gerardo como víctima del fenómeno conocido como “la ruta de la escuela a la prisión”, que suele darse cuando las agresiones y las medidas disciplinarias drásticas hacen que los alumnos tiendan al bajo rendimiento, abandono de la escuela, y de ahí a delinquir.La Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC, por sus siglas en inglés) ha documentado que en el sistema educativo estadunidense genera deserción escolar, principalmente entre latinos: el 70 por ciento de ellos no termina los ciclos, según cifras del Departamento de Educación.No son malos, sino víctimas del entorno Gerardo ya había dejado la secundaria cuando su antiguo compañero lo acorraló, acompañado de otros amigos, para reclamarle una tontería: que no había querido dar un mensaje a otro muchacho. De los jalones de cabello y puñetazos en la escuela pasaron a los cuchillos y las pistolas en las calles, como en el caso de Gerardo y miles de pandilleros que terminaron en prisión, justifica Gerardo: “No somos los malos que dicen”.“Las leyes, políticas y prácticas en todo el sistema de justicia penal, incluyendo la discriminación racial, ha dado como resultado que los afroamericanos y los latinos tengan muchas más probabilidades de ser detenidos, arrestados y [tengan que] cumplir sentencias de prisión más largas por los mismos delitos que los blancos”, avala LULAC.A Gerardo lo juzgaron como adulto a pesar de ser menor de edad y lo sentenciaron a 25 años de prisión en lugar de seis. Cuando salió tenía 40 años y se vio deportado en Guadalajarasin idea de lo que significaba ser mexicano, pero listo para descubrirlo.Marine mexicano que fue, volvió y lo acusaronFelipe Castillo intentó vivir de nuevo en México después de una vida en Los Ángeles, California. Aterrizó en la capital mexicana para no suicidarse como un amigo y colega ex marine, que sucumbió deprimido por el síndrome de estrés postraumático (PTSD) tras su retorno de Afganistán. Felipe afirma que los Marines le prometieron papeles por ir a la guerra, pero a su regreso sólo le dieron largas, lo enviaron al Departamento de Asuntos de los Veteranos para tratar su PTSD, que se le disparaba cuando menos lo pensaba, ya fuese por el aire, el clima, la luz y… ¡bum!, para abajo, una tristeza incomprensible.Le dieron pastillas que no tomó porque otros soldados le dijeron que se volvían más depresivos, más agresivos y muchos se terminaron matando, colgando, y por eso él prefería irse surfear o estudiar dianética.De todo esto hablaba con un primo de la Ciudad de México, quien lo invitó a volver al terruño con la promesa de llevarlo con la sobrina de la mística María Sabina, pero al llegar se enteró de que la mujer estaba muerta y su primo ofreció a cambio llevarlo a los bailes de sonidero. “Mi mejor terapia fue la familiar”, aceptó el recién llegado.“Dale, échale ganas”, dijo su primo, dándole un zape en la cabeza. “Vamos a trabajar a las aduanas”.Fue fácil conseguir el empleo por sus conocimientos de Marine, dice. Pronto lo mandaron a Matamoros, Tamaulipas, a enseñar tácticas de inspección. En ese tiempo, dos agentes habían muerto por improvisar revisiones de carros o tráileres de contrabando.También entrenaba a los elementos sobre cómo camuflarse, avanzar, detenerse para husmear por las brechas de la frontera mexicana, que empeoraban en violencia cada día, mientras, al otro lado del Río Bravo, la seguridad mejoraba, contrario a la retórica de Trump, quien ha dicho que los delitos han aumentado en los últimos años por culpa de los migrantes.Según los datos del FBI, la tasa de delitos violentos cayó un 49 por ciento entre 1993 y 2022, con grandes descensos en las tasas de robo (-74 por ciento), agresión con agravantes (-39 por ciento), asesinato/homicidio no negligente (-34 por ciento) y - 59 por ciento en la tasa de delitos contra la propiedad.Felipe se dio cuenta rápido de la situación en México inversamente proporcional y concluyó que si no se iba de Matamoros, pronto pasaría a mejor vida; cruzó hacia Texas, dispuesto a volver a empezar de nuevo, lejos de las aduanas y con el PTSD controlado. En Houston,dio clases de defensa personal, trabajó en una tienda e intentó –sin éxito– abrir un restaurante con su padre. Luego éste último encontró trabajo en una empresa de seguridad privada e invitó a Felipe. El muchacho escaló hasta convertirse en supervisor de la compañía, que se dedicaba a dar seguridad a visitantes extranjeros en Estados Unidos, principalmente jeques árabes. Al menos eso creyó Felipe, hasta que les cayó la DEA y el FBI y dijeron que vendían armas a gente indocumentada. “A mí me acusaron de armar a gente ilegal y otros 50 cargos”, detalla Felipe. “Yo hablé con el fiscal y le dije que revisara mi patrimonio porque sus acusaciones no tenían sentido: yo vivía en un departamento que estaba pagando y el dueño de la empresa tenía como 50 casas”.Al final, estuvo preso un año en el que perdió toda posibilidad de regularizar su situación migratoria. Firmó su deportación voluntaria, porque dentro del centro de reclusión no iba a ganar el caso y no tenía derecho a fianza ni hubiera podido pagarla. LULAC documentó que sólo 33 por ciento de los latinos puede pagar una fianza.Así llegó a México, donde la inseguridad no es un discurso político, sino una realidad que, a la fecha, suma casi medio millón de muertos desde el 2006, y Felipe no tomaría el riesgo de volver a trabajar en asuntos de vigilancia, sino en un call center con bajo salario, pero con vida para hacer exploraciones arqueológicas, su pasatiempo favorito.Marihuanero tranquiloSi llevar encima algunos kilos de marihuana te hace delincuente, Alejandro Rodríguez podría reconocerse como vendedor de droga a sus cortos 25 años. Pero él lo refuta tajantemente: “A mí sólo me gustaba venderla por dinero y por la planta”, cuenta en entrevista con MILENIO. “Mi sueño es tener una tienda de marihuana”.No era ningún ChapoGuzmán o Ismael Zambada. Ni remotamente Héctor El GüeroPalma, o alguno de los 14 narcotraficantes que sirven de hipérbole en las campañas republicanas, sino uno de los 64 mil 497 delincuentes relacionados con las drogas que reconoce actualmente el BOP.El mismo muchacho que las estadísticas no reconocerían como criminal si en lugar de vender la yerba en las calles de Atlanta, Georgia, donde no es legal la marihuana, lo hubiera hecho en cualquier otro de los 40 estados de la Unión Americana donde sí se permite.“Yo he viajado a Washington, Phoenix y otros estados donde es legal y… ¡qué hermosas son las tiendas! Todo organizado, con detalles de las plantas, los nombres, cómo crecieron, de dónde salieron y a mí me gustaría hacer una tienda así”, reconoce Alejandro.El único problema es que ya no está en Estados Unidos, sino en México, donde la comercialización es un debate que los políticos no acaban de resolver.Retornó en julio del año antepasado, 23 años después de que su madre lo llevó a vivir allá, tras el abandono del hombre que la embarazó en Veracruz y no quería ser padre. Ella trabajó en cadenas de comida rápida y ahorró para crear la propia empresa de limpieza en la que hoy se autoemplea.Aunque a Alejandro no lo deportaron cuando lo pillaron vendiendo marihuana en Atlanta, ese pasado lo alcanzó rápido.Dejó de estudiar cuando escuchó en el noticiero que los jóvenes indocumentados que se graduaron de la preparatoria no podían usar su diploma para un buen empleo –no eran considerados ciudadanos o residentes– y optó por contratarse en una compañía que remodelaba bodegas de empresas como Amazon y UPS.Viajaba con un equipo de un lado a otro de Estados Unidos, hasta que lo detuvieron en una carretera entre Atlanta y Arizona junto a otros migrantes, uruguayos, colombianos y argentinos. Él era el único que hablaba inglés y los otros no pudieron mentir acerca de que no tenían papeles.Luego de que lo deportaron, aterrizó en la Ciudad de México un día lluvioso. Al poco tiempo se empleó en un call center, donde no gana mucho, acaso unos mil dólares más prestaciones que le alcanzan para un departamento modesto, pero se siente explotado, igual que Felipe y Gerardo.Vivir con un presupuesto apretado lo deprimió en algún momento. Estaba rentando en Tecamac, Estado de México, llegaba tarde al call center, por lo que le descontaban dinero, todo iba de mal en peor y decidió salirse a vivir un mes en la calle para estabilizar sus finanzas. Buscaba algún rincón acogedor, una cabina del cajero del banco o un recoveco y se levantaba directo al trabajo. Lo asaltaron, pero pudo ahorrar para mudarse a un lugar mejor. Ahora come bien, hace ejercicio y es optimista: algún día tendrá su tienda de marihuana.EHR

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