Valor de la lengua castellana en una hora incierta

Abc.es 
En esta hora de turbulencias varias en que muchos españoles contemplamos con preocupación el incierto futuro de España como Nación, más allá de cualquier pesimismo, deberíamos anclar lo mejor de nuestro espíritu colectivo en referencias positivas que aún podríamos considerar invulnerables. Quizá sea la más trascendental y básica de todas , nuestra común lengua castellana que, a fuer de patrimonio integrador de toda la comunidad nacional, la propia Constitución Española de 1978, la define como «lengua española oficial del Estado», reconocimiento que ya también era explícito en la Constitución Republicana de 1931. No me referiré en cuanto sigue a la idea de valor entendida como concepto económico. Tampoco como grado de utilidad de algo para satisfacer sobre todo necesidades materiales o hasta más o menos intangibles. Por lo que respecta a la lengua en concreto, detendré mi reflexión en su carácter de bien superior, principalmente supra utilitario y de orden moral. Es este valor de cualquier lengua como vehículo de comunicación interpersonal y de expresión de ideas y sentimientos el que alcanza su máximo grado de consideración y respeto en el mismo frontispicio de ambos textos constituyentes en los que se proclama la cooficialidad de «las lenguas de las provincias o regiones», (1931), o de «las respectivas Comunidades Autónomas», (1978), –artículo tercero y cuarto respectivamente. Lamentablemente los responsables de la ya desde hace tiempo enquistada experiencia del separatismo catalán que nos ha conducido a la actual situación de incertidumbre han tenido una manera muy diferente de ver las cosas y sobre todo, de hacerlas. Los hechos han venido a demostrar bien a las claras que los ciudadanos separatistas de esa región española – por cierto, no mayoría según las últimas encuestas–, muy en particular su élite política dirigente, no sólo han elevado a propiedad exclusiva la lengua catalana, privándola de su valor comunitario de patrimonio cultural de todos los españoles, sino que la han convertido en arma de lucha política que ha llegado a ser bandera de odio contra España y todo lo español. Jamás algo tan noble como una lengua, cauce precioso de expresión de sentimientos y emociones, ha podido llegar a tener una «utilidad» tan perversa. Así, muy lejos de aquella concepción positiva e integradora, de auténtico valor humano, de la lengua –de todas ellas–, proclamada en nuestras dos mencionadas Cartas Magnas, este inmenso capital colectivo, de tan larga data histórica, pretende ser arrumbado por este supremacismo integrista. Entendida la potencia de la lengua tan solo como herramienta de afirmación de su presunta identidad nacional, tal planteamiento resultó ser asumido desde el principio por el separatismo catalán, mucho más que como una mera diferencia cultural, como emblema beligerante de su proyecto secesionista. Instrumentos tales como «la inmersión lingüística», eufemismo utilizado como técnica excluyente y hasta persecutoria de la lengua castellana en todo el territorio regional, el catalán ha venido a convertirse en un método de discriminación de tintes xenófobos ejercida contra una población que para colmo ejerce y es en su mayoría castellanohablante. Así, vista y hasta ofensivamente expresada en algún momento esa estúpida autocomplacencia de la dictadura de los pinganillos, la imposición estrictamente política del uso de las demás lenguas cooficiales en el Parlamento Nacional, de ser el reconocimiento de una egoísta insolidaridad, pasa a ser una simple, innecesaria y ridícula majadería de la que se debería prescindir cuanto antes para no causar durante más tiempo la asombrada perplejidad de la población a la que para mayor escarnio le toca pagar la broma. Pero retrocedamos un poco a un tiempo en cuyo transcurso tantas cosas han cambiado. Sin la existencia aún de este embate tan agresivo y directo de ahora y que entonces no permitía todavía avizorar sobre la lengua castellana tan serias amenazas, para mí ya lo era bastante su creciente y grave deterioro, tanto en su expresión oral como escrita. Lejos de cualquier pesimismo, bien es cierto que esta impresión personal ni entraba ni podía entrar en contradicción con la formidable realidad de la pujanza de la lengua castellana en el planeta, con justa propiedad calificada de ecuménica. Sus casi 480 millones de hablantes nativos, su creciente incremento, cifrado en 580 millones de personas que la utilizamos, y que las previsiones más realistas pronostican una cifra de 750 millones para el año 2050, son bagaje más que suficiente para desechar cualquier escepticismo. En esta perspectiva global mi visión no podía ser pesimista. En realidad, mi preocupación era más cualitativa que cuantitativa, lo era en un entorno más inmediato y procedía de observaciones más domésticas que por cierto también eran detectadas por muy autorizadas y solventes autoridades académicas de nuestro país. Así, limitaciones en la comprensión lectora, incoherencias en la redacción, faltas de ortografía cada vez más frecuentes, empobrecimiento del vocabulario cada vez más ostensible, degradación tanto en el uso oral como en el escrito y desprecio del diccionario como elemento de utilización habitual eran y son, entre otros, síntomas de una realidad negativa más que alarmante. Impulsado por esta preocupación me dispuse con ánimo optimista a redactar un texto legal cuyo título era «Ley de protección y fomento del buen uso de la lengua castellana». Le terminé –extenso preámbulo de Exposición de Motivos y diecisiete artículos– los primeros días del mes de julio de 2004. Por tanto, ni que decir tiene que el concepto de «protección» que rezaba en su título no tenía todavía ninguna connotación de «defensa» ni menos aún de exaltación de «patriotismo lingüístico» alguno, a modo de españolismo encubierto. Aún no había razones para ello. Era mi propósito que la ley tuviera sólo ámbito autonómico –otra posibilidad me habría parecido impensable– y cifraba mi esperanza de que la iniciativa fuese bien acogida por el hecho, notablemente significativo en ese contexto, de que por esas mismas fechas tenían ya lugar en el gobierno regional todos los preparativos de los inminentes fastos de conmemoración del IV Centenario de la publicación de la primera edición del Quijote. Como el mejor de los homenajes posibles al monumento literario más significativo de nuestra cultura castellana, ocasión más propicia me parecía inimaginable. Así pues, nada más terminada su redacción, un ejemplar del texto de la ley, con una carta de presentación personal, fue entregado a los más significados dirigentes políticos de entonces de ambos partidos con representación en las Cortes regionales. A partir de ese momento, mi ilusionada iniciativa empezaba un largo camino de silencios. Puedo ahorrar ahora la descripción de ese penoso itinerario porque tuve oportunidad de hacerlo en unos extensos comentarios que publiqué en el blog Toledo Olvidado. Lo hice, ¡diez años después!, en su entrega del día 22 de noviembre de 2014, («Joaquín Sorolla inmortaliza en Toledo el alma de Castilla»), y a ella remito a cualquier lector interesado en conocer algunos pormenores que, sin duda, le parecerán ilustrativos e interesantes. Como hito intermedio de ese azaroso recorrido, el 1 de marzo de 2007, con grata sorpresa por mi parte, el Boletín Oficial de las Cortes de Castilla-La Mancha, en sus páginas 7047 y 7048 y en el Capítulo de Textos en Trámite publicaba la «Proposición de Ley de la lengua castellana de Castilla-La Mancha». De la noticia se hizo eco la prensa regional, y en concreto, la edición toledana del Diario ABC la titulaba en su edición de 28 de enero de 2006 como «El PP llevará a las Cortes regionales un proyecto de ley en defensa del castellano». Por tan peculiar e indirecto procedimiento supe que la propuesta parlamentaria había sido presentada por el ilustre Diputado regional albaceteño don Lucrecio Serrano, que el título de la ley había sido sustancialmente cambiado por otro de extraña y ambigua validez y que se había tomado como base el «borrador» del texto remitido. A pesar de todo, me quedé con el aspecto positivo de que mi iniciativa, impresa en el Boletín, ya había adquirido valor de publicación oficial, por más que una vez leída, pudiese comprobar importantes diferencias: aparte del enunciado del título, se reducía casi a la mitad el número de artículos y en algunos de ellos se disminuía o cambiaba el sentido de la redacción inicial. En cualquier caso, inútil expectativa, porque por motivos de calendario, su posible aprobación no prosperó al producirse la disolución de las Cortes en fechas inmediatamente posteriores a las de su entrada en Registro. El silencio parecía seguir siendo su compañero inseparable, Aunque en este proceso el entusiasmo de la clase política regional por proteger –también defender– la lengua castellana ya parecía perfectamente descriptible, aun tuve moral suficiente como para acometer un nuevo intento. Lo hacía ahora –8 de agosto de 2014– animado por el resultado de un nuevo ciclo electoral y porque al fin y al cabo para la toma en consideración de la Ley, ya fuera del ámbito parlamentario, solo se trataría de recuperar un texto que en el Boletín ya tenía vida oficial. Nada difícil. En esta ocasión el destinatario de mi renovada solicitud fue el señor Consejero del ramo, que también resultó ser insigne miembro de la cofradía del silencio. No habría de ser el único con ostentación de ese mismo importante cargo político al que hiciera llegar mi propuesta. Ya en un ciclo electoral posterior otro Consejero de la misma casa –Educación y Cultura creo que se llamaba– vino también a demostrarme su pertenecía a la ilustre cofradía. Si en el primero de mis intentos se desaprovechó la coincidencia, (2005), de la conmemoración de la primera edición del Quijote, ahora, (2015), una década después, con ocasión también propicia, tampoco importaba desaprovechar el Centenario de la Segunda Parte de las aventuras andariegas del hidalgo manchego. Nada. Ni las más relevantes efemérides literarias por muy cervantinas y quijotescas que fueran en región tan identificada con el autor y con su obra, parecían capaces de estimular tanta apatía. He venido, pues, a intentar resumir en un episodio de vivencia muy personal lo que en esa larga etapa tuvo de desidia de nuestra clase política regional la protección de nuestra lengua y su buen uso, sobre todo cuando, muy en particular, debería ser cuidada siquiera tan solo como cauce de expresión en el ámbito de las administraciones públicas en el estricto ámbito de sus responsabilidades de gobierno. Especial énfasis en este aspecto se pone de relieve en la ley como «nivel de calidad», expresión destinada a exaltar lo mejor de la perfección y excelencia de la lengua. Digamos de paso que nada complacería más a los sectarios integristas de la «inmersión lingüística» que una lengua castellana cada vez más depauperada y envilecida, cada vez con menos «nivel de calidad». En términos de mercadotecnia – y de eso el catalanismo clásico sabe mucho– un producto es tanto más despreciable, se vende menos, cuanto peor es su calidad. Si el catalán, por desgracia ajeno a cualquier sano y loable propósito cultural, ha sido y sigue siendo arma fundamental de lucha de un objetivo exclusivamente político como es el separatismo, la lengua castellana, su protección, su buen uso, como respuesta democrática y constitucional deben empezar a ser instrumentos de resistencia cívica. Hay numerosos ejemplos de que todavía no está siendo así. Quizá tan solo de detalle, muy irrelevantes en apariencia, pero muy elocuentes. Así, hoy, nuestros locutores/as de la información meteorológica nos ilustran sobre el tiempo que ha hecho en Lleida y el que va a hacer en «Yirona». De puro humillante para la denominación vernácula del resto de las regiones españolas –por ejemplo, aquí en Castilla-La Mancha, nos quedamos sin saber qué tiempo hará en Toletum o el que ha hecho en Al- Basit–, la cosa es toda una estúpida exhibición de papanatismo. Otro ejemplo: los reporteros de todas las cadenas televisivas de cobertura nacional –española quiero decir– se disputan el mejor sitio de los pasillos del Congreso para prestar sus micrófonos a todos los líderes del «prusés» para que en ellos, en el corazón de la soberanía nacional, lancen sus proclamas independentistas en idioma catalán, eso sí, con subtítulos en el cooficial dialecto castellano. Llevamos demasiados años de intensiva «catalanoplastia» separatista. Si como tal entendemos el hartazgo hasta la náusea producido en una gran parte de la población española por la casi exclusiva presencia en todos los medios de comunicación del presunto «conflicto político», habremos de reconocer que gran parte de ese cansancio ha tenido como cauce de expresión la sistemática estrategia de humillación y agravio a la lengua castellana, incrementado en los últimos tiempos hasta niveles insoportables. Ya está tardando en ser remitido un comunicado de cualquier cadena de televisión con informativos de ámbito nacional, dirigido a las sedes de todos los partidos independentistas, en el que se les haga saber que cualquier declaración de sus líderes no será emitida, ni siquiera subtitulada, si no se pronuncia en lengua castellana. Aunque sólo sea por respeto a los miles de sus televidentes que ni son catalanes ni tienen porqué saber el catalán. ¿Les parecerá excesiva propuesta a los fervorosos sectarios del «Catalonia is not Spain» del Nou Camp? Porque lo cierto es que habremos de reconocer que en esta ya larga etapa de vida democrática ha habido, incluso en sede parlamentaria, demasiadas concesiones a un «cooficialismo lingüístico», llenas de generosa buena voluntad y sentido amplio del Estado, que han resultado ser tan innecesarias como desagradecidas. Se ha llegado demasiado lejos en este servilismo. Ese tiempo de tolerante convivencia, o está en cuarentena o ha pasado. El separatismo de las regiones periféricas de España, muy en particular en este momento histórico el catalán, ha decidido de manera unilateral que así sea, y en su ya irrenunciable proyecto de destrucción de la Nación Española, hundida su más profunda raíz en la deslealtad a la Constitución de 1978, apenas nos deja a los demás españoles instrumentos de legítima defensa. Aunque lo cierto es que la simple observación de las estadísticas no nos debería motivar preocupación alguna. Así, la cifra de los casi 500 millones de hablantes nativos de la lengua castellana sobre el planeta nada tiene que ver con los 9 millones de catalanohablantes, y el número 88 que ocupa el catalán en la clasificación de las cien lenguas más habladas del mundo tampoco parece motivo de mayor inquietud para el castellano, segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos. Son datos comparativos casi irrisorios. Sin embargo, de puertas adentro, se pretende que las cosas sean distintas, y la apariencia es que los instrumentos de los separatistas, muy en especial la lengua –la suya, que también es nuestra–, son muy poderosos. Con su inestimable ayuda, les quedan la deformación de la historia, los tejemanejes políticos de conveniencia degenerados en totalitarios, la manipulación de voluntades serviles o ignorantes y su propia condición de gobernantes fanáticos y ambiciosos. A nosotros, en esta hora incierta, tan solo con el escaso material de la palabra, nos queda poco más que el inmenso valor de la lengua castellana. A ella, ante tanta ofensa injusta, debemos agarrarnos como tabla de salvación inmaterial y pacífica. A la vista del acontecer político de nuestra nación en los últimos tiempos, nuestro compromiso con ella debe tener tanto de elemental «protección» como de vigorosa «defensa». Por lo demás, escribir, narrar, conversar, dialogar, contar, debatir, rezar…tantas expresiones del ánimo con las que podemos enaltecerla con su buen uso deben ser común aspiración de perfección y excelencia. Así, cada cual a su manera, podremos hacer nuestra aquella hermosa exclamación de la extraordinaria poetisa chilena Gabriela Mistral, «Bendita mi lengua sea». Compartamos con ella esa su gozosa experiencia de plenitud vital. Si para nosotros, también bendita, siempre será camino en cualquier propósito moral de bondad, verdad y belleza, ahora también se nos ofrece como valor al que recurrir con esperanza en un momento se sombríos presagios. Al fin y al cabo, siempre nos quedará la vieja lengua de Cervantes. Toledo, 13 de junio de 2024. Día de San Antonio.

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