La otra cara de la coleccionista Peggy Guggenheim: lo que hizo y lo que no hizo por las mujeres
La mecenas y galerista atraviesa un nuevo interés con una reedición de sus memorias y una exposición en la Fundación Mapfre de Madrid
Griselda Pollock, historiadora: “Cuando una mujer va a un museo aprende que somos inútiles y poco listas”
Peggy Guggenheim, millonaria heredera con un apellido de tradición coleccionista, es considerada el puente entre las vanguardias europeas y norteamericanas del siglo XX. La peculiar historia de la marchante, que vivió entre ambos lados del Atlántico, está generando un nuevo interés gracias al documental Addicted to Art, una exposición en la Fundación Mapfre de Madrid y una reedición en octubre de sus memorias. Todas son iniciativas que valoran la visibilización que dio en 1943 a artistas mujeres con la muestra exclusiva para creadoras, 31 Women, que ahora se recrea en España. Nunca se había visto en Nueva York, pero también condenó a muchas de las participantes a una categoría específica, además de rechazar después a las expresionistas abstractas.
“El relanzamiento de este libro, junto a la exposición de la Fundación Mapfre, viene a restaurar la importancia de una figura clave en el arte del pasado siglo y de una voz pionera en un momento en que las voces de mujeres están cobrando un protagonismo literario inédito”, dice Teresa Gras, editora de la nueva edición de Confesiones de una adicta al arte (Lumen). Gracias a aquella exhibición femenina realizada en la galería de Guggenheim, Art of This Century, muchas de las obras de las artistas que eran desconocidas se conservan a través del proyecto que emprendió la inspirada coleccionista Gina Segal. Sin embargo, en las cartelas de la muestra de Madrid se advierte que es “difícil atribuir a ciencia cierta un planteamiento feminista a Guggenheim”.
“Hay que tener cuidado con proyectar una mirada contemporánea sobre los personajes del pasado. Al mismo tiempo que apoyaba iniciativas como esta, Guggenheim también tenía una actitud contradictoria con las mujeres artistas; a las representantes del expresionismo abstracto no las apoyó en absoluto”, dice la comisaria de la exposición de Mapfre, Patricia Mayayo. Una negativa que pesa más si se considera que Art of This Century fue semillero del movimiento, principalmente de Jackson Pollock. Pero Mayayo asegura que la galerista declaró “de forma muy clara” su interés en poner en valor la obra de las mujeres y romper el mito de la musa.
Autoras bajo el criterio de hombres
La exhibición femenina en Nueva York fue una idea de Marcel Duchamp, mentor de Guggeheim en el arte moderno y muy amigo suyo. La lista de participantes fue confeccionada por Alfred Barr, fundador del MoMA, mientras que las piezas enviadas fueron evaluadas por un comité compuesto, a excepción de la misma Peggy, íntegramente por hombres: los artistas Max Ernst, Duchamp y André Bretón, y los críticos de arte James Johnson Sweeney, James Soby, Howard Putzel y Jimmy Ernst. Prácticamente el mismo equipo conformó el jurado de un salón de verano que se hizo en 1941 en la galería, y repitieron como comisarios en una segunda muestra de mujeres en Art of This Century en 1945, titulada The Women.
Para la historiadora del arte Griselda Pollock, pionera en los estudios con un enfoque feminista, la invitación de Guggenheim para participar en su muestra exclusiva dejó a muchas de las autoras entre la espada y la pared. Por un lado, si no aceptaban, iban a ser excluidas de los círculos de socialización del arte, y si lo hacían, cargarían con la etiqueta de “mujer artista”. “Y eran mucho más que eso. Eran fundadoras del movimiento abstracto, estudiantes de Hans Hofmann, cocreadoras del arte moderno que trabajaban en los mismos estudios con sus compañeros hombres. La única que rechazó ser parte fue Georgia O’Keeffe, porque ya era muy famosa; las otras tuvieron que tomar el riesgo”.
Pollock recuerda la trágica historia de una de las autoras que fue parte de 31 Women, la suiza Sonja Sekula. “Era una pintora abstracta brillante, pero estaba enferma y sus padres no podían costear los gastos de salud en Estados Unidos, así que tuvo que volver a Suiza. Nunca pudo conseguir otra exposición y, a los 45 años, se suicidó. Entonces, el precio de esto era real”, cuenta la autora del libro Antiguas maestras.
Protectora de los exiliados
La comisaria Mayayo defiende que las exhibiciones colectivas de mujeres no fueron una iniciativa aislada. Guggenheim organizó exposiciones individuales de artistas como Irene Rice Pereira o su hija Pegeen Vail Guggenheim. “Otra labor muy importante que realizó fue servir de conexión entre las mujeres artistas del momento; a muchas de ellas las ayudó financieramente y acudían a las reuniones que organizaba en Nueva York”. Sin embargo, en sus memorias, la mecenas solo menciona ayudas monetarias regulares durante su estadía en Nueva York a Bretón y Pollock. Pero no deja de ser cierta su apoyo a artistas, hombres y mujeres, para huir de Europa y de los nazis. Esa es la faceta por la que Peggy también pasó a la posteridad: dar cobijo a los artistas exiliados a quienes llamó sus “niños de la guerra”.
El ascenso de Hitler y el estallido de la Segunda Guerra Mundial sorprendieron a Guggenheim mientras vivía en Europa. La galería que abrió en Londres en 1938, Guggenheim Jeune, tuvo que cerrar, pero eso no le impidió seguir adquiriendo obras. Es más, mientras los alemanes marchaban en París, ella compraba “un cuadro por día”, como señala en su libro: “En París todo el mundo sabía que yo estaba comprando obras de arte y, supongo que, a causa de la guerra, tenían más afán que nunca por vender cuadros. Me persiguieron de una manera despiadada. Mi teléfono sonaba a todas horas y la gente me traía cuadros a la cama antes de que me levantara por la mañana”.
En otro pasaje, recuerda que el día que Hitler entró en Noruega, ella le estaba comprando un cuadro por 1.000 dólares al cubista Léger: “Nunca alcanzó a comprender cómo podía estar comprando cuadros un día como aquel”. En esa época también le compró piezas a Leonora Carrington y al escultor rumano Constantin Brâncuși. De todas formas, no pudo resistir el avance del Tercer Reich y en 1941 tuvo que volver a Nueva York con su colección, para regresar siete años después al viejo continente, a Venecia, donde se quedaría hasta su muerte. Guggenheim siempre se sintió más a gusto en Europa que en EEUU, y lo expresa con franqueza en sus memorias. De hecho, ese es el tono que marca todo el texto.
Imagen privada de artistas
Confesiones de una adicta al arte se publicó originalmente en dos partes: la primera en 1946, con el nombre Out of this Century (Fuera de este siglo), y la segunda en 1960, con el título actual. La recepción de la crítica fue mixta debido a la franqueza de sus páginas. “Se le reprochaba la falta de foco en el arte en sí, favoreciendo en múltiples ocasiones anécdotas sobre los artistas más que su obra y las diversas relaciones que tenía la autora con ellos”, comenta la editora de esta edición, Gras. Tanto es así, que en las primeras versiones se usaban pseudónimos para mencionar a los artistas, característica que cambió con un lanzamiento de 1979 que unía ambas partes.
Guggenheim describe a un Pollock “bastante difícil, bebía demasiado y cuando lo hacía resultaba desagradable, por no decir diabólico”; un Yves Tanguy humilde, pero que, cuando empezó a ganar notoriedad, “solía hacer bolitas con billetes de una libra y lanzarlos a las mesas más cercanas. A veces llegaba al extremo de quemarlos”; o un Kandinsky “anciano maravilloso, muy práctico, que parecía un corredor de bolsa de Wall Street”. Pero, sobre todo, están las desavenencias del movimiento surrealista, aquel grupo donde chocaron grandes egos y Bretón decidía quién entraba y quién no. “La persona que más se oponía a Bretón era Dalí, por su actitud vulgar y comercial hacia la publicidad”, se lee en el libro.
También se aprecia, al haber sido escrito a lo largo de varios años, una evolución en la personalidad y el carácter de Peggy Guggenheim. De las inseguridades que cargaba desde niña por ser educada en casa hasta los 15 años, una fallida operación estética de nariz o la “carga” que le producía tener 23 años y ser virgen, a la plena consciencia de su poder de influencia, con una red que abarcaba toda Europa occidental hasta Estados Unidos. Pero, sobre todo, es evidente una madurez en su visión del arte. Empezó abriendo su primera galería porque “estaba aburrida en la campiña inglesa” y terminó confesando que “el deber de una es proteger el arte de su tiempo”.