En pantalón corto

Comenzar a colocar las luces de Navidad corrobora la incapacidad del mundo occidental para vivir gozosamente el presente, su crónica ansiedad por lo venidero

En pleno puente del ferragosto, veo en una cadena de televisión que el municipio tinerfeño de La Laguna ya ha comenzado a colocar las luces de Navidad. La noticia no me sorprende demasiado, para qué mentirles. En primer lugar, confirma la condición visionaria de ese alcalde de Vigo que intuyó que el regidor más valorado hoy en día por los vecinos es aquel que pone antes y más masivamente la iluminación navideña. Y, en segundo, corrobora la incapacidad del actual mundo occidental para vivir gozosa y plenamente el presente, su crónica ansiedad y angustia por lo venidero, por el mañana, el pasado mañana y más allá.

Seguimos en agosto, hace mucho calor y millones de personas están de vacaciones; luego llegará septiembre, no poca gente se tomará también su tiempo de ocio y las aguas mediterráneas seguirán templadas y propicias al baño. Y, sin embargo, ya retumban de modo machacón y agorero los anuncios de la vuelta al cole, el comienzo del nuevo curso político y hasta las rebajas de Navidad. ¡Ozú -me digo-, qué ganas tiene el sistema de que se acabe el verano y todos volvamos a la rutina en ciudades contaminadas y sobrepobladas!

Pues no, esta semana es la de las fiestas estivales en Bubión, la aldea alpujarreña en la que tengo casa desde hace medio siglo, y pienso disfrutarlas sin el menor remordimiento. Seguimos en verano, insisto. Una estación más dionisíaca que apolínea, un tiempo propicio a eso que el sistema llama perder el tiempo y que no es sino la mejor forma de vivirlo. Tiempo de lecturas que duran horas, de siestas largas, de divertidas conversaciones hasta la madrugada en las terrazas, de verbenas nocturnas gratuitas para los vecinos de toda edad y condición… De todo eso que el capitalismo salvaje a la americana aborrece.

Hace unos días, Rosa María Artal escribía en este periódico un artículo titulado Defender la alegría como una trinchera, en alusión al poema de Mario Benedetti. Ese titular me alegró en sí mismo. Les confieso que no entiendo por qué cierta parte de las izquierdas tiende a considerar que el gesto agrio, enfadado y malhumorado es lo único compatible con el deseo de un mayor progreso de la libertad, la igualdad y la justicia. Yo soy de otra escuela, de la escuela de Emma Goldman cuando decía: “Si no puedo bailar, no quiero estar en tu revolución”. De la de Albert Camus, que escribió párrafos deliciosos sobre los gozos del verano mediterráneo y jamás encontró la menor contradicción entre buscar la felicidad que dan los placeres sencillos de la existencia y la lucha por un mundo mejor.

Desconfío de los que apenas sonríen y casi nunca ríen. Como los grandes dictadores del siglo XX, siempre serios, siempre graves, siempre trascendentales. Y no es esta actitud cosa únicamente del pasado. Fíjense, las actuales derechas españolas se pasan todo el tiempo anunciando con gesto adusto apocalipsis inminentes. Apocalipsis que nunca llegan. En cambio, no dicen ni mu sobre la catástrofe real que ya padecemos: la crisis climática. Esas sequías devastadoras, esas súbitas oleadas de calor, esas tormentas brutales que inundan pueblos enteros, esas granizadas de pedruscos… Nada de eso lo ven. Lo consideran algo normal, ajeno al desastroso efecto de la acción humana sobre el planeta.

Ni se ha producido la recesión económica que auguraba Feijóo ni se ha roto la unidad de España que tanto él como su compinche Abascal dan por hecha todos y cada uno de los días. De hecho, uno de los serios problemas que tenemos este verano está relacionado con el turismo internacional. No es que haya desertado de la piel de toro por culpa del avieso Gobierno socialcomunista, es que, al contrario, de tan masivo y entusiasta, empieza a ser agobiante.

Sigo este verano las noticias de las elecciones estadounidenses, la crisis venezolana, el genocidio en Gaza y la delirante combatividad política de nuestros jueces derechistas. Si dejar de bailar unas rumbitas este fin de semana, en la plaza de mi aldea, pudiera arreglar alguno de estos asuntos, les juro por la salud de mis hijas que lo haría de buen grado. Pero me temo que no, que mi renuncia a esos momentos personales de felicidad no cambiará las cosas ni un ápice.

La alegría es una trinchera y es también es un ariete. Lo escribí este mismo verano en la revista MAKMA y no sabría decirlo mejor: “Vivir lo local en una noche de verano es un modo excelente de vivir lo global. La esencia de lo global, lo que nos hace humanos a todos. Nuestra inquebrantable resistencia a la adversidad. Nuestras incombustibles ganas de gozar aquí y ahora”.

Así que no me voy a quitar el pantalón corto. La Navidad y sus lucecitas me quedan muy lejos. Seguiré pendiente de los contenciosos antes citados y de los que vayan surgiendo, pero en pantalón corto. Con su permiso, claro.

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