Una segunda oportunidad para comprender mejor ‘Tomates verdes fritos’, una novela que rompe tabús del universo femenino
Capitán Swing recupera la novela de Fannie Flagg en la que se basa la popular película de los noventa
De cómo la nueva versión feminista de ‘1984’ nos advierte de que escribir un ‘retelling’ no siempre es buena idea
Evelyn Couch, una mujer de mediana edad, hace lo que tantas mujeres: dedicarse a los cuidados, del hogar y de los demás, nunca de sí misma. No debería quejarse: el sueldo de su marido les permite vivir sin preocuparse por la subsistencia, tienen buena salud y nadie la está hostigando. Sin embargo, Evelyn no está bien, aunque carece de palabras para nombrar lo que le ocurre. En las visitas dominicales a su suegra en una residencia de Birmingham (Alabama), conoce a Ninny Threadgoode, una anciana dicharachera que la entretiene con sus anécdotas del pasado. Así surge una peculiar amistad, que semana tras semana se afianza con nuevos recuerdos sobre el mítico café de Whistle Stop.
Fannie Flagg (Birmingham, 1944), actriz, comediante y escritora de larga trayectoria, se labró su mayor éxito con la novela Tomates verdes fritos (1987), que estuvo semanas en la lista de más vendidos del New York Times. En 1991 se estrenó la película homónima, dirigida por Jon Avnet, que obtuvo dos nominaciones a los Premios Oscar y gozó de una gran popularidad entre el público. Con todo, el prestigio nunca la ha acompañado: el tono ligero de la escritura, junto con los temas que trata –mujeres en la mediana edad, depresión, homosexualidad femenina, racismo, pobreza–, parecen lejos tanto de la “gran novela americana” como del olimpo literario. O, al menos, esa era la percepción a finales del siglo XX.
Este año, la editorial independiente Capitán Swing, que si por algo se caracteriza es por proponer lecturas críticas y de asuntos que alimentan el debate social, nada sospechosas de buscar la complacencia del público, la recupera, en la traducción de Víctor Pozanco, con la convicción de que tal vez este sea el momento justo para darle otra oportunidad, otra interpretación. El prólogo de la periodista especializada en cine Pepa Blanes va en esa dirección: “Detrás de la historia entrañable de mujeres que tejen redes de amistad, hay también un debate perturbador que nos recuerda a algunas de las más empoderadas chicas Almodóvar”, analiza.
El espacio social de las mujeres de mediana edad
Y sí, en apariencia es una sencilla historia de amistad entre mujeres, mujeres que han dejado de ser jóvenes, que no lucen una cintura de avispa y parecen no encajar en una sociedad vertebrada en torno al hombre blanco con dinero que solo las valora cuando son jóvenes y bellas (como objeto sexual), cuando son fértiles (como madres) y cuando se encargan del hogar y la familia (como cuidadoras). Este último rol, el que ocupan las mujeres maduras, es el primer tabú que rompe: el espacio social de la mujer de mediana edad (blanca, de clase media), que en los últimos años se ha comenzado a poner sobre la mesa a propósito de la menopausia, la sexualidad en la madurez o la representación de mujeres de más de cuarenta en el cine y la literatura.
En un contexto de presión feroz sobre el cuerpo, con un ideal de belleza de delgadez y juventud, Evelyn siente que carece de valor como mujer, no encuentra su encaje. Y la comida azucarada y grasienta, que la atormenta por los kilos de más, es su consuelo; el pez que se muerde la cola, la trampa del sistema que pone al alcance alimentos nocivos al tiempo que venera un canon incompatible con ellos. No haberse desarrollado como profesional tampoco ayuda; como tantas mujeres de su generación, se encerró en casa, creyendo que se sentiría realizada con el matrimonio y la maternidad. No tiene dinero propio, y eso es un lastre cuando se trata de soltar amarras.
Un modelo de libertad en clave femenina
La protagonista se siente tan decaída que permanece estancada, sin saber qué necesita ni cómo lograrlo. Pero el diablo sabe más por viejo que por diablo, y el relato de la señora Threadgoode sobre ese café que funcionó durante el periodo de entreguerras acaba por despertar a Evelyn del letargo. No es para menos: sus protagonistas, Idgie Threadgoode y Ruth Jamison, fueron mujeres que se atrevieron a vivir a contracorriente de lo que la sociedad esperaba de ellas; y, por si fuera poco, hicieron de su modo de subsistencia, un humilde bar en un pequeño pueblo, un punto de encuentro y solidaridad con los marginados.
Sí, hay sensiblería y melodrama, pero tampoco es para tanto; y, en cualquier caso, no es un impedimento para plasmar ideas rompedoras (es más: por su gran alcance de público y la claridad de su mensaje, puede ejercer incluso más influencia que una obra de mayor envergadura literaria). Entre viejos conocidos y forasteros de paso (el tren tiene un papel importante), las vivencias cotidianas de unos y otros van tejiendo una historia en la que tienen cabida la homosexualidad, la violencia, el racismo, la pobreza, la explotación, el desarraigo, el machismo. Por encima de todo, es una historia de amor, de muchos tipos de amor (a la pareja, a los hijos, a los amigos, a la vida), y de familias escogidas.
Ahí está la clave: la libertad de elegir quién quieres ser, con quién establecer vínculos y cómo quieres, en suma, estar en el mundo. Es interesante el contraste entre ellas: Idgie, como una versión más inconformista de Jo March, es valiente y decidida, y no duda en desempeñar funciones que la tradición atribuye a los hombres; Ruth también es audaz, pero de otra manera, más tranquila e introvertida; su rebelión de verdad comienza tras haber comprobado que el camino convencional no era para ella y, aún peor, la dañaba. Esta característica de “segundo comienzo” de Ruth también pone a prueba a Idgie, que debe lidiar con la frustración y afrontar más situaciones complicadas junto a ella.
La subversión en los gestos minúsculos
Volviendo a Evelyn, a priori su situación no tiene nada que ver con la de Idgie y Ruth, pero el arrojo de estas, junto con algunos consejos prácticos de la señora Threadgoode, la alientan a cambiar de una vez por todas. Y no necesita gritar, ni fundar un partido ni mudarse a la otra punta del planeta; su particular revolución, como la de esas mujeres, se forja de gestos minúsculos, decisiones del día a día que siempre tuvo al alcance. Es aquello que ahora se entiende como lucha social “femenina”, es decir, sustentada en la colaboración (horizontal) y los cuidados, no en la autoridad (vertical) ni en la violencia.
El cuidado de los demás, sí, pero también de una misma. Ahí es donde radica el punto más discutible del libro: el desenlace de Evelyn, una mala interpretación del cuento del patito feo. El patito feo no se vuelve bello, sino que encuentra su lugar; esa debería ser la moraleja. El marginado no se cambia a sí mismo, no lucha contra su naturaleza para ser aceptado por quien lo somete. Busca, encuentra una forma distinta de vivir. Evelyn, en cambio, cede al imperativo social. En teoría, por voluntad propia, para sentirse mejor consigo misma; ahora bien: ¿hasta qué punto ese es un deseo genuino suyo y hasta qué punto responde a una necesidad creada por el sistema?
Por no hablar del método, solo al alcance de una minoría privilegiada; la perspectiva de clase es otra crítica que se echa de menos, sobre todo en el arco temporal de los ochenta. El final incluso tira un poco por tierra el uso de la comida como elemento sociocultural: en el pasado, como alimento para el estómago y para el alma, ya que el café acoge a los que más lo necesitan, tanto si pueden abonarlo como si no. Bastan unos tomates verdes fritos, el plato típico sureño, para reconfortarlos (valdría cualquier equivalente castizo y humilde). Hay ahí una reivindicación sutil del sur y su cercanía; un sur, por lo demás, maltrecho, con una historia marcada por la sordidez, la segregación y la miseria.
En el presente, la comida sigue teniendo el papel de comunión, en forma de obsequios a la anciana, de momentos compartidos; pero también es una gratificación instantánea con la que se canaliza (mal) un malestar más profundo. Sea como sea, en ambas tramas son los pequeños movimientos los que siembran las semillas de la transformación personal. Microhistoria, solo que cambiando a una persona, y a otra, y a otra, se empieza a mover algo más grande. Y si algo sugiere Tomates verdes fritos es un mensaje emancipador de atreverse a ser quien se quiera ser, a apostar por la libertad y por la alegría de vivir. Eso, y una excelente muestra de cómo la amistad y la comunidad pueden hacernos mejores.