"Me cuesta mucho tolerar que mi pareja esté mal, me preocupa que afecte a nuestra relación, ¿consejos?"

"Me cuesta mucho tolerar que mi pareja esté mal, me preocupa que afecte a nuestra relación, ¿consejos?"

Me cuesta mucho tolerar el malestar de mi pareja; ahora mismo está pasando por el duelo de una ruptura con otro vínculo y me preocupa que pueda afectar a nuestra relación. No sé como acompañarle, ¿consejos?

María lectora de elDiario.es

Tolerar es una palabra que me resulta incómoda, tal vez sea una cosa mía, pero cuando la escucho pienso cómo el término en sí otorga al sujeto de la acción, el sujeto que “tolera”, el privilegio de “permitir” que una situación contraria a su deseo tenga lugar en un entorno cercano. Toleramos aquello que, aunque preferiríamos que no tuviese lugar en nuestro campo de visibilidad o de afectación, aceptamos “soportar” a veces con cierta convicción, pero desde luego sin comprensión profunda o afinidad afectiva.

Si rastreo el significado de la palabra en ese archivo ideológico que es la RAE encuentro la siguiente definición:

1. tr. Llevar con paciencia.

Sin.: llevar, cargar, sobrellevar, soportar, asumir, aguantar, resistir, sufrir, tragar.

2. tr. Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente.

Sin.: permitir, admitir, consentir, transigir, pasar, disculpar, dispensar.

Ant.: prohibir.

3. tr. Resistir, soportar, especialmente un alimento o una medicina.

Sin.: resistir, soportar, aguantar.

Ant.: rechazar.

4. tr. Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.

Toleramos aquello que, aunque preferiríamos que no tuviese lugar en nuestro campo de visibilidad o de afectación, aceptamos 'soportar' a veces con cierta convicción, pero desde luego sin comprensión profunda o afinidad afectiva

La última acepción, que refiere al respeto, parecería ser la más apropiada, pero en una línea etimológica marcada por verbos como “soportar”, “aguantar”, “sostener”, aquello que se respeta cuando toleramos aparece en el espacio psíquico-afectivo como una “carga”, un extra de peso que dificulta el propio camino. De algún modo, al darnos a nosotras mismas el poder de “tolerar” la vida de las otras, estamos entendiendo sus creencias, prácticas y las formas de su amor como un obstáculo frente a una hipotética situación ideal, una carga contraria a nuestras creencias, prácticas y deseos. Es decir, al tolerar ocupamos una posición psíquica antagónica con respecto a algo que hemos decidido “soportar” en lugar de “rechazar” o “prohibir”. ¿Cuál es la alternativa a la tolerancia? ¿Qué movimientos psíquicos y afectivos nos acercan con ternura y sin juicio a la realidad que mueve la vida de lxs otros?

Cuando tolero, la estructura discursiva que sostiene mi identidad ocupa el centro y a través de ella juzgo y examino aquello que ocurre más allá de mí. Con la limitación que impone el criterio emitido desde este conjunto de creencias más o menos flexible que compone el “yo”, difícilmente puedo con-moverme con las otras o crear alianzas sinceras. Me aventuraría incluso a decir que el discurso de la tolerancia a veces no es tan incompatible con el del odio, sino que se relacionan incierta y peligrosamente.

¿Cuál es la alternativa a la tolerancia? ¿Qué movimientos psíquicos y afectivos nos acercan con ternura y sin juicio a la realidad que mueve la vida de lxs otros?

Si acaso hay algo que puede ser bello tolerar, en el sentido de permitir y sostener, es el impacto que las vidas distintas de las demás tienen sobre la nuestra. Defendiendo siempre nuestra propia necesidad de calma, protección y alegría, creo que pensar en “tolerar” el sufrimiento propio y no las vidas o las identidades de las demás es un cambio de paradigma que implica un acto de valentía y de respeto profundo. Tolero mi sufrimiento porque al cargarlo y permitirlo le doy un lugar de reconocimiento y me doy el espacio para observarlo y comprenderlo. A la otra, con sus propias pasiones, adhesiones y malestares, no la tolero, camino a su lado por aquellos lugares del trayecto que así lo permiten, cuando el deseo de compañía es mutuo. 

La educación monógama nos dice que a la vida de la otra se ha de llegar como a un espacio “virgen”, “puro” y libre de vínculos pasionales y afectaciones del pasado. La figura del “ex” de la que hablábamos en la entrega anterior es uno de esos elementos que la educación monógama marca con un rotulador rojo, anunciando peligro, conflicto o necesidad de corregir lo que perturba la “normalidad” del orden nuevo afectivo que ha de instaurarse imponiendo límites a la influencia del “pasado” sobre el presente. Yo creo que no hay pureza a la que aspirar en la vida afectiva, sino posibilidad de comprometernos con la verdad del mestizaje de pasiones y vínculos que nos conforman.

Los afectos de las demás tendrán efectos en nuestras relaciones, pero creo que la tendencia común a 'higienizar' la realidad de la otra para que no nos afecte es una violencia que nos hacemos a nosotras mismas y a quienes elegimos como compañeras

Cada cual llega a la otra con una vida propia, llena de complejidades y riqueza. Si nos relacionamos con personas vivas y no con ideas, los afectos de las demás tendrán efectos en nuestras relaciones, pero creo que la tendencia común a “higienizar” la realidad de la otra, o a “ordenarla” para que no nos afecte es una violencia que nos hacemos a nosotras mismas y a quienes elegimos como compañeras.  

Un mimo enorme a la preocupación y el sufrimiento, que nos acompañan cada día y que, llevados con amigas, compasión y dulzura, nos vuelven suaves al contacto.

  

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