Espejos en los que mirarse
Las conmemoraciones históricas pueden ser altamente significativas. No solo porque un determinado momento político decida tomar como referencia un período histórico inspirador, como espejo en que mirarse, sino por la fidelidad de la imagen que nos devuelva ese espejo. Durante la Transición se reivindicó el espíritu de la Ilustración. Cierto que ya en el tardofranquismo y a partir del libro de Julián Marías 'La España posible en tiempos de Carlos III', notables historiadores e intelectuales, partidarios de la evolución del régimen hacia un sistema democrático, reivindicaron el reformismo ilustrado como metáfora política . Vigente la Constitución del 78, los 80 y 90 fueron años para una nueva ponderación del progreso promovido por el reformismo ilustrado, como se demostró durante el bicentenario de la muerte de Carlos III en 1988. Luego, con el tercer centenario de su nacimiento, se repitió esa constante: la Ilustración como propósito de buen gobierno. El país entero llegó en aquellos años a la convicción de que la Ilustración, más allá de sus sombras, con su progreso material y social y su capacidad para la concordia, era un buen referente para el «proyecto sugestivo de vida en común» puesto en marcha desde la Reforma Política de 1976. Aquel espejo nos devolvía una imagen factible de nosotros mismos. Hubo, pues, un tiempo no lejano en que España se celebraba a sí misma y conmemoraba unida y confiada sus logros memorables. Flotaba en el ambiente una ilusión colectiva y había razones para el optimismo. Naturalmente, nada en la historia es un completo éxito o un rotundo fracaso, pero hay operaciones, movimientos y empresas que aparecen regidas por un especial ánimo, una actitud provechosa, una bondad histórica que determina el éxito y también la «felicidad» de una nación. La Ilustración tuvo sus sombras, pero el espíritu que la impulsó –la apuesta por el reformismo político, la preocupación por el progreso económico y social, el afán de modernización del país– dio el testigo a los españoles de la Transición. Con todos sus problemas, dificultades y errores, la sociedad tuvo un espejo amable en que mirarse, un retrovisor. Pues bien, demos un salto. Hagámonos la pregunta: ¿en qué espejo se mira ahora nuestra política nacional? ¿Qué etapa histórica vamos a tomar, mutatis mutandis, como referencia para nuestro futuro nacional? ¿En qué momento de su difícil pasado está buscando su porvenir España? La iniciativa puesta en marcha por el Gobierno ayuda a comprender la gravedad del presente. En 2025 se cumplirán cincuenta años de la muerte de Franco. Prácticamente nadie había reparado en ello, pero alguien, con evidente mala fe democrática, ha tomado la decisión política de enarbolar su mortaja. Hasta la fecha, los aniversarios, además de revestir un carácter fundamentalmente académico, se celebraban para la vindicación de un personaje o de una época o de un hecho concreto. Un centenario tiene siempre carácter conmemorativo; se evoca algo o a alguien. Lo insólito ahora es que desde el poder se ponga toda la maquinaria de propaganda política en marcha para agitar el fantasma de un jefe de Estado cuyo régimen surgió del cruento enfrentamiento entre los españoles. Ha costado mucho tiempo, esfuerzo y olvido (generoso y necesario olvido, por cierto) cicatrizar esas heridas. La operación que va a poner el Gobierno en 2025 no solo va dirigida contra Franco, de quien ya solo debería hablarse en los libros de Historia, sino fundamentalmente contra la convivencia española, es decir, contra la voluntad de entendimiento que dio paso al régimen constitucional (que, dicho sea de paso, lleva herido de muerte desde las leyes de memoria histórica). «A moro muerto, gran lanzada» dice el refrán español. De eso se trata ahora. Es seguro que los grandes fastos de lo que entonces se llamó «el hecho biológico» van a ser muy poco académicos, nada objetivos, y tan sectarios como precisa sea la movilización política de los extremos. Esta castaña de los 50 Años que se nos viene encima, evidencia, además, la total ausencia de un mínimo proyecto de país. Lo importante, al parecer, es inducir a la gente a dividirse, a enfrentarse, a reinventar rescoldos para el rencor: «Odiaos los unos a los otros», es el mensaje de este anacrónico cincuentenario. Ese relato de resentimiento que amenaza el año 25, ese paquete vulgar de odio y presentismo, esa traca final de lo que queda del PSOE tiene además dos cargas de profundidad inevitables: la salvación histórica de ETA y el derribo de la Monarquía. Demonizar el franquismo hasta el extremo de convertirlo en la peor tiranía de todos los tiempos (cien actos de propaganda militante dan para mucho y también cuestan mucho) implicará una legitimación populista del nacimiento de ETA, que será presentada a las nuevas generaciones como una banda de jóvenes y románticos luchadores contra una sanguinaria dictadura. Blanqueados ya los legatarios de ETA (eso que llaman Bildu) quedaba por reivindicar su fundación y razón de ser. Los 853 asesinados, 2.600 heridos y 200.000 exiliados serán obviados: 'peccata minuta', «cosas» de la historia. En el cincuentenario de marras, aparecerá, no lo duden, la figura de Juan Carlos I, al que presentarán como legado final del pertinaz franquismo: el último culpable, el último testigo. Estigmatizado el Monarca de aquellos felices años de su reinado, convertido esperpénticamente en epígono de una dictadura irredenta, se impugnará todo su legado constitucional y, con él, la monarquía parlamentaria. Toda esta enorme mascarada de la muerte de Franco que infestará el 2025 no será más que el punto de arranque para la vindicación los gravísimos errores que cometió la II República, cuyos fastos se celebrarán en 2031, solo seis años después. Encadenen ambas conmemoraciones y adivinarán el propósito del mal gobierno que padece la sociedad española. En ese espejo del tiempo –odio y fracaso– quieren que nos miremos ahora. La imagen que nos devuelve es una deformación de la realidad, un esperpento. Es un retrovisor que conduce al desastre. Y también al pesimismo. Pero entre 2025 y 2031 aparecerá otro aniversario: 50 años de la Constitución de 1978. La perversión del régimen constitucional ha sido una constante de los últimos tiempos, pero la causa fundamental –y desde luego, la culpa– no reside en el hecho constitucional mismo sino en los actores políticos que han decidido traicionarlo por un afán de puro poder, o de pura ruindad. Cuándo comenzó esta triste tendencia es algo que se estudiará en los libros de historia, pero la huida del constitucionalismo es uno de los grandes errores de la izquierda política actual. Y no, no debemos errar el tiro: no falla la Constitución; fallan quienes están frívolamente desmontándola (también se está deshaciendo el Estado de Derecho y no por ello la causa reside en su diseño). La Constitución es –sigue siendo– casi un milagro, como la propia Corona. Quien quiera bien a España debería ir preparando una conmemoración a la altura de aquel tiempo pasado que, en este caso, fue sin duda mejor.