Casi dos millares de muertos: el largo camino hacia los 14 días de terror que estremecieron España

Abc.es 
Las cifras son lapidarias. La Revolución de Asturias , esa que arrancó hace hoy nueve décadas, obligó a llenar 1.500 ataúdes y provocó más de 2.000 heridos. Y eso, por no hablar de los 30.000 «revoltosos» (como se les llamó en la prensa) que acabaron entre rejas. Números sangrantes para 14 jornadas de insurrección promovida –entre otros– por los socialistas Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto y que estalló ante la llegada al Gobierno de tres ministros de la CEDA. El 19 de octubre se dio por terminada, aunque, para entonces, el desastre era total, como explicó el periodista Manuel Chaves Nogales : «Costó mucho menos implantar el bolchevismo en las calles de Moscú de lo que ha costado a Oviedo resistir a los mineros». Solemos quedarnos con los datos brutos; cosas de la gran historia. Hablamos de que Asturias fue el gran bastión de la revuelta; de que, allá por Cataluña, Esquerra aprovechó la coyuntura para declarar su 'Estado Catalán'. Sin embargo, se tiende a obviar el largo camino que condujo al país hacia un movimiento que puso en jaque al propio régimen republicano. La Revolución de Asturias no se fraguó en dos tardes de locura sindicalista. Su origen hunde sus raíces en las turbulencias políticas que se vivían en la España de los treinta. Un país que, a pesar de atravesar una época mitificada por algunos nostálgicos, ya empezaba a polarizarse entre los dos bandos que, a la postre, combatirían en la Guerra Civil. No hay más que girar la vista hasta 1933, cuando el Partido Radical de Lerroux y la CEDA de José María Gil Robles empezaron a ganar terreno a la dañada coalición de republicanos y socialistas. Esta situación, palpable desde comienzos de año y molesta hasta el extremo para los partidos más progresistas, terminó de hacerse patente cuando, durante las elecciones municipales de principios de año, el PSOE y sus aliados se llevaron sus primeros varapalos. Según explica el historiador Mariano García de las Heras en su extenso dossier 'La revolución de Asturias, ¿primer acto de la Guerra Civil?', aquello soliviantó a los dirigentes socialistas lo suficiente como para tomar dos decisiones. Por un lado, empezar a usar una terminología revolucionara que irritara a los trabajadores y les concienciara de los supuestos peligros de que la derecha tomara el poder. Por otro, separarse de sus clásicos compañeros de viaje y presentar una candidatura única; todo ello, a pesar de que el sistema fomentaba las coaliciones. Francisco Largo Caballero, peso pesado del partido, aunque no líder por entonces del mismo, no tardó en repetir hasta la saciedad que, en el caso de que tuvieran que enfrentarse a una derrota electoral, «no dudarían en provocar una revolución que devolviera a la República a la senda del socialismo». A este ala extremista del PSOE se sumaron otros tantos políticos desencantados con el devenir que había tomado la Segunda República , la CNT y UGT. El ambiente no podía ser peor y se recrudeció en noviembre cuando, como se esperaba, la debacle del PSOE aupó al Partido Radical y a la CEDA. Lerroux, por si fuera poco, no tardó en intentar formar gobierno con Gil Robles; el mismo líder que se había declarado «cercano» a las ideas de Adolf Hitler, Benito Mussolini y el canciller austríaco Engelbert Dollfuss, abanderado de la extrema derecha del país. Los peores temores, aquellos que se fomentaban desde hacía un año, empezaban a hacerse realidad entre los grupos progresistas. Las posiciones terminaron de radicalizarse cuando, a comienzos de 1934, Largo Caballero se hizo con el poder del PSOE y clamó contra sus contrarios. Para entonces Luis Araquistáin, uno de sus más estrechos colaboradores, ya había repetido hasta la saciedad que solo había una respuesta efectiva contra el «fascismo», la «destrucción del Estado capitalista». De forma paralela, la UGT y la CNT empezaron a forjar la llamada Alianza Obrera, cuyo objetivo era alzarse en armas al calor de las soflamas, y con el apoyo socialista, si la CEDA asomaba la cabeza en el gobierno. Con todo, hay que decir que fue solo la facción norte de este grupo la que aseguró que tomaría «las posiciones pertinentes ante los posibles acontecimientos que pudieran sucederse». Todo este barril de tensiones explotó el 4 de octubre de 1934 cuando, en palabras de García de las Heras, se publicó la lista que configuraba el nuevo gobierno de la República. «La CEDA había entrado por primera vez en el Gobierno con tres ministros. El hecho de que el partido acariciara el poder propició la excusa perfecta a los defensores de la revolución: había llegado el momento de frenar el avance fascista», explica. La reacción fue contundente en Asturias y tibia en Madrid, León y Palencia. Pocas regiones más secundaron la huelga general a la que se había llamado desde hacía semanas. Aunque, en el caso del norte, fue la crónica de una muerte anunciada, como explicó el mismo Lerroux meses después: «Cuando el gobierno tomó posesión, se anunciaba inmediatamente un estallido». En la noche del día 4 se tomaron las calles de Asturias. Mineros, comunistas, sindicalistas y socialistas sacaron las escopetas de sus casas y tirotearon los cuarteles de la Guardia Civil . Los que no tenían con qué disparar se colaron en los polvorines de las minas e hicieron acopio de cartuchos y cartuchos de dinamita que arrojaron contra las autoridades. Así lo recordaron multitud de manifestantes tras la contienda. La situación se hizo, en definitiva, desesperada. «El 5 de octubre todo empeoró y el gobernador civil de Asturias cedió el control de la región al comandante militar de Oviedo, el coronel Alfredo Navarro , quien declaró inmediatamente la ley marcial», explica el hispanista Paul Preston en 'Franco, caudillo de España'. El 6 de octubre, tras un consejo de ministros subido de tono, el gobierno central tomó medidas para acabar con la revuelta en Asturias, región en la que la situación era dramática. Para entonces, la huelga se había estrellado ya en Madrid, donde todos los líderes habían sido apresados. El presidente Niceto Alcalá-Zamora decidió encargar a López Ochoa la represión de la revolución. La decisión cuadraba, pues el militar era considerado como uno de los más firmes defensores del régimen establecido, además de masón. Al parecer, solo hubo una máxima. «López Ochoa confió más tarde al abogado socialista Juan-Simeón Vidarte que Alcalá Zamora le había pedido que realizara esa tarea precisamente porque esperaba limitar al mínimo el derramamiento de sangre», añade Preston. El futuro dictador fue el encargado de acabar con la Revolución de Octubre. Pero eso, como se suele decir, es otra historia. Una que se extendió durante dos semanas cargadas hasta el tuétano de violencia.

Читайте на 123ru.net