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Gemelos reclutados por el crimen organizado narran su historia: los obligaban a trabajar 24 horas en un búnker bajo vigilancia permanente

“¿Por qué nací en esta familia?”, se preguntó varias veces durante su infancia un joven de apenas 17 años que, pese a su corta edad, ha vivido demasiado. Hoy, las cicatrices en sus brazos narran un pasado violento y, mientras intenta recuperarse de una severa adicción a la cocaína, reconoce que fue seducido por las falsas promesas del crimen organizado.

Andrés afirma que estuvo a pocos días de que su madre lo recogiera “en una bolsa negra”. Ya había hecho las paces con la idea de que pronto le “reventarían la cabeza”, tal como se lo advirtieron los miembros de una organización que controla la venta de estupefacientes en dos cantones costeros del país, para la cual operó un búnker de drogas durante dos meses.

“Estar en esa vida no es un juego, nuestra madre es la que sufre y va a quedar de luto. Vale más que no terminé muerto”, reflexiona sentado en una silla de un centro de rehabilitación en la capital. Andrés narra que fue el grito de auxilio de su hermano gemelo, José −también involucrado en el grupo delictivo−, el que les salvó la vida a ambos.

Andrés y José son nombres ficticios. Sus identidades se resguardan porque, además de ser menores de edad, sus vidas actualmente corren peligro. Los menores forman parte del programa de protección de víctimas del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) y, por precaución, no pueden ni siquiera acercarse a su provincia.

La Nación conversó con los hermanos para conocer, desde la mirada de la juventud, los ofrecimientos y los supuestos “atractivos” de las organizaciones criminales en el país.

Infancia en un barrio marginal

Andrés y José crecieron en un barrio marginal de la costa. Poco después de su nacimiento, sus padres decidieron que ambos irían a vivir con sus abuelos porque no tenían la capacidad adquisitiva para mantenerlos, ni el tiempo para cuidarlos.

Durante su niñez y adolescencia, sus abuelos intentaron protegerlos de la droga que inundaba las calles del barrio y establecieron reglas muy claras: ir a la escuela y regresar a la casa. Aun así, no fue suficiente para mantenerlos alejados de amistades conflictivas ni para evitar que, de vez en cuando, hicieran maldades en el vecindario.

José conserva buenos recuerdos de esos años, pese a la precariedad del entorno. “Me gustaba andar a caballo, jugar trompos, bolinchas, salir con los abuelos”, cuenta. Andrés, en cambio, reconoce que, aunque sus abuelos hicieron lo posible por mantenerlos a salvo, arrastró siempre un resentimiento hacia sus padres que lo llevaba a cuestionarse por qué le tocó nacer en esa familia.

Su madre los visitaba cuando podía y, según recuerda Andrés, su padre estuvo presente hasta que ambos cumplieron 10 años.

“Eso es algo que me choca todavía”, lamenta.

‘No hay plata’

¿Por qué resulta tan atractivo el crimen organizado para la juventud?

“Porque no hay plata”, responde Andrés sin titubeos.

“Me dolía mucho y yo quería ver a mi mamá con plata, entonces se me vino a la mente la avaricia de tener y tener. Cómo ese mundo es plata fácil, los dos tomamos la decisión de meternos por nuestra mamá”, cuenta Andrés.

Ese fue uno de los motivos que lo llevó a formar parte de un grupo delictivo, aunque admite que no fue el único. Desde noveno año, comenzaron a consumir sustancias. En el barrio, a quienes ellos mismos describen como “malas amistades” los persuadieron con un estilo de vida ficticio.

“Yo decía ‘esa gente que consume se ve que la pasan bien’. Me dio curiosidad cómo se vestían con prendas caras, anillos, aretes, eso me llamó la atención. Yo quería estar así”, explica José.

Todo comenzó con el consumo de vapeadores, cigarrillos y pronto probaron la marihuana y la cocaína; con esta última desarrollaron una adicción tan severa que los llevó a abandonar las aulas y a buscar formas de financiar el vicio.

“Nos empezó a gustar esa vida, sentíamos que la estábamos pasando bien. Llegamos a un punto en el que solo queríamos consumir”, continúa explicando.

Andrés coincide con su hermano. El consumo se salió de control en muy poco tiempo. Al inicio, conseguir droga era sencillo porque muchas veces los invitaban a un puro de marihuana e incluso a dosis de cocaína. Pero, una vez enganchados, sus amigos les dijeron que debían conseguirla por su cuenta.

Fue entonces cuando, con apenas 16 años, accedieron a escuchar ofertas.

‘¿Cómo me voy a morir tan rápido?’

Fueron dos adultos de entre 30 y 40 años, acompañados de un joven de 17, quienes se aproximaron a Andrés a finales del 2024.

“Estábamos metidos en un búnker y me dijeron: ¿Mae, no se quiere poner a bretear? Hagamos plata. Véndame tantas piedras”, recuerda Andrés.

Al menos cuatro veces, dice, rechazó la oferta. Lo frenaba el recuerdo de cómo terminaron varios amigos de la infancia, entre ellos uno que fue torturado y asesinado por miembros de ese mismo grupo criminal a mediados del año anterior, cuando apenas tenía 17 años.

“Uno se pone a pensar: ¿Cómo me voy a morir tan rápido?”, reflexionó.

Aunque el miedo lo detenía, la adicción a las drogas que desarrolló meses antes y las necesidades económicas de su madre terminaron por seducirlo. A los gemelos les ofrecieron ganancias diarias de entre ¢120.000 y ¢200.000, acceso a droga ilimitada y la posibilidad de tener mujeres al alcance de una llamada.

“Lo empiezan a endulzar a uno y cuando uno ve ya está montado en la galleta. Luego piensa: ‘¿en qué momento vine a caer aquí?’”, recuerda.

Una tarde de diciembre, Andrés tomó la decisión de aceptar y, sin avisar, se fue de la casa. Pocos días después, su hermano siguió el mismo camino.

“Mi hermano me dijo que hablara con el patrón de él. Como uno siempre quiere andar más arriba y comprarse de todo, en esos momentos uno se ciega y a mí me lo advirtieron, que si yo iba a meterme en eso tenía que tenerlos bien puestos porque me podían matar”, recuerda José.

A cada gemelo le asignaron la jefatura de un búnker. Los describen como lugares sucios y precarios, colmados de droga y basura, levantados con latas de zinc, sin muebles y con apenas un pequeño colchón en el suelo para dormir siestas breves. La demanda constante de consumo, explican, los obligaba a trabajar las 24 horas del día, sin posibilidad de salir.

Los miembros de la organización criminal los mantenían recluidos mediante un sistema de vigilancia permanente. Los jóvenes afirman que taxistas se estacionaban frente al búnker para monitorear el movimiento, vehículos polarizados rondaban la zona y los jóvenes recibían llamadas constantes del “patrón” para exigir reportes de ventas.

La rutina no variaba y nunca se detenía. Las “bombas” −como llamaban a los cargamentos de droga− llegaban a diario, apenas se agotaba la anterior. Las exigencias eran estrictas y los conteos de dinero, minuciosos. Un “perro” −el nombre con el que identificaban a los sicarios− se acercaba a cobrar la plata y, en caso de faltantes, a proferir amenazas.

Las pérdidas de plata, cuentan estos jóvenes, eran a veces inevitables. Ellos mismos, con una severa adicción a la cocaína, tomaban dosis de la mercadería para consumir, algunas veces hasta provocarse alucinaciones. Otras lo hacían simplemente para mantenerse en pie porque era “la única forma de no dormirse”.

En otras ocasiones, como medida de protección, contrataban campanas que alertaran sobre presencia policial o cualquier situación que pusiera en riesgo el cargamento. Andrés indicó que, por ejemplo, a ellos les pagaba con una piedra de crack cada cuatro horas y ese era un costo que él debía asumir.

Sin embargo, esa lógica de resguardo también generaba traiciones. Las campanas aprovechaban cualquier descuido para robar droga.

“A uno lo tenían como un perro. A veces dejaba entrar un piedrero y estaba ahí con la cuchilla, por cualquier mate que hiciera, poder hincarlo”, dice Andrés.

Torturas y ¢20.000 por una puñalada

Andrés recordó la primera vez que le pusieron un rifle AR-15 en las manos. “Gloria”. Con esa palabra resume aquella escena que solo logra comparar con el personaje mafioso Tony Montana, de la película Scarface.

Esa sensación inicial de poder se transformó pronto en aceptación. Para ambos, esto significó por un tiempo formar parte de una organización delictiva y “trabajar” al lado de “personas fuertes” y “pesadas”.

Reconocen, sin embargo, que fue solo cuestión de pocas semanas para caer en cuenta de que en realidad no valían nada dentro del grupo y, encerrados, ni siquiera podían llevarle el dinero a su madre. “Ellos lo utilizan a uno, pero uno se sentía poderoso, porque iban a otros búnkers y golpeaban a todos, los sacaban de ahí. Uno sentía ese reconocimiento de que ‘soy el que está aquí y nadie me saca’”, dice José.

La violencia era la constante en ese lugar. Ambos recuerdan torturas, violentas golpizas, insultos, homicidios, amenazas y agresiones como parte de la rutina. También evocan a jóvenes de su misma edad dedicados al sicariato por un par de tenis, aunque a ellos aseguran que, durante su corto paso por esta labor, nunca les llegó ese ofrecimiento.

Andrés, por su parte, sí recuerda que le prometieron ¢20.000 para buscar a un hombre y apuñalarlo, sin mayores explicaciones. “Yo me puse a pensar: ‘Nombres, mi vida no vale ¢20.000. Yo no voy a ir a apuñalar a un mae para comerme un canazo (ir a prisión) y luego estos como si nada’”, dijo.

‘Tomé la decisión de quitarme la vida’

Ambos llegaron a deber más de ¢250.000 al cabecilla. Andrés asegura que cometió el error que cometen muchos vendedores de droga: priorizó su consumo y sus ganancias sobre las de su “patrón”.

En una situación similar estaba José, quien inicialmente recuerda advertencias y, en los últimos días, amenazas directas y muy agresivas por parte del sicario más cercano al cabecilla, a quien le tenía “miedo y respeto”.

“Tomé la decisión de quitarme la vida, porque sabía que no iba a salir de ahí”, contó.

“Eran los últimos días y yo sentía que ya me tocaba. Cada vez sentía más tenso el ambiente y lloraba en las noches porque quería salirme, me arrepentí de la decisión pero no salía por mi hermano. Sabía que si yo me iba, a él lo iban a matar”, lamenta.

Andrés, por su parte, también tiraba la toalla. Poco antes de salir, le dijo a su “patrón” que vendería un cargamento más y luego regresaría a su casa.

“Uno que juega de malo, pero ya estando solo dije ‘esto no es vida, qué estoy haciendo’. Ahí es cuando ya uno se quiere salir y le dicen ‘no papito, usted no se puede salir de esto’”, contó.

Este joven dice que aceptó su destino. Se despidió de su pareja en ese momento y también logró contactarse con su madre. A ambas les dijo cuánto las quería y les explicó que había llegado su turno.

Por su parte, José, aterrado, le pidió a un “piedrero” que robara un teléfono y se lo llevara. Recordó el número de su padre y le pidió ayuda. Pocas horas después, el OIJ los rescató a ambos.

Nos dijeron que podíamos colaborar o que simplemente le daban una bolsa negra a mi mamá para que nos recogiera, porque ya sabían lo que nos iba a pasar”, dijo.

Hoy los gemelos trabajan por superar su adicción y, en terapia, profesionales intentan hacerles ver que existen otras oportunidades. Andrés quiere estudiar Ingeniería y a José le apasiona aprender más sobre inteligencia artificial.

Profesionales que laboran en el centro donde se recuperan los gemelos explicaron a este medio que historias como esta son cada vez más comunes, incluso entre menores de 13 años. Por razones de seguridad, los profesionales prefirieron no revelar su identidad.

El Índice Global de Crimen Organizado 2025 consigna que en Costa Rica las organizaciones criminales se aprovechan de la pobreza, la deserción escolar y la desintegración familiar para incorporar a menores en el trasiego de drogas.

Las autoridades nacionales, por su parte, vienen advirtiendo, desde hace al menos tres años, sobre esta creciente tendencia.

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